Capítulo XXIII - Del Principado Élfico
Azra, Aris y los tres escribas de Dúblarin se embarcaron en el navío de los dos elfos, con destino al Principado Élfico.
Kháladrim y Aranion explicaron que el trayecto hasta la isla del oeste, en circunstancias normales, tomaría alrededor de veinte días, pero que, con sus hechizos de viento, acelerarían el viaje a un tiempo inferior a dos semanas: extendían uno de sus brazos y, a través de la palma de la mano, liberaban ondas de aire que avivaban la enorme vela de la barca, permitiéndole avanzar a un ritmo mucho más rápido de lo habitual.
Los dos elfos se turnaban de cuando en cuando, y solo descansaban por la noche. Le habían preguntado a Azra si él podría replicar algún hechizo similar para apresurar el trayecto, pero el rey dublarinense les contestó con cierto rubor que él solo podía materializar dos técnicas, y que solo eran de rayo y de fuego.
De ese modo, navegaron por el océano Serenitáceo a través del mar Reticente hacia la tierra de los elfos sobre las aguas cristalinas que reflejaban un tenue color violáceo. A Aris Crateso, la navegación, especialmente a esas velocidades, le provocaba mareos y náuseas, por lo que debía asomarse por la borda para desahogarse y purgar su estómago; situación que no hacía más que provocarle una carcajada a su rey.
Finalmente, desembarcaron en el marquesado más septentrional de los tres del Principado Élfico: Lunáriel.
—Euhéketei, filoi, al Principado Élfico —anunció Aranion con un tono jovial.
Los tres escribas sabían hablar en Lengua Arcaica, y les explicaron a Su Majestad y al Consejero por medio de susurros que, euhéketei, podía traducirse literalmente como «bien llegados» a la Lengua de Comúnhabla; y que, filoi, significaba «amigos». Un modo cortés de brindarles la bienvenida.
Kháladrim y Aranion informaron a los dublarinenses que cada uno de ellos acudiría a una de las dos colinas cercanas a la costa en que desembarcaron: una hacia el lado norte, donde se erigía una majestuosa morada de tres pisos, residencia del marqués de Lunáriel; y la otra, hacia el punto sur, en una colina más baja, con una morada de dos pisos donde residía el conde del condado capital del Principado, de nombre homónimo que su marquesado.
Kháladrim se dispuso a volar hacia la colina del sur y Aranion hacia la del norte. Antes de marcharse, les hicieron saber a los dublarinenses que a partir de entonces, el Marqués y el Conde serían sus próximos guías hasta el castillo del Príncipe, y se despidieron amistosamente de ellos, deseándoles una agradable estancia en sus tierras.
Mientras los dublarinenses esperaban en la costa, se deleitaron con el paisaje que se desplegaba ante sus ojos: el Principado Élfico se extendía como un vasto manto verde salpicado por un conjunto de árboles con troncos gruesos, curvos y con ramas que se entrelazaban entre sí, presentando también una pluralidad de colinas cubiertas de hierbas cortas con una prolífica flora multicolor. Y por delante de ellos, hacia el oeste, se erguían montañas de roca gris; algunas altas y escarpadas; otras, suaves y onduladas.
Al cabo de menos de media vela de tiempo, dos carruajes, cada uno tirado por seis caballos blancos, uno proveniente desde el sur y otro desde el norte, se acercaban a recoger a los dublarinenses.
Las ruedas de madera y las firmes pisadas de los corceles sobre el suelo de tierra y hierbas resonaban de manera cada vez más audible; al llegar ante ellos, los caballos relincharon, y un elfo descendió de cada carruaje, ataviados con ropajes de telas finas, bordados con intrincados diseños de hojas y vides.
Ambas autoridades élficas se presentaron de manera cordial y afable: el Marqués, quien se presentó con el nombre de Élerion, vestía indumentarias doradas; y el Conde, de nombre Valándor, lucía prendas plateadas. Les dijeron a los dublarinenses que el príncipe Galodoen los esperaba con ansias, y que se subiesen a sus carruajes para que pudiesen trasladarlos ante él.
Azra y Aris ascendieron al carruaje del Marqués, mientras que los ancianos tomaron asiento en el del Conde. Los elfos les avisaron que conducirían hacia el occidente y que, luego de pasar por un sinuoso río de nombre Lothlinde, llegarían ante el castillo del Príncipe, ubicado entre las montañas.
Los dublarinenses viajaban en un asiento elevado, ubicado por detrás del elfo que los llevaba; era largo, rectangular y acolchado, protegido con cobre a los costados y desprovisto de techo.
Durante el trayecto, Azra pudo vislumbrar las moradas élficas que se alzaban entre la vegetación: amplias construcciones de madera y piedra, decoradas con enredaderas que trepaban por las paredes, cuyas flores brotaban por los tejados curvados y las ventanas arqueadas. Se relajó al oír el canto melódico de las aves que descansaban en los troncos de los árboles y surcaban los cielos, y al sentir la fragancia fresca y natural impregnada por el entorno que lo circundaba.
