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Capítulo XXV - De la Coronación Imperial

La última firma en el Tratado de Sangre había sido vertida.

Sin embargo, no pertenecía al rey Trusov Smirnov: en Sajatia, cuando un rey abdicaba o fallecía, el Trono pasaba al individuo más poderoso del reino en ese momento. Cuando Sajatia capituló ante Dúblarin, Trusov renunció al Trono y, encolerizado, le espetó a su hijo Nikolav que si él había decidido rendirse, entonces ahora debía hacerse cargo de la situación de Sajatia bajo el gobierno central de otra nación. Nikolav, indudablemente el ser más fuerte de Sajatia en ese momento, asumió como rey del reino por un corto período, motivo por el cual la firma que figuraba en el Tratado de Sangre, era la de Nikolav Smirnov.

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Era ya el quinto día del primer ciclo lunar del año 943, y Azra Mirodi se preparaba para su coronación como emperador de Kilinn Landen... O al menos, eso debía estar haciendo.

En su lugar, se encontraba en el Habitáculo de los Consejeros, charlando con el nuevo integrante, Róndiff Aloprásindor, un elfo de la estirpe sabia con más de nueve mil años de edad, nativo de Gi-Elthoi y proveniente del Principado Élfico.

Róndiff presentaba una cabellera larga, lacia y tan blanca como la nieve; mechones que caían por delante de sus orejas puntiagudas, y el resto descendía hasta su cintura por detrás. De cejas pobladas y una barba en candado blanca y bien cuidada; en su rostro, siempre risueño y apenas surcado por algunas arrugas, destacaban sus profundos ojos celestes.

Desde que Róndiff arribó a Dúblarin junto a su esposa, Azra consideró a su nuevo consejero como un ser muy interesante que despertaba su admiración debido a su vasto conocimiento, y le gustaba aprovechar cada oportunidad para aprender del elfo.

En la charla de ese instante, Róndiff le estaba contando a Azra acerca de las Eras de Oikesia. Le explicó que los Theoi habían demorado varias decenas de miles de años en construir Oikesia y en darle vida a los primeros seres: las plantas y los animales.

Luego, en lo que los humanos denominan como Primera Era, o Era Arcaica para los elfos, despertaron los primeros seres con capacidad para razonar: los elthoi, o elfos, en Lengua de Comúnhabla.

Unos diecisiete mil años después, en la Segunda Era, o Era Eclosionar para los de su raza, se caracterizó por el despertar del resto de los seres vivos.

Seis mil quinientos años más tarde, los seres comenzaron a organizarse y a separarse en reinos, dando inicio a la Tercera y actual Era, denominada como la Era de las Monarquías, según los elfos.

La sabiduría y la manera en la que el elfo transmitía sus conocimientos capturaban la atención de Azra y lo hacían sentir maravillado. En cierto punto, la forma de explayarse de Róndiff le recordaba a Kitsune.

Mientras el elfo le enseñaba a Azra algunas palabras básicas de la Lengua Arcaica, Lord Aris Crateso irrumpió en la estancia.

—¡Aris! —clamó Azra al verlo—. Róndiff me está contando un montón de cosas interesantes, ¿sabías que el nombre de mi técnica Enerblam tenía un significado? Ener puede traducirse a nuestra lengua como «potente», y blam significa «explosión» en Lengua Arcaica. —Se llevó las manos al rostro en un gesto de entusiasmo—. ¡Qué sorprendente!

—Me parece estupendo que aprenda cuestiones de cultura e interés general —le respondió Aris en un tono suave—, pero, le recuerdo que hoy mismo es su acto de coronación; las gentes del Principado Élfico están a umbrales del castillo y usted ni siquiera está ataviado —expresó con voz quejumbrosa, culminando con un suspiro—. Majestad, lo invito a que vaya a sus aposentos donde lo esperan los criados para dejarlo impecable.

—¿Pero quééé? —se sobresaltó Azra—. ¿Ya es el momento? ¿Los demás también ya están aquí?

—Los demás señores del resto del continente aún no llegan, pero no han de estar muy lejos: estimo que para más tardar una vela de tiempo, ya todos estarán aquí, pero usted ya debe de estar listo.

—Avernos, ¡se me pasó el tiempo! —confesó entre risas—. Iré a prepararme entonces; ¡gracias, Aris! —exclamó mientras abandonaba el Habitáculo de los Consejeros.

Una vez que Azra salió de la estancia, Lord Aris reprendió de manera sutil a su par.

