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Capítulo XVIII - De la Conquista: el Reino Rendido

Después de la sumisión de los reinos de Alberlania y Osgánor, sus monarcas se encontraban inmersos en una amarga sensación de zozobra ante la perspectiva de que el rey dublarinense, en su próxima «visita», traería consigo el Tratado de Sangre.

No obstante, Azra les había manifestado que tenían la posibilidad de escoger: podían elegir entre firmar aquel solemne documento y subyugarse bajo el gobierno central de Dúblarin, o bien, negarse y enfrentar las duras consecuencias. Tanto el monarca alberlino como el soberano osganense optaron por la primera opción.

Así, luego de ochocientos kilómetros de cabalgata desde el sur de Alberlania con dirección al noroeste, Azra Mirodi y su ejército ya se encontraban cerca de su próximo destino: el reino de Roliama.

Tanto los paladines dublarinenses, como los sanapedrinos y los ciparfenses, a medida que ascendían hacia tierras más septentrionales, podían sentir con mayor fiereza el clima frígido propio de aquellas regiones.

Azra, por su parte, se mostraba como alguien muy sensible al frío: tenía su torso ataviado con varias capas de lana gruesa para protegerse del viento helado; sobre ellas, vestía un manto de piel de ciervo, cálido y robusto; su cuello, rodeado por una amplísima bufanda; mientras que sus manos, se encontraban resguardadas dentro de guantes de cuero forrados con piel de oveja.

—Parece ser que Azra, el Invulnerable, será derrotado por el clima del norte de Kilinn Landen —le dijo a Lucas en tono jocoso, quien cabalgaba a su lado izquierdo.

—Qué exagerado —repuso entre risas—. ¿Y qué harás entonces cuando tengamos que acudir ante el gélido reino de Sajatia?

—Morir de frío —contestó el Rey, encogiéndose de hombros—. Hablando en serio, ¿cuánto falta para que lleguemos a Roliama?

—Pues... no lo sé —respondió Lucas, con una mueca de ignominia—. Se me da muy mal el cálculo de las distancias y el tiempo.

Azra se volvió hacia su derecha, con el afán de hacer esa misma pregunta a Marcius, quien también galopaba a su lado, pero el General le contestó antes de que se la formulara.

—Estamos a poco más de dos semanas, mi señor.

Azra resopló fastidiado.

—Bueno, al menos nuestros paladines estarán bien descansados para entonces. —«Aunque también puede que ya estén hastiados por toda esta travesía»—. En todo caso, ¿crees que tengamos que librar batalla contra ellos? —le preguntó a Marcius—. Después de todo, ellos huyeron de nosotros.

—Según como yo lo veo, mi señor: se volvieron a sus dominios con la intención de esperarnos —señaló el General al tiempo que se alzaba de hombros—: no es lo mismo un enfrentamiento directo que tratar de repelernos desde sus propias fortalezas.

—¿Y eso por qué implicaría una ventaja mayor para ellos que aliarse con otros dos reinos? —inquirió el Rey.

—Por las enormes fortalezas que custodian a su ciudad capital... y por los hadas, mi señor —respondió Marcius frunciendo sus labios—. Roliama tiene hadas: seres que podrían enfrentarlo en los cielos, y que también pueden conjurar hechizos.

Aquello no impresionó al rey dublarinense.

Más tarde en esa misma jornada, cuando ya expiraba el día y la oscuridad de la noche invitaba a descansar de sus fatigas a los hombres y a sus corceles, el ejército detuvo su marcha con el afán de revitalizarse y de reanudar el viaje a la mañana siguiente.

Azra se encontraba sentado en el suelo frente a una extensa hoguera, acompañado por Marcius y Lucas, en tanto miles paladines estaban situados a sus espaldas.

«Nunca me hubiese imaginado que terminaría desafiando a todos los reinos del continente —reflexionaba el Rey, entretanto fijaba su visión hacia las llamas—. Aunque tampoco nunca hubiese previsto que...». Y en sus pensamientos melancólicos se le apareció Kitsune. Y luego Aurora. Y luego aquel recuerdo denominado por las gentes como La Noche del Golpe a la Familia Real. Al conmemorar aquello, observó a Marcius, dándose cuenta de que algo no le cuadraba.