Al adentrarse un poco más en el condado capital, Lunáriel, el rey dublarinense pudo observar cómo los elfos trabajaban en armonía con la tierra en sus exuberantes terrenos. Algunos, utilizando su qí mágico para manipular los elementos, dirigían el flujo del agua de los riachuelos cercanos para crear canales e irrigar los campos; otros, recolectaban frutos de los árboles, haciendo que las ramas se inclinaran suavemente hacia ellos.
Pero lo que sorprendió tanto al rey de Dúblarin, como a su consejero y sus escribas, fue lo que vieron a continuación: hadas.
—En el Principado Élfico hay... ¿hadas? —se extrañó Azra.
—Así es, señor Azra Mirodi —le respondió el marqués Élerion—. En los tres marquesados: Lunáriel, Soláriel y Sílvindor; esparcidos por varios condados de cada región. Llegaron hace muy poco tiempo, unos veintinueve años atrás, para ser precisos. Nuestro príncipe tuvo el buen corazón de admitirlos como nuestros refugiados... e incluso como ciudadanos del Principado —terminó, con una sonrisa compasiva.
—Por el ataque y destrucción de su reino a manos de los dragones —agregó Azra, con un tono casi inquisitivo.
—En efecto —replicó Élerion, exhalando un suspiro—. No me extraña que esté al tanto; tengo entendido que allá en tierra firme hay otros tantos más. Pero los hadas son una raza trabajadora: desde su llegada han coadyuvado al desarrollo de nuestras tierras; las dos razas hemos sabido llevarnos bien... Espero que también haya sido así con los humanos.
«Así que los hadas no solo se encuentran en el norte de Kilinn Landen», meditó Azra.
El viaje les tomaría todo el día; era casi medianoche cuando cruzaron por el puente del río Lothlinde. El entorno estaba oscuro, solo iluminado por la luz de la media luna que se situaba en lo alto, rodeada por estrellas. Las tres de mayor tamaño titilaban de manera refulgente: una a la derecha de la luna, de un rojo vibrante; otra a su izquierda, de un fuerte color dorado; y una más por encima de ella, de tonalidad oscura y brillante.
Cuando por fin arribaron ante las montañas grises, en donde el castillo del Príncipe se erigía sobre un amplio saliente rocoso, Azra ya se encontraba dormido, pero despertó al sentir que el carruaje se detuvo.
Al descender, los dublarinenses fueron recibidos por cinco elfos: cuatro de ellos, con faroles de plata sobre sus manos, rodeaban con solemnidad al otro, quien tenía una mirada agraciada, ojos verdes, cabello largo y castaño, y una corona de oro con esmeraldas sobre su cabeza; destacaba en altura con respecto a los demás, con sus más de dos metros. «Es hasta más alto que Marcius», se sorprendió Azra al verlo.
—Euhéketei, filoi —comenzó el Príncipe, dándoles la bienvenida—. Mi nombre es Galodoen Helithrindor, monarca del Principado. —Mientras hablaba, el Marqués y el Conde hincaban su rodilla ante su presencia—. Estamos muy agradecidos de que hayan aceptado venir hasta aquí. —Se dirigió a Azra—. Ya hablaremos mañana sobre lo que nos atañe; de seguro ahora estarán muy cansados...
—Y hambrientos —agregó Azra—; sobre todo hambrientos.
Aris hizo una mueca de ignominia, uno de los escribas asintió con suavidad y los otros dos se mantuvieron cordiales. El príncipe Galodoen soltó una risita.
—Desde luego; ya me lo imagino —respondió el Príncipe, risueño—. En ese caso: adelante, pasen para que puedan comer y descansar. —Se volvió al Marqués y al Conde—. También ustedes, Élerion, Valándor; pues han cumplido mi encargo satisfactoriamente.
Tanto los dublarinenses como el Marqués y el Conde, agradecieron a Galodoen y comenzaron a subir hacia el castillo por un serpenteante camino tallado en la roca que descendía desde la entrada principal, flanqueado por muros de piedra y antorchas encendidas que iluminaban el sendero en la noche.
Mientras ascendía, Azra percibió una presencia muy fuerte proveniente del castillo, pero decidió no darle mayor importancia en ese momento.
Al ingresar, el interior de la fortaleza estaba bañado en luz por candelabros colgantes, antorchas en las paredes y grandes braseros que esparcían su resplandor cálido por todo el lugar.
Galodoen se despidió hasta el día siguiente y un puñado de sus elfos condujeron a los dublarinenses a una estancia donde no tardaron en llevarles un banquete de bienvenida. La mesa quedó repleta de delicias marítimas: suculentos mariscos, pescados asados, gambas al ajillo, calamares rellenos y ensaladas frescas con algas y cangrejo.
Aris y los ancianos cenaron hasta saciarse; a Azra le hubiese gustado disfrutar un poco más, pero le dio tanto sueño que terminó por irse a dormir para reponer sus energías y así estar en condiciones para el cónclave que tendría en la jornada siguiente.
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