—Lord Róndiff, sé que hace apenas medio año que ha llegado aquí, pero ya debería de representarse que nuestra función, entre muchas otras, es recordarle a Su Majestad sus quehaceres. A veces se dispersa y peca de distraído; no podemos permitirnos que pierda de vista sus responsabilidades.

—Ohh, ya veo, ya veo —respondió el elfo con una expresión afable—; a veces se me va la lengua más de la cuenta —admitió con una risita—, pero prometo ser un consejero más diligente a partir de ahora.

Aris exhaló otro suspiro.

—Mejor acompáñeme a recibir a los suyos; nos quedaremos con ellos en el Gran Salón hasta que Su Majestad esté listo.

Entretanto, Azra se encontraba en sus aposentos acompañado por cuatro criados encargados de vestirlo para su gala de coronación, asegurándose de que Su Majestad luciera impecable en ese día tan trascendental.

Primero, le colocaron una túnica de un suave terciopelo negro que se ajustaba de manera regia a su torso, adornada con sutiles bordados de color dorado sobre su cuello y mangas. Sobre la túnica, le colocaron una capa negra confeccionada con las más finas sedas, prendida desde ambos hombros con broches de oro en forma de águila, y que caía con gracia hasta un poco más allá de su cintura.

En sus manos, los criados le deslizaron dos anillos de oro negro: uno en el anular de la mano izquierda y otro en el dedo medio de la derecha.

Para sus piernas, lo vistieron con unos pantalones de brocado negro, ceñido con un cinturón de cuero oscuro.

Por último, su calzado consistió en un par de botas de cuero negro, pulidas hasta irradiar un brillo resplandeciente producto de una técnica de pulido artesanal aplicada previamente.

Una vez que el joven monarca de veintiséis años de edad fue ataviado por completo, los criados se dedicaron a retocarle el cabello y peinado con esmero, utilizando peines de marfil y aceites perfumados. Su pelo color cobre bruñido, de textura ondulada, caía en mechones voluminosos y sueltos hacia adelante; su rostro enmarcado con elegancia.

En simultáneo, la capital de Dúblarin bullía de efervescencia a causa de la multitud.

Las calles y plazas nunca habían estado tan cargadas de júbilo y con tanto movimiento; una marea de gentío de distintas tierras se congregaba en cada rincón, deseosos por presenciar la histórica coronación del monarca que gobernaría todo el continente.

A su vez, todos esperaban con ansias, después del acto de coronación, participar en el gran festival que se tenía preparado: la promesa de abundante comida y bebida atraía a muchos, pero también lo hacían las diversas actividades organizadas, como torneos de justa, competencias de arquería, desfiles y danzas. La ciudad entera vibraba con la expectativa de un día repleto de festejos.

Entre todo el entusiasmo, los aún monarcas de los demás reinos de Kilinn Landen comenzaron a llegar uno tras otro en sus soberbios carruajes ante el Castillo Real; no obstante, tras la inminente coronación de Azra y su reconocimiento formal como único monarca, sus títulos se reducirían de manera oficial a «Regentes de Provincia». La mayoría de ellos albergaba sentimientos de desazón y abatimiento..., aunque dos de ellos, mantenían una actitud más funcional y sosegada.

A su llegada, los soberanos, acompañados por sus respectivos asesores y algunos familiares cercanos, fueron recibidos con respeto y cortesía por la Guardia Real y los dos consejeros de Azra. Mientras aguardaban en el Gran Salón el momento de la ceremonia, fueron agasajados con una abundante variedad de comida y bebida servida por los criados; el ambiente, cargado con una mezcla de tensión y solemnidad.

Los soberanos se sorprendieron sobremanera al advertir que entre los presentes se encontraba el monarca del Principado Élfico, acompañado por algunos otros de su raza; la presencia de estos invitados de honor confería un aire aún más significativo al evento.

El último en importancia en arribar al Castillo Real fue el arzobispo Lúther Ergógliob, la máxima autoridad religiosa y parte fundamental de la ceremonia de coronación. Al Arzobispo lo acompañaban tres miembros más del clero: un obispo, un hombre de edad madura, y dos vicarios, ambos de apariencia más joven.

Se había generado cierta aspereza entre Lúther y la Corona, puesto que Aris se había presentado ante Su Santidad en la Catedral para manifestarle que la coronación, en esta ocasión, debía realizarse en el castillo del monarca; una decisión vista como un intento de desligar al poder secular del eclesiástico para acrecentar la figura y la potestad de la inminente autoridad imperial. Aquel planteo no cayó bien en el Arzobispo, aunque terminó accediendo a regañadientes.