—Oye, Marcius, ¿dónde estabas en La Noche del Golpe a la Familia Real? Pues, no apareciste sino hasta la mañana siguiente.

«¿A qué demonios viene esa pregunta surgida desde la nada misma?», pensó el General en Jefe al tiempo que sus mejillas se tiñeron con un cierto rubor por el incómodo interrogante de Su Majestad que lo tomó por sorpresa.

—Si... si mi señor me exige que le cuente la verdad acerca de... de esa noche...

—Suéltalo ya —lo animó Azra, con una sonrisa ilustrada en su semblante.

Lucas Láutnent fingió desviar su atención hacia otro lado, aunque en verdad agudizó su oído, cargado de curiosidad, preparado para escuchar lo que el General estaba por contar.

Marcius Lotiel suspiró.

Esa noche... —empezó, en tanto un atisbo de vergüenza afloraba en su voz— cuando vi que quien irrumpió en el Castillo Real era un ser tan poderoso y tan lleno de cólera... temí: temí por mi familia, y decidí volverme a mi vivienda en el segundo nivel con mi esposa y mi hija, por si era preciso defenderlas, y lograr que ellas pudieran escapar.

—Y ¿qué es lo que te avergüenza de eso?

—Que soy el General en Jefe, y se suponía que mi deber era proteger con mi vida si era necesario, a la Familia Real; así lo juré por los dioses el día que asumí tal cargo, pero deshonré ese juramento.

—No seas tan rígido —dijo Azra en un tono afable—. Puede que encuentres deshonor en no cumplir con ese estúpido juramento, pero... sinceramente, desconfiaría de alguien que esté dispuesto a abandonar a la suerte a su propia familia por el deber; lo consideraría como a alguien peor que la escoria misma.

Marcius sonrió.

—¿No crees tú lo mismo, Lucas? —le dijo el Rey a su amigo, sonriente.

—S-sí, sí; no podría estar más de acuerdo con esos principios.

—Ya veo, conque dejarías morir a tu rey ¿no es así? —dijo Azra en tono jocoso; luego, se volvió al General—. Marcius, córtale la cabeza a este insensato.

—Como mi señor ordene. —Marcius desenvainó una de sus espadas con un siseo metálico que resonó en el aire.

—Pero ¿por quééé? —protestó Lucas, con una sonrisa de incredulidad—. ¡Si sólo dije que haría lo mismo que el señor Marcius contó que hizo!

Marcius dejó escapar una risa sutil mediante un sonido gutural, y Azra soltó una carcajada.

*******

Doce días más de cabalgata fueron necesarios para que el rey Azra y su ejército lograsen atravesar los límites del noroeste de Alberlania, y en consecuencia, adentrarse por fin en los umbrales del reino de Roliama. No tuvieron que avanzar mucho más para situarse a solo dos kilómetros de la capital, Nápolan.

Desde esa distancia, el ejército de Dúblarin ya podía divisar a sus enormes y extensas murallas, y entre ellas, se encontraba la majestuosa metrópoli: con sus cinco niveles superpuestos, cada uno ascendiendo sobre el anterior, la gran ciudad presentaba una elevación de más de doscientos metros en su punto culminante.

Nápolan se hallaba circundada tanto por su frente y sus costados por un terreno semi-ondulado, con escasa presencia de árboles y dominado por un relieve de un fulgor verde, donde las puntas de sus hierbas estaban salpicadas por una tonalidad blanquecina a causa del clima frío del lugar. En cuanto al paisaje que se extendía a espaldas de la urbe, se trataba de numerosas montañas de bases rocosas, con laderas prolíferas y cimas coronadas por mantos de nieve.

Entre medio de aquel entorno es que se erguía, imponente, la capital de Roliama ante los invasores de Dúblarin, rodeada totalmente y de manera circular por altísimos muros negros construidos con roca de cuarcita pulida.

En el nivel más bajo de las murallas, orientadas hacia el este, se interponían las enormes puertas dobles que constituían la entrada principal, elaboradas con roble robusto y reforzadas con gruesas barras de hierro.

