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Capítulo XXII - Del Llamado de Alianza

—¿¡Vas a ofrecerle formar una alianza a un vil conquistador!? —le recriminó.

—Debes entender, hijo —comenzó a replicarle con un tono sereno—: asociarnos con el inminente imperio vecino nos proporcionará beneficios comerciales, abriéndonos puertas a mercados más amplios y ricos. Y por otro lado, si proponemos una alianza ahora, ello podría disuadir al Conquistador de cualquier intento futuro de invasión en nuestra contra —arguyó, convencido—. A mis ojos, esto implicará un beneficio doble.

—Y para mis oídos, eso suena como si tuvieses miedo de un ejército de humanos, padre. Podemos defendernos de ellos sin problemas, si se atreven a atacarnos —repuso con una sonrisa confidente.

—No, Nífgolin, no es miedo a las fuerzas humanas: es velar por la seguridad de todos los nuestros. —Adoptó un semblante y un tono riguroso; sus palabras, pronunciadas con parsimonia—. Sé que podríamos defendernos de ellos, pero si eso implicase el derramamiento de una gota de sangre de un solo ser de nuestro pueblo, o la destrucción y ruinas de uno solo de nuestros condados... sería una tragedia, una tragedia que preferiría prevenir. Y por otro lado, se dice que su líder, Azra Mirodi, es un ser muy poderoso que, tal vez, podría rivalizar incluso contigo.

Nífgolin, aunque reacio, reconoció la prudencia en las palabras de su padre.

—Bien. Como gustes, padre. —Se dio la media vuelta como apuntando a irse—. Pero si ese tal Azra Mirodi acepta tu propuesta, cuando venga aquí, estaré vigilándolo todo el tiempo.

—No esperaría menos de ti —respondió, sonriente.

*******

Por el lado del rey Azra Mirodi, él partió de Dúblarin por última vez hacia el norte con intenciones de hacer firmar el Tratado de Sangre a los reinos doblegados ante su poder, y para someter a Sajatia, a inicios del año 940. Cuando regresó junto con su armada a Ramaku, la ciudad capital de su reino, era ya el octavo ciclo lunar del año 941.

Recién llegados a la capital, el pueblo llano recibió al rey Azra y a su ejército, congregados a ambos lados de las calles formando un pasillo de bienvenida. Algunos se limitaban a observar con muecas alegres; otros asentían con respeto; había quienes levantaban las manos en señal de saludo; mientras otros lanzaban exclamaciones de admiración.

A Azra, toda esa multitud le generaba cierta timidez; aun así, algo ruborizado, saludaba con su brazo en alto.

Pese al cálido recibimiento, el Rey no podía evitar pensar en que algunos de sus paladines habían fallecido en el último enfrentamiento... Pocos de ellos, pero había caídos; y si había paladines caídos, había familias que perdieron a un ser querido: una realidad que le revolvía la conciencia. «No gano nada pensando en eso», se dijo al final, en tanto sacudía su cabeza como un intento de quitarse esos pensamientos.

Cuando el Rey por fin llegó al Castillo Real, fue recibido por Lord Aris Crateso, quien obtuvo un afectuoso saludo de parte de su monarca.

—Sea bienvenido, Majestad; a mí también me alegra verlo después de todo este tiempo, y que haya vuelto victorioso junto a nuestro ejército —dijo el Consejero, con un tono formal y manteniendo su habitual e inalterable semblante.

—¿Te alegras? —repuso Azra, riendo—. Avísale a tu cara entonces —añadió en tono jocoso—. Como sea, Aris, ¡no sabes todo lo que pasó en Sajatia! Había un troll gigante, el príncipe de ese reino era un ser realmente muy fuerte, mucho más de lo que me habían advertido, de hecho casi termino perdiendo la pelea —farfullaba—, pero bueno, supongo que tenemos mucho de qué hablar... Aunque espero que eso sea mañana, ¡lo primero que quiero hacer ahora es comer mucha y deliciosa comida y distenderme un poco!

