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Capítulo 1


El lugar estaba casi vacío, dada la alta hora de la noche, además solo era un pequeño bar en la carretera que entraba al pueblo de Santa Rosa. Lo había elegido justo por eso.

Tomé el pequeño vaso y lo vacié de un solo trago, sintiendo el alcohol quemando mientras bajaba por mi garganta. Solo deseaba que ese dolor usurpara aquel que seguía quemando mi interior. Hice una seña para que la camarera se acercara.

―Tráeme otro igual... ―la mujer solo se me quedó viendo―, por favor ―añadí.

Aún ella solo se quedó mirándome.

―Sabes, me parece que ya has bebido demasiado alcohol. Ni siquiera sé si eres lo suficientemente mayor para tomar así.

Suspiré con fastidio, y busqué mi cartera para sacar mi identificación, así como varios billetes y dejé todo sobre la mesa.

―No me importa, solo tráeme la botella completa.

Ella ignoró el dinero y tomó la identificación. Era mi foto, claro que antes de que me dejara crecer el cabello a como lo traía entonces, largo hasta el casi los hombros, pero la foto mostraba mis mismos ojos cafés y esa ligera sonrisa que antes podía esbozar.

―Así que, Ethan, ¿en verdad crees que con solo veintiún años puedes venir a beber así? Escucha, hijo, eso no es...

―¡No me llames así! ―la interrumpí, aquella palabra incrementaba mi dolor―. Solo haz tu trabajo y tráeme mi botella.

La camarera me miró ofendida, tomó el dinero de mala manera y se alejó.

Volví a suspirar, aunque era más a causa del pesar. No había querido hablarle así a la mujer, pero me sentía demasiado mal como para ser amable: las palabras de mi madre seguían torturando mi mente.

"Deja de hablar de esas aberraciones, solo intentas lastimarme." "¿Es un berrinche por habernos mudado de pueblo?"

Me talle los ojos para intentar despejarme un poco, sin saber si me sentía mal por la tristeza o el alcohol. Escuché el choque de la botella contra la mesa.

―Gracias... ―comencé, pero me detuve al abrir los ojos.

En lugar de la camarera, había un joven frente a mí, sosteniendo la botella cerrada de tequila junto a otro vaso.

―¿Ethan?

―¿Quién eres? ―pregunté, confundido.

No recordaba haberlo visto antes, supuse que recordaría aquella piel tan blanca como la de mi familia, en contraste con un intenso cabello negro, tan negro como sus ojos. En lugar de ofenderse por mi pregunta, él chico rio y se sentó al otro lado de la mesa.

―Me llamo Miguel. Y te traje tu pedido, fuiste muy grosero con la pobre María.

Aún mientras hablaba, Miguel abrió la botella y llenó ambos vasos.

―Lo sé, me disculparé después, es solo, es solo qué...

Me quedé mirando mi vaso sin saber muy bien cómo continuar.

―Tuviste un día difícil, ¿no es así?

Miguel levantó su vaso y lo tendió hacia mí, casi sin pensarlo levanté el mío y lo choqué con el de él, para luego volver a vaciarlo en mi garganta. Casi en cuanto lo bajé él volvió a llenarlo.

―Sí, demasiado ―acepté.

Pero no quise ahondar más, cómo podía decirle que hacía solo unas horas, mi madre acababa de echarme de la casa por haberle insinuado mis verdaderos sentimientos por un chico de cabello castaño y ojos vivaces.

Volví a vaciar el vaso, pero al notar que mi mirada comenzaba a ponerse borrosa, pensé que había bebido más de la cuenta.

―Lo siento, debo irme, pero puedes quedarte la botella ―ofrecí, esperando que aquel hombre solo quisiera bebidas gratis.

Intenté levantarme, aunque todo se movió a mi alrededor, así que tuve que detenerme del respaldo de la silla. No esperaba que de pronto Miguel estuviera a mi lado y me sujetó de los hombros.

―Parece que necesitas ayuda, ¿a dónde vas?

Lo pensé algunos momentos, intentando sobreponer mi razón al alcohol que nublaba mi mente. Me pareció que escuchaba a la camarera acercarse. ¿Cómo dijo que se llamaba?

―No se preocupe, yo me hago cargo de él, lo conozco ―Escuché a Miguel.

No pude dar sentido completo a sus palabras e intenté soltarme de él.

―Está bien, tomaré un taxi afuera para ir... ―no podía volver a casa aún―. Iré a la posada, está bien.

―Claro, claro. Vamos, te acompañare.

Comencé a seguir a Miguel, aunque me percaté que no nos dirigíamos a la entrada principal, sino a un lado del establecimiento.

―¿Dónde vamos? ―pregunté cuando salimos por una pequeña puerta lateral.

―Tranquilo, príncipe encantador, te llevaré a dónde quieres ir.