En esos mismos instantes, y cuando ya era de noche, Azra advirtió que sobre el cielo, la tenue y anaranjada luz que irradiaba la luna, reflectaba a dos seres que se mantenían en el aire: de estatura similar o incluso menor a la de un humano, de complexión esbelta y cabellos radiantes... aunque su característica más notable eran sus alas: cubiertas por un plumaje blanco, nacidas desde los omóplatos, extendiéndose en línea recta hacia atrás y descendiendo con firmeza hasta la cintura.

—Esos seres... son... —murmuró, deslumbrado. Nunca los había visto hasta ese momento.

—Hadas, mi señor —le respondió Marcius.

«El qí de Marcius supera al de cualquiera de los hombres de mi ejército —cotejaba Azra—, pero el qí de esos individuos supera al de él con facilidad».

Ambos seres alados, quienes ya habían avistado al ejército dublarinense, y notando su cercanía a las puertas de la capital, se dieron la media vuelta y aletearon dirigiéndose de manera rauda hacia el interior de Nápolan.

Azra y Marcius discurrieron que se estaban regresando con el fin de alertarle a la ciudad que Dúblarin ya estaba encima, y que, por ello, tenga por listas las maniobras defensivas que se desplegarían por detrás de las murallas para intentar resistir y evitar ser subyugados como estaba sucediendo con el resto de los reinos de Kilinn Landen.

Tuvieron razón parcialmente.

Los hadas sí transmitieron el aviso de que, dada la cercanía de Dúblarin, era momento de actuar tal y como lo había ordenado el rey Tsabacius.

A pesar de que los dublarinenses confiaban en las habilidades de su monarca y en sus destructivas ráfagas de poder que servirían para abrirse paso, en sus mentes rondaba un ápice de preocupación debido a las colosales defensas que tenían enfrente y a los contraataques que podrían recibir eventualmente.

Sin embargo, los dublarinenses se sorprenderían en demasía: mientras avanzaban a paso lento sobre sus monturas, las gigantescas puertas de roble de la entrada a Nápolan se abrían con la misma parsimonia, mediante un sonido crujiente, largo y pesado.

Azra, Marcius y el resto del ejército, observaban con recelo y una atención cabal, el modo en que esos enormes portones se abrían ante ellos. Alcanzaron a divisar que, sobre los muros, había una pluralidad de centinelas apostados sobre los torreones situados a los costados de las compuertas... pero ninguno parecía dispuesto a lanzar flechas para rechazarlos.

A medida que las compuertas se deslizaban, el interior de la parte más baja de la gran ciudad comenzaba a revelarse de a poco; frente a los dublarinenses, aparecieron hombres con armaduras, espadas envainadas y antorchas en mano, cuyo fuego aluzaba el color esmeralda de sus corazas, identificándose así como paladines roliamanos... aunque no estaban dispuestos en formación combativa, lo cual sugería que no tenían el afán de librar un enfrentamiento.

Enseguida, tres jinetes se aproximaron al rey Azra y al general dublarinense.

—Rey Azra Mirodi de Dúblarin... —dijo el jinete del medio, mostrando un semblante duro. Luego, encauzó su mirada a Marcius—. Y asumo que el hombre a su lado es su general... —Observó el gesto afirmativo de Marcius y luego se volvió a Azra—. Soy Vipsanius Agripa, el general supremo del ejército de Roliama. —Suspiró con pesar—. Su Excelencia, el rey Tsabacius, sabía que vendrían y, conociendo el propósito de su visita, los invita cordialmente a adentrarse en la mayestática capital de su reino, prometiendo no levantarse en armas, si Dúblarin promete lo mismo.

Azra y Marcius intercambiaron miradas, mostrando una mezcla de sorpresa y alivio. Los labios fruncidos de Azra reflejaban cierta duda, mientras que las cejas levantadas de Marcius denotaban asombro. Aun así, ambos se asintieron con la cabeza en un gesto de concordancia.

—Lo último que deseamos es desatar un conflicto armado —declaró Azra—. De buena gana nos comprometemos a no hacer uso de la fuerza si del otro lado se nos ofrece docilidad; no causaremos daño alguno a su ciudad ni a sus gentes.