Luther y sus clérigos fueron recibidos con la deferencia que correspondía a su investidura, y fueron conducidos hasta el tercer nivel del castillo.

La ceremonia por fin daría comienzo en la Sala del Trono.

La estancia, más allá del imponente Trono, situado contra la pared trasera y sobre las escalinatas, perfectamente alineado con las puertas de entrada, se extendía amplia y altiva; un gigantesco ventanal detrás del estrado permitía la entrada del sol, iluminando la sala con luz natural. El elevado techo sostenía candelabros blancos cuyas tenues llamaradas parpadeaban en las antorchas; y el suelo estaba cubierto por larguísimas alfombras de terciopelo púrpura y contornos dorados.

Las enormes puertas de roble macizo se abrieron mediante un crujido parsimonioso, revelando a Azra Mirodi sentado en el Trono; su expresión denotaba una pizca de ansiedad, y su respiración se volvió más pesada.

En el centro de la sala, entre las escalinatas y la punta de la alfombra, había un pedestal de mármol sobre el cual reposaba un almohadón púrpura: encima del almohadón, descansaba una corona brillante de siete puntas, fabricada con oro negro, un material importado del Principado Élfico. Cerca del pedestal, el Arzobispo y su clero aguardaban con serenidad.

Los hombres de la Guardia Real se encontraban alineados sobre las paredes laterales; sus espadas envainadas y lanzas en mano, vistiendo armaduras negras y capas rojas que señalaban su rango distintivo, permaneciendo con posturas firmes y expresiones severas.

Una vez que las puertas de roble fueron abiertas en su totalidad por dos guardias que se mantenían erguidos en el umbral, los tres altos dignatarios, Lord Aris Crateso, Lord Róndiff Aloprásindor y Lord Marcius Lotiel, entraron en primer lugar. Detrás de ellos, el resto de los humanos y elfos fueron ingresando a la imponente estancia de modo gradual.

A medida que las gentes de distintas tierras se iban congregando y llenando la sala, a Marcius le llamó la atención divisar que, en tan solemne ocasión, se encontraba presente el paladín Lucas Láutnent, y decidió acercarse a él, inquisitivo.

—¿Láutnent? —le habló Marcius, arqueando una ceja—. ¿Qué haces aquí?

—Oh, saludos, mi general. Su Majestad ha decidido honrarme invitándome a su acto de coronación —replicó con una sonrisa tímida—. Y a mi madre: ella es Rodena —se la presentó. La madre de Lucas tenía el mismo cabello rubio claro y lacio que él.

La mujer practicó una leve inclinación para saludar con cortesía al General en Jefe.

—Bueno... —repuso Marcius, sonriente—. Después de todo, nuestro señor te tiene en muy alta estima. —Saludó con cortesía a Lucas y a su madre, y regresó a su posición.

—¿Acaso le sorprende, Lord Marcius? —preguntó Aris al haber escuchado su charla con Lucas, manteniendo su postura firme y mirando al frente, mientras Marcius se situaba a su derecha—. Mire más atrás, casi al fondo: ahí está el herrero, y los otros dos que están con él son sus padres —señaló, refiriéndose a los De Cave—. A Su Majestad le importa un comino el estatus social, incluso en una ocasión tan solemne como esta; monarca o plebeyo, él no hace distinción alguna.

Róndiff, situado a la izquierda de Aris, sonrió al escuchar sus palabras.

—Sí, supongo que se encuentra en lo cierto, Lord Aris —dijo el General en Jefe, enseñando un semblante risueño mientras recordaba todo lo vivido durante la Conquista—. Es un tipo impresionante —admitió, con su mirada encauzada en Azra y con una sonrisa de admiración.

Al instante siguiente, y cuando la sala estaba ya sumida en un respetuoso silencio, Azra Mirodi, por fin se levantó de su Trono de obsidiana negra pulida y comenzó a bajar por las diez escalinatas a un ritmo parsimonioso.

Mientras descendía, una mueca de ligera tensión denotaba su nerviosismo debido a la magnitud del momento y al observar a todos los presentes que se encontraban ante él: a su izquierda, el Arzobispo y su clero estaban distribuidos junto al pedestal que sostenía el almohadón con la brillante corona negra; enfrente de él, se situaban sus dos consejeros y su general.

Por detrás de los tres altos dignatarios, los señores de otras tierras se encontraban alineados, prontos a jurarle lealtad; sus rostros reflejaban una mezcla de emociones, desde la resignación hasta la aceptación pragmática de su nuevo estatus. Más atrás y hacia el costado izquierdo de la sala, los elfos, aliados e invitados de honor, observaban con interés.