Aquel apelativo terminó por hacerme reaccionar, siempre lo había odiado. Empujé con fuerza a Miguel, pero estaba tan inestable que fui yo el que salió disparado y chocó contra la pared húmeda del callejón, como si no lo hubiera podido mover.

―¡No me llames así! ¡Déjame en paz!

De un momento a otro Miguel estaba frente a mí, y me sujetó con una fuerza descomunal de los hombros. Noté entonces sus ojos, que seguían siendo negros pero parecían tener un extraño reflejo rojizo, y cuando sonrió, noté por primera vez los afilados colmillos que sobresalían de su boca.

―Uy, parece que toqué un punto sensible ―me dijo con burla―, pero no te preocupes, pronto dejarás de sentir dolor, o tristeza, o cualquier cosa en realidad.

Pensé que estaba alucinando, o que el alcohol me hacía percibir cosas extrañas; pero el choque de adrenalina que me había causado ver aquella transformación, estaba eliminando el alcohol de mi sistema de manera rápida.

―¿Qué...? ¡No! ¿Qué diablos eres?

Miguel no me contestó, en su lugar me tomó del rostro con rudeza, cubriendo mi boca con su palma. Algo ardió en mis mejillas, como si me estuviera clavando las uñas. Quise apartarlo, golpearlo, algo, pero era imposible moverlo, como si fuera una estatua en lugar de una persona.

Con esa simple mano me obligó a ladear la cabeza y se inclinó sobre mí.

Un dolor atroz y ardiente explotó en mi cuello y se irradió por todo mi cuerpo como si lo estuviera incinerando. No podía gritar contra la piel de su mano, pero mis lágrimas salieron sin mayor problema.

De pronto Miguel se alejó, y aunque eso limitó un poco el dolor, disparó el terror en mi mente al notar la sangre que chorreaba de su boca.

―Eso es, el miedo y el dolor les dan un sabor perfecto ―gruñó de forma sádica, el brillo rojo de sus ojos era inconfundible para ese momento―. No creí encontrar un bocadillo delicioso como tú en este pequeño pueblo, soy afortunado.

Luego de decir aquello volvió a morderme, ya esperaba el dolor pero no por eso fue más soportable. Era como lava incinerando todo a su paso.

Los minutos me parecieron horas interminables mientras era torturado, hasta que por fin el dolor comenzó a remitir lentamente, me fue abandonando a la par que lo hacían mis propias fuerzas.

Todo a mi alrededor se nubló, y aunque me pareció que el monstruo frente a mí desaparecía, tampoco podía estar muy seguro, no podía sentir nada a mi alrededor.

Lo último que acudió a mi mente fue esa imagen: Mateo sentado frente a mí, con su cabello castaño imbuido debajo del inseparable sombrero café, sus ojos color miel brillaban mientras él reía a causa de alguna bobada que yo había dicho en ese momento.

Pasé un tiempo inestimable sumido en aquella oscuridad, agradeciendo que el dolor se hubiera ido, al igual que la tristeza, tal como aquel maldito monstruo me había dicho. Si aquello era la muerte, al menos era plácida, pacífica, sabía que no podía pedir nada más.

De pronto apareció una primera sensación, percibí un extraño sabor ferroso. Luego de aquello el dolor reapareció, una tortura helada que paralizaba todo mi cuerpo.

Al final logré abrir los ojos, seguía en el mismo callejón donde me había atacado Miguel, pero en lugar de ser él quien estaba sobre mí, había una chiquilla. Quise preguntarle quién era y qué había ocurrido, advertirle del peligro de Miguel, pero no bien intenté hablar mi propia sangre me ahogó.

―Tranquilo, está bien, ahora estás a salvo. Pero estás a punto de morir, no podré salvarte solo así.

Me costaba trabajo incluso respirar, así que solo cerré los ojos, al menos podría volver a la plácida muerte en la que me había encontrado antes, pero entonces una voz volvió a mi memoria, una voz masculina pero también infantil que reía y repetía mi nombre.

Me obligué a abrir los ojos e incluso logré sujetar la mano de la chica, sus ojos eran igual de negros que los del maldito que me había atacado, pero fue en lo último en lo que pude pensar. Ella rio bajo y acarició mi mejilla, cuando retiró su mano ésta estaba manchada de sangre.

―Dime, pequeño, ¿quieres vivir? ¿Estás dispuesto a pagar el precio por vivir? ―ni siquiera entendí a qué se refería, pero solo había una respuesta posible.

―Sí ―me obligué a contestar.

Ella sonrió se inclinó sobre mí, sentí de pronto sus labios contra los míos, el movimiento me obligó a tragar mi sangre, pero esta seguía llenando mi boca de manera incesante, así que debía pasar con insistencia.

Noté de pronto que aquello tenía una sabor diferente, no era solo mi sangre pues era mucho más espeso y de sabor intenso y amargo. No tuve oportunidad de preguntarle qué era, ni siquiera pude preguntarle su nombre, pues la oscuridad de la muerte volvió a tragarme por completo.


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