—Su Excelencia desea reunirse con usted para ultimar detalles —le replicó Vipsanius—; la diplomacia es todo lo que nuestro rey desea esgrimir. Sus hombres pueden ingresar a nuestra gran ciudad, si así les place. —Con un gesto de invitación, dio la media vuelta con su montura y les pidió que lo siguieran hacia el interior de Nápolan.

De ese modo, el rey Azra y sus hombres se adentraron pacíficamente entre los muros de la capital roliamana. Fueron atravesando el primer nivel de la ciudad, el más bajo y extenso de los cinco, que albergaba a la mayor parte de la población: el pueblo llano; principalmente, campesinos.

El aspecto de ese primer nivel se percibía como un ambiente rústico y tranquilo: moradas campestres, construidas con materiales sencillos, como madera, barro y paja; el terreno de esa parte de la ciudad presentaba ligeras ondulaciones, sin pavimentar, de tierra y cubierto de hierbas, vagamente alumbrado por múltiples antorchas y por el resplandor natural que emanaba la luna.

Tras seguir al general Vipsanius y a sus hombres durante un breve trayecto, Azra y los suyos llegaron al corazón del primer nivel de la ciudad: una vasta plaza destinada al esparcimiento y descanso de la plebe del reino. Allí, un amplio sendero de piedra gris, tallada en forma de caracol, se abría paso en espiral hacia arriba, sirviendo como ruta para ascender al segundo nivel o descender desde ahí hacia el primero.

Una fracción del ejército de Azra, sin embargo, permaneció en el primer nivel, aprovechando para establecer una base en el extenso campo verde que les ofrecía un lugar de reposo y que aseguraba su presencia en la ciudad, evitando congestionar los caminos de acceso.

Tanto los hombres que ascendían como los que permanecían abajo eran observados con curiosidad por los campesinos roliamanos, sorprendidos por su inesperada llegada.

Al ascender por Nápolan, Azra y sus paladines se encontraron con el segundo nivel de la ciudad. Aquel nivel era de la mitad del tamaño del primero y estaba ocupado por una clase media que no era privilegiada ni pertenecía al campesinado, dedicada al comercio con los habitantes tanto del nivel inferior como del superior; entre ellos podían encontrarse a mercaderes, artesanos y joyeros.

Los comerciantes, al notar la presencia de tantos hombres, no dudaron en intentar concertar negocios con ellos: a pesar de la nacionalidad extranjera de los recién llegados, buscaron venderles una variedad de productos que iban desde alimentos y vestimentas, hasta ostentosos artículos de joyería.

Al llegar al segundo sendero que llevaba al tercer nivel, Vipsanius advirtió al rey de Dúblarin que tantos hombres no podrían continuar subiendo, ya que el espacio se reducía drásticamente en los tres niveles superiores. Por lo tanto, Azra decidió ascender sólo con Marcius Lotiel y Lucas Láutnent, mientras su ejército permanecía en las dos primeras secciones de la ciudad.

A medida que ascendían, los dublarinenses contemplaron con maravilla cómo el batir de las alas de un grupo de hadas surcaba el manto oscuro del cielo sobre sus cabezas.

—Qué seres tan fenomenales —manifestó Lucas, admirado, en tanto su visión estaba encauzada para arriba.

—Yo también podría subir volando hasta donde tenemos que ascender—murmuró Azra, hastiado—, y me ahorraría todo este largo trayecto.

—Y ¿por qué no solo vuelas y ya está? —rio Lucas.

—No sé, no quiero parecer descortés —contestó Azra, alzando sus hombros—, nos pidieron que los sigamos hasta donde se sitúa el rey de este lugar, y somos algo así como sus invitados..., creo.

—Mi señor —lo llamó Marcius en voz baja—, usted viene aquí a someter a todo este reino; no actúe como un mero invitado y manténgase firme en todo momento —le sugirió.

Azra recapacitó, le dio la razón y procuró actuar con firmeza el resto de la estadía.

Ascendieron al tercer nivel de la metrópoli, mucho menos espacioso y aún menos poblado que el anterior, ofreciendo residencia a los miembros de la nobleza roliamana. Allí, el suelo estaba compuesto de mármol blanco; la iluminación era superior a la de los niveles anteriores debido a un conjunto de antorchas y faroles de aceite colgados sobre los muros claros; y las viviendas, se mostraban espaciosas y regias, construidas con piedra caliza y madera de roble. «Las palpables diferencias que existen con respecto a la clase social pobre que sí trabaja y ha de pagar impuestos», pensó Azra al contemplar la suntuosidad de aquella clase social acomodada.