Al notar su inquietud, Aris dibujó una sonrisa en su cara con sus dedos índice: un gesto para indicarle a Azra que debía mostrarse distendido y alegre; el joven monarca captó el mensaje enseguida, y no tardó en hacer caso a su consejero.

Estando ya en el suelo y de lado con Lúther, el Arzobispo le preguntó a qué dios secundario elegiría para rogarle su bendición; Azra le susurró que elegiría a la misma diosa que había escogido para su coronación como rey seis años atrás.

Así, el Arzobispo comenzó con las palabras de apertura de la ceremonia.

—Hoy es un día histórico para nuestro continente —comenzó con voz resonante y venerable—; y nosotros, bajo los ojos de los Theoi, estamos aquí congregados para presenciar la coronación de Azra Mirodi, quien unificará a las tierras de Kilinn Landen bajo una sola bandera. —Se humedeció los labios y tomó aire—. ¡Que este acto simbolice la paz y la prosperidad que deseamos para todos nuestros pueblos! —Hizo una breve pausa, dejando que el peso de sus palabras impregnara la sala. Luego, con una mirada firme, se volvió hacia Azra para proceder con el juramento—. ¿Promete y jura por los Theoi, oh soberano, gobernar a los pueblos de Kilinn Landen de Sajatia, Roliama, Alberlania, Osgánor, Dúblarin, Sanapedrid y Cíparfa, así como a sus posesiones y a los seres que habitan en ellos, de conformidad con las leyes divinas y terrenales?

—Sí, prometo y juro —respondió Azra con un tono resuelto.

—¿Procura, que en la extensión de su poder, todos sus juicios estarán presididos por la justicia, la prudencia y la misericordia?

—Así lo procuro y lo procuraré.

—¿Y promete y jura, oh soberano, que preservará al clero y a las catedrales, parroquias y capillas con todos sus derechos y potestades?

—Lo prometo. Todo lo que hasta aquí he prometido lo cumpliré a rajatabla en nombre de los Theoi. —«Vaya, qué estupidez tener que mencionar todas estas palabras ridículas y protocolares», pensaba con cierto bochorno.

Luego de la jura, Lúther se volvió hacia su obispo y sus dos vicarios, haciéndoles una seña sutil para que procedieran con la siguiente etapa: el ungimiento con el aceite.

Azra se arrodilló y cerró los ojos; un rito que no le sentaba muy bien.

Los vicarios se acercaron primero, cada uno untando óleo en una muñeca. Luego avanzó el Obispo, y ungió el cuello y las clavículas de Azra. Para culminar, el Arzobispo le ungió el aceite en las sienes y, por último, sobre su frente.

En cada toque de óleo, se mencionaron a tres de las cuatro deidades principales, pidiendo por sus bendiciones: a la Diosa de la Luz y la Justicia, para que ilumine su imperio; al Dios de la Vigorosidad y la Guerra, para que fortalezca su espíritu; al Dios del Fuego y la Resiliencia, para que encienda su determinación; y finalmente, a la Diosa de la Salud, una de las deidades secundarias elegida por Azra una vez más en su coronación, para rogarle que proteja su ser de toda enfermedad y calamidad y así garantizar su longevidad.

Legitimado ya en nombre de los Theoi, el momento culminante de la ceremonia había llegado: el clero retrocedió unos pasos hacia atrás, dejando sólo el pedestal con el almohadón y la corona negra de siete puntas ante Azra.

Inhaló y exhaló con profundidad, acercándose al pedestal. Tomó la corona con ambas manos, sintiendo la frescura del oro negro en sus palmas. A diferencia de su coronación anterior, en la que Lúther Ergógliob había colocado la corona sobre su cabeza, esta vez se había decidido que Azra se autocoronaría; un acto que simbolizaba que el poder eclesiástico debía estar separado del ámbito político y temporal, puesto que ello sería potestad exclusiva de quien se alzaría como monarca del continente.

De ese modo, Azra depositó su nueva corona en su cabeza, y se irguió frente a todos.

—¡Que comience una nueva época de paz y prosperidad para todos los pueblos! —declaró el monarca y fundador del Imperio de Kilinn Landen.

A sus firmes palabras le siguieron los aplausos de sus tres altos dignatarios, lo cual impulsó al resto de los presentes de la sala a unirse al aplauso.