—Desde luego, Majestad; estoy ansioso por oír todo lo que tiene para contarme. Y por supuesto que en este instante se le servirá de comer. —Se dirigió hacia uno de los miembros de la Guardia Real—. ¡Comida para Su Majestad! —ordenó por medio de dos aplausos enfáticos—. ¡Ahora mismo!, ¡y que sea una cantidad como para cuatro personas!

—¡Mejor que sea como para ocho! —corrigió Azra.

—Como Su Majestad ordene —contestó el guardia mediante una reverencia, y salió a trote hacia las cocinas.

—¿No será demasiado, Majestad? —le preguntó Aris.

—Para nada, hace siglos que no como en abundancia.

El Consejero asintió con su cabeza.

Azra subió hasta el último piso del castillo, dirigiéndose a sus aposentos. Una vez allí, corrió las cortinas de seda púrpura y se dejó caer sobre su enorme cama con dosel, esperando a que los criados le llevaran la comida. «Hacía tanto que no me recostaba sobre algo tan cómodo; extrañaba esta sensación», pensó complacido, cerrando los ojos sobre el colchón de sábanas blancas relleno de plumas de ganso.

Poco después, el Rey se quedó adormilado, aunque por muy poco tiempo, ya que la comida no tardó en llegar.

Tocaron a su puerta y Azra abrió los ojos enseguida; sus criados entraron con solemnidad, llevando enormes bandejas cargadas de manjares, platos y copas. El aire se impregnaba con aromas tentadores: carne asada con hierbas frescas, pan recién horneado, jugos de frutas maduras, vino especiado y exquisitas salsas que despertaban los sentidos del Rey, haciéndole agua la boca.

Colocaron las bandejas sobre una larga y rectangular mesa situada junto a un majestuoso ventanal de vidrio, que se abría hacia un balcón con vista al mar. Sin embargo, la cantidad de comida era tal que una sola mesa no fue suficiente para contenerla toda, de modo que tuvieron que traer otra para sostener las delicias que Su Majestad comería.

Azra sentía una felicidad creciente a cada bocado que se llevaba a la boca, devorando casi con desesperación. Cuando ya había consumido tres cuartas partes de lo que le sirvieron, comenzó a sentirse satisfecho.

—Ya estoy lleno... Tal vez Aris tenía razón en que pedí demasiado. —Eructó—. Bueno, me lo puedo guardar para más tarde. —Sintió un crujido en el estómago y se levantó con rapidez—. Tengo que ir a alguna de mis letrinas ya mismo... Caray, incluso extraño hasta algo tan básico como eso.

Mientras Azra estaba sentado en una de las torres del castillo, utilizando una letrina de madera tallada adornada con terciopelo, pensaba en que la noche ya estaba próxima, y recordó que había conversado con Lucas sobre juntarse a beber junto con Végrand.

Y así sucedió: cuando el manto del cielo ya estaba obscuro, el Rey, el paladín del Claustro Marcial y el jefe de la Herrería Real, se reunieron en el balcón de los aposentos de Su Majestad, iluminado por la tenue luz naranja de la luna y las estrellas que irradiaban un suave resplandor amarillo.

Lucas relató su experiencia en el enfrentamiento contra el troll de Sajatia, luego Azra narró su dura batalla contra el príncipe Nikolav; Végrand oía las historias maravillado. Charlaron sobre asuntos triviales entretanto bebían distintos tipos de vinos y cervezas, como era su costumbre. Durante algún momento de la madrugada, estando borrachos, se quedaron dormidos.

A la mañana siguiente, el primero en despertar fue Lucas, quien se encontraba tumbado sobre una mesa. Aguantándose la risa, fue a despertar a Végrand, quien dormía sobre la cama del Rey, y le mostró dónde estaba durmiendo Azra: boca arriba, con las manos y pies colgando del candelabro ubicado en el centro de los aposentos. Lucas y Végrand rieron tan fuerte que Azra se despertó confundido y con dolor de cabeza, pero al advertir la situación, se unió a las carcajadas.