Luego, arribaron al penúltimo nivel de Nápolan, reservado para el clero. Con un tamaño comparable al anterior, ese estrato albergaba una amplísima catedral que deleitó la visión de los dublarinenses con sus gamas multicolores que resplandecían incluso durante la noche; varios monasterios y estatuas blancas que representaban a tres de las cuatro deidades principales de Oikesia, circundadas por otras de menor tamaño en tonos grises dedicadas a las divinidades secundarias que veneraban los roliamanos. La población en ese nivel era aún más reducida, ya que los miembros del clero se comprometían al celibato, renunciando al matrimonio y a formar familia para consagrar su vida a la devoción y al rezo por el bien del reino.

Finalmente, Azra, Marcius y Lucas, guiados por el General Supremo y un puñado de sus hombres, dieron con el quinto y último nivel de la majestuosa capital de Roliama.

En el nivel más alto de todos residía exclusivamente la realeza del reino. Solo podían acceder a ese nivel los altos cargos, la guardia privada del rey y aquellos a quienes el propio Tsabacius les permitiera el acceso.

Estando allí, los dublarinenses se toparon con los guardias, decenas de hombres formados en grupos de cinco a cada lado del camino; presentaban corazas y yelmos de tonalidad esmeralda y capas color cian, sostenían largas lanzas y voluminosos escudos.

Azra, Marcius y Lucas pasaron por entre medio de esa hilera de hombres, mientras los guardias permanecían erguidos con firmeza a ambos lados del sendero.

Vipsanius los condujo hasta la Ciudadela, la fortaleza máxima del rey roliamano, comparable en tamaño a un castillo. Los guardias que custodiaban las puertas las abrieron, permitiéndoles entrar, al tiempo que Vipsanius los hizo pasar al interior de la estancia, que estaba intensamente iluminada: por la luz de la luna que entraba por los ventanales del techo; por las múltiples velas colocadas sobre cada mueble; por las antorchas, colgadas sobre las paredes y sobre los candelabros; y por la gran chimenea que calentaba el lugar.

Dentro de la estancia, los dublarinenses avistaron a más guardias y al rey Tsabacius, sentado en la punta de una larguísima mesa rectangular cargada de carnes, frutas, verduras y jarras de agua y vinos especiados. A su lado, erguido, se hallaba un hombre delgado y menudo con cabello color ceniza: su senescal, Aurelio.

—¡Dublarinenses! —clamó el senescal Aurelio—. ¡Se encuentran ustedes ante el rey Tsabacius Justinianus I de Roliama! ¡Hincar sus rodillas ante la magnánima presencia de Su Excelencia!

Azra, Marcius y Lucas intercambiaron miradas de incredulidad; el rey Tsabacius, en un gesto de ignominia, apoyó el codo en la mesa y se llevó una mano a las sienes, moviendo la cabeza ligeramente de un lado a otro debido a la insensatez demandada por su senescal.

—Discúlpeme, Su Excelencia... —le susurró su senescal—. Me salió de forma natural por el protocolo..., por costumbre —se excusó.

—Rey Azra Mirodi —empezó Tsabacius, al tiempo que se levantaba de su asiento—, volvemos a vernos las caras... —Se fijó en Marcius—. Y también con su general... Aunque a ese muchachito es la primera vez que lo veo —dijo, refiriéndose a Lucas—. En todo caso, sean bienvenidos al gran reino de Roliama.

Marcius y Lucas asintieron con la cabeza en un gesto de agradecimiento y cortesía.

—Me alegra que a diferencia de los otros reinos, intentes la vía de la diplomacia en primer lugar, Tsabacius —dijo Azra.