Realizada la coronación, el momento en que los señores de las otras tierras le jurasen lealtad a Azra y lo reconocieran como único monarca, había llegado. Todos ellos, pasarían en el mismo orden en que sus firmas de sangre habían sido vertidas en el Tratado.

Teniendo en mente que sus firmas ya constaban en el Tratado de Sangre, que ya habían tirado sus espadas a sus pies, y que se hicieron presentes para reconocerlo como su monarca, Azra decidió que no sería necesario que hincasen la rodilla ante él, teniendo por finalidad evitar tensiones y padecimientos innecesarios.

Así, el primero en avanzar fue Cisnerus De Borbón, de Sanapedrid, cuyo rostro denotaba una mezcla de enojo y desdén por estar siendo reducido de rey a regente al momento de reconocer a Azra Mirodi como emperador de Kilinn Landen.

Le siguió Francois Lepierre, de Cíparfa. Aunque también albergaba cierto resentimiento, él parecía soportar las circunstancias con una calma resignada.

El tercero en pasar al frente fue Tsabacius Justinianus, de Roliama. Enseñaba una suave sonrisa al momento de jurarle lealtad a Azra como su monarca, reflejando una actitud que podía interpretarse como una forma de subyugación pragmática.

A continuación, Friedrich Wilberbern, de Alberlania, fue el siguiente en avanzar. Sus facciones endurecidas revelaban un profundo malestar y su desazón, difícil de ocultar para él ante esa situación que le resultaba tan incómoda y humillante.

Tras Friedrich, el siguiente en adelantarse ante Su Majestad fue Herald Hardrode, de Osgánor; su semblante al tiempo de su juramento de lealtad, ilustrado con una expresión de abatimiento apenas contenido, y sus ojos reflejaban la frustración y el pesar de su derrota.

El sexto y último de los señores en acercarse fue Nikolav Smirnov, de Sajatia. Su enfrentamiento con Azra había sido arduo, pero los dos se habían ganado el respeto del otro. Con una sonrisa genuina, fue el único que le estrechó la mano a Azra. El ser alado parecía aceptar su nueva realidad con dignidad.

Sobre el final, se acercaron los cuatro elfos de mayor jerarquía del Principado Élfico en un gesto de buena voluntad para sublimar su reciente alianza, otorgándole a Azra un obsequio de elevada rareza: el príncipe Galodoen llevaba en sus manos una canastilla que albergaba varios ramos de flores de pétalos amarillos que emanaban un sutil resplandor dorado; la princesa Arfuxia llevaba otra similar, y entre el duque Nífgolin y la duquesa Sáralyn, se acercaron para regalarle una tercera canastilla.

Aris hizo un ademán a dos guardias para que se acercasen y tomasen las canastillas, llevándolas al jardín del castillo para su resguardo, permitiendo que Azra no tuviera que sostenerlas durante el resto de la ceremonia.

Azra saludó de manera afable a los Príncipes, al Duque y a la Duquesa, a quien veía por primera vez; y les agradeció con gentileza el presente.

—Esas flores... me resultan familiares —dijo el recién coronado emperador—. Había muchas de ellas en su castillo e incluso en la cumbre que tuvimos, ¿no es así?

Los cuatro elfos rieron.

—Así es, Azra Mirodi, tenemos varias de ellas en el Principado —le respondió Galodoen—. Esas flores solo crecen en el continente de donde soy nativo: en Erne Gred, y son las más raras y hermosas de todas, pues nunca se marchitan e incluso logran mantenerse firmes ante cualquier adversidad.

—Pero tú deberías saber eso mejor que nadie, Azra —intervino Nífgolin, sonrisueño—. Después de todo, tú te llamas como ellas.

—¿¡Quééé!? —se sorprendió Azra; sus ojos muy abiertos—. ¿Esas son flores azra? Mi abuelito me contó que eligió este nombre para mí porque sostenía que el color de mis ojos son como esas flores, pero nunca las había visto... —Hizo una mueca que entremezclaba candidez e ignominia—. No hasta que fui al Principado, y ni siquiera me percaté de ello.

—En todo caso, su abuelo de seguro era alguien muy culto, emperador Azra Mirodi —expresó Arfuxia con un tono dulce.

—Sí..., sí lo era —admitió Azra; un atisbo de melancolía afloraba en su voz.

Los elfos se retiraron hacia atrás con discreción en una actitud respetuosa, para permitir que Azra pudiera saludar y ser agasajado por el resto de los presentes en la sala.