Más tarde, Azra se reunió con Aris para ponerse al día respecto al estado de Dúblarin y ultimar los detalles de la Conquista y de su futura coronación como emperador. El Rey sentía una sed tremenda, un pesado cansancio y un dolor punzante en la cabeza.

—Adivinaré —dijo Aris—: otra noche de alcohol con el paladín y el herrero. —Observó que Su Majestad solo respondió con una risita—. Tráiganle un jugo fresco de pomelo con hierbas de menta a Su Majestad —ordenó a los guardias, al tiempo que exhalaba un suspiro.

Mientras Azra bebía su jugo, escuchaba con atención a su consejero quien le rendía cuentas acerca del gobierno de Dúblarin en su ausencia; lo que más le alegró oír fue que se estaba avanzando con la construcción del eventual «Palacio Supremo de Justicia», y que la culminación de su infraestructura no estaba muy lejana.

También se contentó al oír de boca de Aris que la figura de la nobleza parecía haberse apaciguado, sin nuevos incidentes aparentes; y que, si bien los derechos y libertades del pueblo llano estaban en aumento, aún quedaba mucho por hacer para alcanzar el ideal de igualdad social.

Y por fin llegó el momento de hablar acerca de la última firma a plasmarse en el Tratado de Sangre: la de Sajatia, el último reino sometido.

—No vamos a mandar a ninguno de los escribas hasta allá —resolvió Azra—; ya has de estar al tanto de lo que pasó con uno de nuestros ancianos en el reino de Osgánor camino a Sajatia. —Vio como Aris asintió, y continuó—. Los escribas y tú son demasiado viejos para un viaje así; tendremos que mandar a jóvenes paladines previamente instruidos por los escribas para que consigan esa firma en Sajatia.

«¿"Viejo"? Pero si solo tengo cincuenta y tres años; me queda media vida todavía... Más o menos —pensaba Aris—. Pero si ello me va a librar de tener que hacer semejante viaje...».

—Me parece una sabia y prudente decisión, Majestad —le respondió—. Y ahora que tenemos bajo nuestro poder a los reinos septentrionales del continente, podemos enviar por mar a un grupo de paladines en una balandra para que ellos y sus caballos se ahorren una buena parte del viaje, y solo cabalguen lo indispensable una vez estén en el norte.

—Sí, es cierto; Tsabacius no tendrá ningún inconveniente en que desembarquen en Roliama.

—Aun así, vamos a necesitar documentos firmados por usted con su puño y letra, y su sello, Majestad; solo para estar seguros.

—Avernos. —Azra hizo una mueca de fastidio—. Burocracia y más burocracia... Ah, y... Aris: que bajo ninguna circunstancia se atrevan a cruzar por el bosque Boshaller; no queremos que la bruja hostil que vive ahí destruya nuestro Tratado de Sangre. Ni a nuestros paladines, claro.

Aris asintió repetidas veces mientras tironeaba de su bigote con las yemas de sus dedos.

Durante uno de aquellos largos días de espera por el regreso de los paladines con la firma restante en el Tratado de Sangre, un pequeño y veloz navío proveniente del oeste sorprendió a los dublarinenses al acercarse a su reino.

Dos miembros de la Guardia Real informaron a Su Majestad que una embarcación, fina y larga, con estructura de madera y una gran vela cuadrada, estaba anclando entre el extremo suroeste de Dúblarin y el noroeste de la Espesura Boscosa.

En el navío solo viajaban dos seres, quienes no tardaron en desembarcar y en emprender vuelo hasta las puertas del Castillo Real. Llegados allí, pidieron a los guardias que hacían de centinelas la posibilidad de hablar con el Rey, puesto que tenían un importante mensaje que entregarle por parte del príncipe Galodoen Helithrindor.

Azra ordenó a sus guardias que les concedieran el paso a los viajeros y los condujeran hasta el tercer nivel del castillo. Así lo hicieron: seis guardias escoltaron a los dos seres hasta la Sala del Trono; el Rey se hallaba en su asiento sobre las escalinatas; y más abajo, a su izquierda, se encontraba su consejero.