—Y yo me alegro que me la ofrezca —replicó el monarca roliamano—. Estuve considerando lo planteado por usted aquel día en el sur de Alberlania, y quisiera que ultimáramos detalles. En privado, por favor, de soberano a soberano. —Advirtió que Azra se volvió a sus paladines—. Sus hombres pueden acudir a la estancia que está contigua a la derecha, donde también habrá comida y bebida, y su ejército puede quedarse en los dos primeros niveles de la ciudad; no hay inconveniente. —Dio dos aplausos con firmeza—. Todos fuera de la estancia —ordenó—; solo me quedaré con el rey dublarinense.

—¿Por todos se refiere también a toda su guardia, Excelencia? —le preguntó su senescal, extrañado.

«Si este individuo quisiera atacarme, inútil me resultaría toda mi custodia», contestó dentro de sus pensamientos el rey Tsabacius.

—Sí, no habrá problema —respondió sin embargo.

Aurelio les hizo un ademán a Marcius y a Lucas, y les pidió que lo siguieran; Vipsanius, los paladines y los guardias roliamanos que ahí se encontaban, comenzaron a abandonar la estancia.

—Tenga mucho cuidado con todo lo que beba y todo lo que coma, mi señor —le previno Marcius a su rey en voz muy baja—; existe la probabilidad de que intenten envenenarlo.

Azra abrió sus ojos en grande; no se había representado esa posibilidad. Asintió con su cabeza a Marcius y le dio dos palmadas en el hombro.

—Soy capaz de sentir las presencias de todos los de aquí cerca —le advertía Azra a Tsabacius—, si intentan lastimar a mis dos hombres, me daré cuenta de inmediato.

Tsabacius lanzó una carcajada.

—¿Qué recela, Azra Mirodi? ¿Qué ganaría yo, matando a sus dos hombres? Solo que su ira caiga sobre mí y mi reino. —Emitió una risita—. Puede confiar en mi palabra, por los dioses le prometo que no tengo planeado que nadie salga lastimado de aquí, ni tramo artimaña alguna.

Azra torció la boca para esbozar lo que fue una media sonrisa; no sintió que el soberano de Roliama estuviese mintiendo. Los paladines y los guardias no tardaron en salir de la Ciudadela, y tampoco en cambiarse de habitación Marcius y Lucas, conducidos por el senescal de Roliama.

Cuando solo quedaron Azra y Tsabacius, el rey dublarinense se sentó al costado derecho del monarca roliamano, dejando un asiento de distancia entre ellos.

—De alguna manera, me alivia que haya sido usted el vencedor del enfrentamiento contra Alberlania y Osgánor —comentó Tsabacius. Al notar la expresión perpleja de Azra, soltó una risa gutural—. Bueno... Si el rey Friedrich o el rey Herald lo hubiesen vencido, habrían buscado mi cabeza por traicionarles. Aunque eso me hubiese gustado verlo, pues dentro de nuestra capital, somos fuertes. —Mordió una pata de pollo.

—Y si aquí dentro son tan fuertes, entonces, ¿por qué aceptar las condiciones que expuse en nuestro primer encuentro en Alberlania, sin enfrentarme? —Azra seguía receloso.

—Porque vi lo que es capaz de hacer, Azra Mirodi. —Bebió un trago de vino—. Usted mismo nos enseñó esa ráfaga explosiva que es capaz de ejecutar; mis murallas no resistirían, y no quisiera que fueran destruidas.

»Esas murallas, fueron construidas hace cientos de años con roca de cuarcita pulida, y se tardó más de un siglo en levantarlas; hay quienes dicen que más de dos siglos. —Sorbió un poco más de vino al tiempo que sacudía su cabeza—. No, señor Azra Mirodi, sé a quién tengo enfrente, y lo que es capaz de hacer. No quiero que mi capital se vea mancillada; conozco mis limitaciones. Además, ya estamos hartos de tanta guerra y conflictos con otras naciones. —Soltó un suspiro de aflicción—. Y aunque me apene admitirlo: a estas alturas, nos encontramos debilitados.

—Pero... ¿y los hadas? ¿Qué hay de los hadas? —cuestionó—. Puedo percibir con claridad que superan con facilidad cualquier poder humano.

El rey Tsabacius emitió una risa ronca y en seco antes de replicar.