Así, el Emperador agradeció su servicio a Lúther Ergógliob y al resto del clero. Luego, recibió afectuosas felicitaciones de Aris, Marcius y Róndiff; acto seguido, fue a abrazarse con Lucas, quien le dedicó sinceras palabras de congratulación y admiración, y saludó a su madre, Rodena.

Después, se dirigió hacia los De Cave: abrazó a Végrand y elogió el excelente trabajo que él y el resto de sus herreros realizaron en la fabricación de la corona con el nuevo material importado del Principado Élfico. Al instante siguiente, se dirigió a los padres de su amigo.

—Daniel, Margaretha... Qué bueno volver a verlos después de tanto tiempo.

—Majestad —lo saludó Margaretha con una expresión jovial, en tanto practicaba una leve inclinación.

—Hace seis años —comentaba Daniel— no podía creer que aquel chico compañero de mi hijo que solía alojarse en mi morada, se convirtiera en rey. Y ahora, verte ascender a emperador es algo que me resulta aún más asombroso. Felicidades, Majes...

—¿Majestad? —interrumpió Azra; sus cejas arqueadas y una sonrisa de incredulidad—. ¿Reverencias? Ni se les ocurra tratarme con esa fría y distante cordialidad —les dijo a los padres de su amigo—; no después de semejante cantidad de noches que dormí bajo su techo y de tantos platos de comida que me han servido ahí. —Se dirigió a la madre de Végrand—. Y..., Margaretha, jamás volví a comer un estofado de cordero tan delicioso como el que sabes preparar.

A Margaretha se le pusieron los ojos vidriosos.

—¡Entonces voy a prepararte una olla entera solo para ti, querido Azra! —exclamó halagada.

—¿¡De verdad!? —se emocionó Azra—. ¡Qué bien!

Daniel soltó una carcajada mientras se tomaba su enorme barriga con ambas manos.

—Eres un buen muchacho, Azra. —Colocó su pesada mano sobre el hombro izquierdo del Emperador—. Has sabido darle un buen trabajo a mi hijo, que lo hace feliz..., y has honrado a nuestra familia.

—Padre, madre —intervino Végrand, alborozado—. Dejemos a Azra disfrutar de su día especial para que continúe con sus compromisos.

—Ah, ¡es verdad! —recordó Azra—. ¡Es tiempo del banquete! —Su rostro reflejaba una emoción palpable: sus ojos bien abiertos, su sonrisa amplia y radiante, y sus manos con los dedos separados y ligeramente curvados, complementaban su expresión alegre—. ¡Por fin!

Para celebrar el gran acontecimiento de la coronación imperial, se decidió realizar el banquete al aire libre, bajo el cautivante cielo púrpura y la cálida luz solar.

Por ese motivo, los muebles del Gran Salón fueron trasladados al jardín delantero: un amplio espacio verde entre el castillo y la enorme puerta levadiza, rodeado por los muros de granito gris. Con antelación, los criados llevaron las largas y anchas mesas de madera de palisandro junto con los manteles finos y los asientos de roble con almohadones de terciopelo rellenos de plumas. También colocaron platos de porcelana y cubiertos de plata, incluyendo: cuchillos, tenedores y cucharas, así como vasos y copas de cristal.

Sin embargo, no todos los presentes se quedarían para disfrutar del banquete ni de los festivales subsiguientes. Al considerar que ya habían cumplido con la obligación que se les impuso, los ahora regentes Friedrich, Herald y Cisnerus, decidieron regresar sin más a sus respectivas provincias; al igual que el clero, quienes consideraron que ya nada tenían que hacer ahí.

Tsabacius Justinianus se sintió aliviado al observar que los señores de Alberlania y de Osgánor se estaban retirando.

Para evitar la multitud que se agolpaba en las afueras del castillo, los regentes, sus acompañantes y el clero, fueron conducidos por una salida lateral discreta, asegurada por una doble fila de guardias. A través de esa salida, ubicada en un costado menos concurrido del jardín delantero, pudieron retirarse sin problemas, mientras la puerta levadiza permanecía cerrada para controlar el acceso.

Más allá de la fosa y los muros del castillo, se podía oír el bullicio y los vítores de una muchedumbre apretujada, compuesta no solo por dublarinenses sino también de plebeyos provenientes de diversas regiones, sobresaltada por la coronación del nuevo monarca del continente.

Róndiff le recomendó con afabilidad a Azra, consciente de la importancia de conectar con el pueblo llano en ese momento crucial, que saliera a saludar al gentío que aclamaba con fervor.