Al verlos, Azra se sintió maravillado: los dos seres que tenía enfrente eran regios, altos y esbeltos; de cabello largo y lacio; orejas terminadas en punta; tez clara y ojos de un color vibrante que intensificaban sus miradas penetrantes.

«Estos dos... —pensaba Azra— tienen una presencia imponente. ¿Qué querrán?».

Kalemera, filoi —dijo uno de los viajantes, en una lengua que Azra, Aris y los guardias no comprendieron—. Mi nombre es Kháladrim Potadrosia, y quien me acompaña es Aranion Selrodena.

—Venimos desde el Principado Élfico —continuó Aranion—: Su Alteza, el príncipe Galodoen Helithrindor, nos ha enviado para hacerle llegar su propuesta, rey Azra Mirodi —anunció, mientras sacaba desde el interior de su larga y holgada túnica verde con capucha, un pergamino enrollado, atado con una tira de cuero.

Uno de los guardias tomó el pergamino y se encaminó hacia las escalinatas; se detuvo, dudando si debía subir para alcanzárselo a su monarca, o si debía entregárselo al Consejero del Rey. Finalmente Azra le hizo un ademán con su cabeza para que se lo pase a Aris, y que sea él quien lo examinase.

El Consejero lo desenrolló y comenzó a leer detenidamente. Fue solo por un breve instante, pero Lord Aris abrió sus ojos en grande; no se esperaba que les ofreciesen una alianza desde el Principado Élfico. Se lo informó de un modo parsimonioso a Su Majestad, sin quitarle la visión de encima al pergamino que aún sostenía en sus manos.

—¿Una alianza? —dijo Azra, con su ceño fruncido.

—Así es —intervino Kháladrim—. Su Alteza espera que su inminente imperio y el Principado, puedan llegar a ser buenos aliados y socios comerciales; y los invita cordialmente a nuestras tierras para poder discutir estos asuntos con el detalle que se merecen.

—¿¡A la tierra de los elfos!? —se entusiasmó Azra—. ¿¡De verdad!?

«Mmm... —reflexionaba Aris—. Así que los elfos... ya están bastante al tanto».

—Antes de brindar una respuesta desmesurada; déjennos un momento a solas con Su Majestad para discutir este asunto —pidió el Consejero.

—Ya veo... —musitó el Rey, quien se volvió hacia sus guardias—. Sírvanle deliciosa comida y bebida a estos elfos mientras tanto; seguramente han de estar cansados por su viaje.

Los dos elfos se inclinaron con ligereza en un gesto de agradecimiento, y salieron escoltados por los guardias.

—Aris, ¡quiero viajar al Principado Élfico ya mismo! —confesó Azra, sonriente.

—Majestad, si me permite... Al margen de que a mí también me parece una oportunidad que podría resultarnos muy provechosa, le aconsejo no aceptar todas sus propuestas tan... a la desesperada; ello podría ser tomado como un signo de debilidad, y en consecuencia, se menoscabaría nuestra posición negociante.

—Avernos; no había pensado en eso —recapacitó el Rey—. Supongo que como de costumbre, has de tener razón. Bien, tendré más cuidado entonces —prometió entre risas.

Luego de discutirlo unos breves instantes, el Rey y su consejero convinieron que al día siguiente, se dispondrían a viajar al Principado Élfico.

—Suerte que ni tú ni los ancianos fueron a Sajatia; serán un gran apoyo para mí en esta aventura diplomática.

—Bueno, sí; es verdad. Aunque... —Bufó—. Quien será momentáneamente la autoridad máxima del reino en nuestra ausencia, será el alto dignatario restante. —A Aris no le convencía demasiado la idea de que sea Marcius Lotiel quien estuviese a cargo durante ese tiempo.

—No seas tan duro con Marcius —se rio Azra—. Lo hará bien; además, no serán tantos días. —Se levantó de su asiento y comenzó a descender con ligereza por el aire al suelo, con el afán de comenzar a prepararse.

—Así lo quieran los dioses —terminó Aris, al tiempo que se ponía de pie.

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