—En efecto: los humanos no son los únicos ciudadanos de Roliama, también tenemos hadas, pero... solo son alrededor de tres millares, y la mayoría de esos seres se encuentran a más de mil trescientos kilómetros de aquí..., en el apacible valle de Ingles, donde se sienten más a gusto que en la capital.

—Aun así ¿no serían fuerzas suficientes para enfrentar a un ejército de humanos? —preguntó, arrugando su entrecejo. Azra no comprendía por qué un reino que contaba con seres cuya fuerza superaba a la de la raza humana, se abstenía de aprovecharlos, circunstancia que le despertaba un ápice de desconfianza, pues él quería estar seguro de que la aparente sumisión de Roliama fuese genuina.

—Es cierto que los hadas son seres más poderosos que los humanos —admitió con un tono afable—, pero solo son un bastión defensivo para Roliama... A cambio de vivir en el reino, tienen la obligación de defenderlo si es que nuestras tierras están bajo ataque, pero... ellos no son guerreros, al menos no los hadas de mi reino. Y si lo fueran, tampoco querría mortificarlos más...

»Esos seres huyeron desde el continente de Gribin Hormoze hasta Kilinn Landen luego de que los dragones invadieran el reino de los hadas y de los brujos hace casi tres décadas atrás, asesinando a la mayoría de ellos... —Apretó sus labios y levantó sus cejas, abriendo en grande sus ojos marrones—. Los dioses no verían con buenos ojos a un rey tan cruel.

«No tenía idea... de que ese era el motivo por el cual hay hadas aquí», pensó Azra; no obstante, trató de ocultar su sensación de asombro, y decidió ir al grano.

—¿Entonces? ¿Roliama acepta subyugarse y reconocer a Dúblarin como su gobierno central?

—Si usted está aquí con todo su ejército luego de enfrentarse a Alberlania y a Osgánor... No es un cálculo muy difícil de hacer, señor Azra Mirodi; lo que usted expuso aquel día en el sur del reino vecino no eran meras fanfarronerías. —Tsabacius dejó transcurrir un breve silencio—. Últimamente, en Kilinn Landen, están apareciendo seres excepcionalmente poderosos —dijo, con un tono estrambótico—, más de lo que un reino humano puede combatir, me temo... Así que sí, Roliama acepta subordinarse a Dúblarin de manera pacífica, y a cambio esperamos no tener que lidiar con consecuencias negativas.

—Un momento, ¿a qué te refieres con... lo de seres excepcionalmente poderosos?

—Me refiero a que su fuerza es sorprendente, Azra Mirodi, pero no es usted el primer ser con semejante clase de poder con el que nos cruzamos. Me refiero a la verdadera causa del fin de la Guerra Tripartita.

Azra ya no pudo ocultar su sensación de pasmo.

—Los emisarios que fueron a mi campamento en Alberlania me dijeron algo diferente —expresó molesto—. ¿Cuál fue el verdadero fin de esa guerra?

—Bueno... Roliama siempre ha considerado que el bosque Boshaller le pertenece, pues no creemos que se trate de una casualidad que la diosa secundaria que es de nuestra veneración, la Diosa del Ecosistema, haya colocado montañas al sur de ese espacio natural para separarlo de Alberlania, o un río en el este para separarlo de Osgánor... pero cuando intentamos establecer una especie de base paladínica para defender nuestro bosque, en el punto culminante de esa guerra, Alberlania y Osgánor también se adentraron en aquel lugar...

»Fue entonces cuando los tres ejércitos nos encontramos con que, en las profundidades septentrionales del bosque Boshaller, se alojaba un grupo de hadas... junto a su líder: una bruja.

«¿Una bruja?». Azra comenzaba a sentirse verdaderamente intrigado.

—¿Perdieron contra ese ejército de hadas y esa bruja? Y esos hadas, a diferencia de los de tu reino ¿sí son guerreros? —quiso saber, sin poder evitar que un ápice de desasosiego le aflorara en la voz.

—No lo sé. —Tsabacius enseñó un semblante apesadumbrado—. No llegamos a combatir a ese grupo de hadas. La bruja... pudo derrotarnos a los tres ejércitos por sí sola. Según me enteré, lo hizo por medio de varias ráfagas de poder, similares a las suyas.