Azra decidió poner en práctica la sugerencia de su consejero. Comenzó a levitar, sobrepasando la altura de los muros, y quedó suspendido en el aire por delante de la puerta levadiza y sobre las fosas. Desde su posición elevada, observaba a la multitud que soltaba ovaciones entusiastas.

El Emperador se encontraba esbozando una sonrisa tímida, saludando con su mano sin saber qué decir, pero ese gesto fue lo suficientemente significativo como para hacer estallar de júbilo a la plebe. De repente, comenzaron a volar prendas de ropa interior femenina hacia él, lo cual hizo ruborizar al monarca de Kilinn Landen.

Mientras tanto, los altos dignatarios, los invitados del Principado Élfico, los regentes y sus familiares permanecían de pie, picando los aperitivos y disfrutando de diversas bebidas que los criados les ofrecían en bandejas de plata. Servían copas de vino especiado de canela y clavo, junto con jarras de néctar de frutas silvestres para aquellos que preferían una opción sin alcohol. Entre los aperitivos, destacaban pequeños trozos de queso añejo, embutidos finamente cortados y frutos secos que complementaban con las bebidas.

En aquellos instantes de celebración, Verónica, la esposa de Marcius Lotiel, y Anastasia, la esposa de Aris Crateso, se encontraban charlando entre sí, en tanto Vánica Lotiel, de once años de edad, jugaba con su amiga Ástrid Crateso, de nueve años, así como con el pequeño Tristan Crateso, de ocho; los tres niños correteaban con alegría por el suntuoso jardín, cerca de sus madres.

—Al fin se terminó todo este asunto de la Conquista —dijo Verónica—, ¡mi pobre Marcius ya no daba más abasto! —expresó con un timbre quejilloso—. Cinco años, ¡cinco!, yendo de aquí para allá por todo el continente y arriesgándose con todo lo que ello implicó, teniendo escaso contacto conmigo y con Vánica. Le dije que podría encargarme de reclamarle a Su Majestad, pero se sobresaltó y me dijo que no me atreviera. —Se cruzó de brazos y puso sus ojos en blanco.

—Hombres —replicó Anastasia—, y su exasperante sentido del deber. —Bebió un poco de vino—. Debo admitir que mi esposo ha tenido más suerte que el tuyo, Verónica; aun así, Su Majestad a veces no se comporta como lo exige su investidura: Aris no solo tiene que hacer de consejero, sino que, en ocasiones, ¡debe actuar incluso de manera casi paternal para con él! —Exhaló un suspiro y esbozó una sonrisa—. Pero lo conozco, sé que aunque no lo demuestre, tiene cierto afecto por Azra Mirodi.

Ambas mujeres invitaron de manera amistosa a la elfa Yéffenzer, la esposa de Róndiff, a que se integre con ellas. Admiraban su sabiduría y sentían simpatía por ella, viéndola como alguien que quizás necesitaba compañía; además, deseaban discutir con ella lo que implicaba ser la esposa de un alto dignatario. Yéffenzer se sintió agradecida por la inclusión, y se les unió.

Por el lado de los elfos, Galodoen, Arfuxia y sus respectivas compañías, entablaron una conversación con Róndiff, interesados por conocer cómo le había ido en su primer período sexlunar como consejero.

En cuanto a Azra, luego de hacerse presente ante el gentío, descendió para regresar al evento, y se dispuso a conversar con los duques del Principado Élfico: Nífgolin Helithrindor y Sáralyn Drusmela.

La Duquesa, de ojos y cabello color castaño, de entre todos los elfos allí presentes, era la de menor estatura; aun así, era media cabeza más alta que Azra.

—¿Así que tú eres la elfa que sabe usar portales? —preguntó Azra, luego de que Nífgolin se la presentara como su esposa—. Qué fácil ha de ser la vida así —agregó en tono jocoso.

—Puede ser —replicó la Duquesa con una sutil sonrisa—, pero tardé algún que otro siglo en aprender el hechizo, y alguno que otro más para pulirlo.

—¿¡Ehh!? —se sorprendió Azra—. ¿Siglos? —Frunció el ceño—. ¿Cuántos años tienes?

—Apenas dos mil trescientos veintiocho años —contestó Sáralyn.

El Emperador levantó sus cejas en un gesto de asombro.

—Te ves como de dos mil trescientos años menos —bromeó.

Los duques rieron.

—Aunque no me veré así por siempre —explicaba Sáralyn—: pese a mi inmortalidad, a diferencia de Nífgolin que pertenece a la estirpe guerrera, yo que pertenezco a la sabia, dentro de algunos milenios tomaré un aspecto algo vetusto, y mi rostro se surcará de algunas arrugas, y temo que a mi cielo y estrellas —dijo refiriéndose a Nífgolin—, le disgusten.