—Debe ser alguien demasiado poderosa —comentó impresionado, rascándose su lampiña barbilla en un gesto reflexivo. Azra se imaginaba a aquella bruja como una anciana horrenda y lúgubre. «Si lo que me dijo es verdad, tengo que tener mucho cuidado si me cruzo con esa bruja... y al menos por ahora, evitar el cruce por ese bosque».

—Supongo que ahora que está al tanto de ello, ya no le resultará tan extraño que Roliama acepte subordinarse, y que no quiera tener que lidiar con seres de su naturaleza... Sin ofender, claro. Además, contar con un monarca poderoso como usted al frente del gobierno central que propone, podría ser útil en caso de que alguno de los reinos deba defenderse de amenazas como la bruja... —Dio un aplauso enfático—. Pero pasando a lo importante: me gustaría saber en qué consiste exactamente la anexión de Roliama a Dúblarin bajo su gobierno central.

Azra le hizo saber a Tsabacius que la sumisión se formalizaría mediante la firma del Tratado de Sangre, y le explicó a grandes rasgos los aspectos que allí se concertaban, prometiendo que en su próxima visita volvería con aquel solemne documento y sus escribas, quienes le brindarían una explicación más detallada y clara antes de proceder a la firma.

—Hmm... —Meditó durante un momento las explicaciones generales vertidas por Azra—. Conque, mi título se reducirá de rey a regente; mantendremos nuestras riquezas, aunque deberemos acoplarnos a un nuevo sistema impositivo; Roliama seguirá teniendo su propio gobierno, aunque supeditado por los eventuales Decretos Imperiales, vinculantes a todas las provincias... —Tsabacius pronunció con pausada calma cada palabra, procesándolas con atención y manteniendo un semblante serio y reflexivo.

—Tus observaciones son correctas, Tsabacius. Ten en cuenta que el sistema impositivo que implementará el imperio no será solo una obligación, sino también un beneficio que percibirán las provincias a través de la coparticipación que realizará el gobierno central. Y los Decretos Imperiales tendrán por finalidad última el bienestar del pueblo llano.

—Ya veo... He de admitir que no me esperaba un pacto tan radical como un Tratado de Sangre, pero puede contar con que suscribiré a tal documento, aunque sí que me gustaría, de manera previa, oír las explicaciones más amplias y detalladas de sus escribas, como acaba de prometerme... —Dio una bocanada de aire seguida de un aplauso enfático como clausurando el tema—. No sea tímido: sírvase cuanto quiera de beber y de comer, que me avergüenza ser el único que está cenando.

Azra accedió; se sentía hambriento, pero teniendo en mente lo que le había dicho su general, pese a la verosimilitud de las palabras de Tsabacius, decidió ser cauteloso, y solo bebió de la misma jarra de la que se sirvió él, y cortó porciones de la misma carne que el monarca roliamano había elegido... aunque si por él hubiese sido, se habría devorado todo lo que tenía en frente, pero se contuvo.

Más tarde esa misma noche, ya de madrugada, Azra, Marcius y Lucas tuvieron alojamiento en la mismísima Ciudadela, en donde descansarían para partir en la mañana siguiente. Allí, consensuaron que ya era momento de volver a Dúblarin.

—Movernos desde aquí hasta Sajatia sería una locura, incluso hasta para mí —admitió el Rey entre risas—. Creo que nuestros paladines ya acumularon suficiente desgaste, además debemos liberar a los ciparfenses y sanapedrinos; no quiero abusar de ellos.

—Después de seis largas lunas, por fin volveremos a casa —se alegró Lucas.

—No te pongas tan contento todavía —le dijo Azra—; aún debemos someter al último de los reinos, y ese será el viaje más largo y pesado de todos. Por eso considero que es mejor reponer energías en Dúblarin antes de concretar aquella última travesía.

—Su Majestad es una figura demasiado exigente —bromeó Lucas.

—Una muy sensata decisión, mi señor —intervino Marcius, escrupuloso—. Nuestros paladines necesitan reponer sus energías y estar en óptimas condiciones para lo que se viene. Los dioses quieran que me equivoque, pero... —Suspiró—. Sajatia será el reino más difícil de someter; es posible que nos enfrentemos a fuerzas con las que no hemos luchado hasta este momento.

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