—Estoy seguro que amaré tus arrugas, mi luna resplandeciente —le contestó el Duque a su esposa, y la besó.

«¡Son unos tórtolos!», comprendió Azra, asqueado, luchando por ocultar su expresión de incomodidad.

En ese momento, el regente de Cíparfa se acercó con cierta timidez hacia Su Majestad. Los duques, captando la situación, se retiraron con discreción para dejar a solas al Emperador.

—M-Majestad... Si... si me permite el atrevimiento... —Francois carraspeó—. Aunque pueda parecer descortés por lo reciente del acontecimiento..., ahora que la seguridad de todos los rei... De todas las provincias —corrigió— están bajo su responsabilidad, y teniendo en cuenta que en el norte de Cíparfa, los ogros del bosque Umbrío están más indómitos y hostiles que nunca... Bueno, mi primo me ha ayudado con algo de infantería, pero últimamente nos está costando mucho repelerlos; causan estragos y se empecinan en secuestrar a nuestras mujeres... Es por eso que quería pedirle cordialmente a la capital algo de apoyo paladínico.

«Ogros que secuestran mujeres... —meditaba Azra, recordando lo que los elfos le contaron en el Principado—. ¿Será... ese tal Gor? Es lo más probable».

—¿Majestad? —insistió Francois al notarlo abstraído.

—Sí, sí... Lo entiendo, y quiero ayudar. Puedo apoyar a Cíparfa con un cuarto de los paladines de la capital.

—Es que..., nos han informado que los ogros están acompañados de bestias, Majestad —regateó Francois de modo sutil.

«Me consta», pensó Azra, recordando el enfrentamiento que tuvo en el sur de la Espesura Boscosa.

—Bien —accedió el Emperador—. Podemos reforzar a Cíparfa con un tercio de nuestras fuerzas paladínicas. No obstante, háblalo con mis consejeros antes de irte; ellos se encargarán.

—Se lo agradezco mucho —Francois Lepierre le hizo una reverencia.

Luego de unos breves instantes y con el sol ya casi en su cénit, el banquete por fin llegó dentro de una pluralidad de bandejas que los criados traían consigo. Al destaparlas sobre la mesa, un rico aroma impregnó el lugar, llenando el aire con esencias apetitosas.

Constaban de una variedad de manjares dignos para la ocasión: faisanes asados y ensalzados con hierbas aromáticas, suculentos jabalíes adobados con especias exóticas, panes recién horneados, quesos curados y una selección de frutas frescas y confitadas era lo que más abundaba.

Azra no pudo evitar sentir cómo se le hacía agua la boca. Se contentó al ver la abundancia de comida y decidió deleitarse con todo lo que quisiera, determinado a disfrutar de cada bocado.

En simultáneo, Lord Aris Crateso y Lord Marcius Lotiel se dirigían al banquete, conversando sobre los recientes acontecimientos; sus voces entremezcladas con el bullicio que llenaba el jardín, donde la melodía de laúdes y flautas resonaban con una suavidad exquisita, complementando la atmósfera festiva.

—Aunque sea el General en Jefe y un alto dignatario, en el fondo, Lord Aris, sigo siendo un paladín al que le pagan por cumplir con las pretensiones beligerantes de Su Majestad... pero a usted le pagan por cuestiones meramente intelectuales, ¿cree que todo este asunto de la Conquista terminará resultando beneficioso?

—¿Para mi salario y el suyo? Seguro —replicó el Consejero con una pisca de humor, aunque manteniendo su semblante inmutable.

—No es frecuente oírlo bromear, Lord Aris —le respondió riendo—. Supongo que hoy ha de estar algo animado.

—Pero ahora en serio, General: si haber formado un imperio resultará beneficioso para Dúblarin... o el continente en general... —Se tironeaba de su barbita en punta con una expresión pensativa. Luego, soltó una larga exhalación—. Bueno, vuelva a preguntarme dentro de un par de años: los verdaderos desafíos están a punto de comenzar... Pero al menos por hoy, limitémonos a disfrutar de este grandioso día.

Y así, los altos dignatarios se acomodaron junto al Emperador, quien estaba sentado sobre la punta de la mesa. Aris se situó a su izquierda y Marcius a su derecha. Se dispusieron a disfrutar del banquete, brindar en nombre del monarca y fundador del Imperio de Kilinn Landen, y luego, a presenciar con júbilo los consecuentes festivales.

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