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Capítulo XV - De la Conquista: el Tratado de Sangre

Un ciclo lunar después de acaecida la batalla en la Pedregosidad Colinosa, Azra y su ejército lograron retornar a Dúblarin, fatigados y desgastados.

Los miles de soldados dublarinenses que volvieron se reunieron con sus familias para descansar hasta su próxima partida, que sería hacia el norte del continente.

Sin embargo, no todos los hogares pudieron recibir a sus seres queridos: hubo varias familias que lloraron a sus caídos en las batallas de la Espesura Boscosa y en el reino de Sanapedrid.

Entretanto, las nuevas sobre la victoria de Dúblarin sobre los reinos aliados del sur no tardó en difundirse: los voceros reales se encargaron de anoticiar tanto a la región occidental como a la remota región oriental del reino.

Al margen de la nobleza, que no respaldaba el accionar del Rey ni sus decisiones, hubieron algunas voces disidentes en el pueblo llano que expresaban preocupación por la ambición de Azra Mirodi, temiendo y sosteniendo que sus ansias de poder podrían llevar a Dúblarin hacia un destino desafortunado o a la ruina; no obstante, la mayoría del pueblo, apoyaba y confiaba en su monarca.

Así, mientras se corría la voz acerca de la victoria del rey Azra y se comentaban sus planes, acciones y extraordinarios poderes, el Consejero del Rey, asistido por tres de los escribas, y escoltado por un grupo de jóvenes paladines que habían permanecido en el reino para mantener el orden interno durante la primera etapa de la Conquista, partieron al meridiano para que los aún monarcas sureños firmasen el Tratado de Sangre y se sometieran a Dúblarin.

Una luna de viaje les llevó atravesar la Espesura Boscosa por el lado oeste y cruzar el río Silvícola por el puente centro para arribar a Sanapedrid. Llegados a umbrales de aquel reino, los paladines sanapedrinos que montaban guardia en la desembocadura del puente, avistaron a un grupo de hombres portando un estandarte en el que se destacaba una enorme águila color cobrizo. Al reconocer el emblema del reino de Dúblarin, comprendieron de inmediato que se trataba de los enviados del rey Azra Mirodi.

Lord Aris Crateso quiso explicar el propósito de su comparecencia, anunciando su intención de reunirse en una audiencia con el rey Cisnerus De Borbón, enseñando el tratado que llevaba consigo. Pese a ello, los paladines sureños, con expresiones airadas, le replicaron de manera hosca que ya estaban al tanto de quiénes eran y a qué venían.

Con ese recibimiento nada amistoso, Aris y su comitiva cabalgaron hasta la capital, avanzando hacia el castillo del rey Cisnerus; sin embargo, no viajaron solos: lejos de ser escoltados, estuvieron rodeados durante todo el trayecto por las fuerzas paladínicas de Sanapedrid, quienes mantenían una actitud vigilante y desconfiada.

Los restantes días de viaje, se tornaron sumamente incómodos para los dublarinenses, añadiendo una sensación de hastío provocada por el pesado clima de aquel reino. «Creo que no me pagan las suficientes monedas de plata y oro para tener que soportar esto», se quejó Aris en su fuero interno.

Hasta que por fin llegaron a Castella, a umbrales del castillo del rey sanapedrino. Sobre las murallas se mecían largas banderas de un vibrante tono dorado, con la cabeza de un toro de mirada penetrante y de gesto severo de fondo.

Fueron avistados por los paladines que montaban guardia desde los torreones, quienes dieron aviso; luego, los dublarinenses fueron recibidos por el asesor Reynald Disol y un grupo de guardias; no les dieron la bienvenida y los guiaron hacia el interior del castillo de su soberano. Aunque no maltrataron directamente a los dublarinenses, sí los destrataron: los dejaron aguardando en una estancia designada como sala de espera durante poco más de dos velas de tiempo, sin ofrecerles asientos, comida o agua, rodeados por los guardias de aquel Castillo Real.

Después de ese lapso, Reynald condujo a Aris y a los tres escribas a una sala en donde auditarían junto con él y Su Magnificencia, custodiados por otro puñado de guardias.

El ambiente, tal y como Aris y los escribas se esperaban, era denso; Cisnerus y Reynald mostraban semblantes rígidos y miradas penetrantes.

Luego de presentaciones solemnes, Aris colocó el enorme Tratado de Sangre sobre la mesa de mármol blanco. El Tratado, confeccionado en un pergamino hecho de piel de cordero y de un color marfil ajado, contenía cláusulas que abordaban únicamente asuntos de carácter generales, innegociables y que hacían a la sumisión de los reinos a Dúblarin, reconociéndolo como su gobierno central y a Azra Mirodi como único monarca del continente; el resto de tópicos particulares, podrían discutirse y negociarse cuando todos los firmantes se reuniesen en el día de coronación de Su Majestad Azra Mirodi como emperador de Kilinn Landen.

De entre los temas generales que contenía aquel solemne documento, como las obligaciones impositivas de las futuras provincias imperiales en favor del gobierno central; el régimen de coparticipación del gobierno central para con sus provincias; el acatamiento de los Decretos Imperiales del futuro emperador; la administración de la justicia; o la obligación de las provincias de defenderse entre sí ante amenazas externas por fuera del imperio, lo que más captó el interés de Cisnerus, fueron las obligaciones de pago de impuestos y la coparticipación, demandando con un tono áspero explicaciones detalladas al respecto.

Aris y los escribas explicaron de manera exhaustiva que en el nuevo orden que se establecería, las provincias imperiales tendrían que contribuir todos los ciclos lunares al pago de impuestos en favor del gobierno central del continente, para sostener y fomentar actividades y beneficios que harán al funcionamiento del imperio en su conjunto: garantizar la seguridad y la defensa; financiar la construcción y mantenimiento de infraestructuras: como posadas, albergues, puertos y muelles para facilitar y mejorar el comercio y la comunicación entre las provincias del imperio; además de que parte de los impuestos serían destinados para proyectos académicos: como la creación de institutos y bibliotecas para fomentar la educación; así como también se dirigirían al financiamiento de fines culturales y de esparcimiento, como celebración de festivales y torneos.

En cuanto al régimen de coparticipación, explicaron que a las provincias imperiales se les redistribuiría de manera equitativa, también una vez por luna, parte de los ingresos generados por el imperio, teniendo en cuenta tres factores: extensión de la provincia, cantidad poblacional y sus necesidades concretas; solo así se lograría de manera justa el desarrollo local y una mejora en la calidad de vida de los habitantes.

Luego de la explicación proporcionada por los dublarinenses, el rey Cisnerus, aunque encontraba la lógica detrás de las cuestiones fiscales y demás asuntos volcados en el Tratado, y hasta le resultaban factibles los supuestos beneficios que expusieron ante él, experimentaba una rabia insoportable nacida de la impotencia que lo embargaba: aquellas condiciones que le detallaron con tanta elocuencia, se las estaban imponiendo como consecuencia de la invasión de su reino, la derrota de su ejército y la sumisión forzada por parte del rey de Dúblarin.

Luego de una inhalación y exhalación profunda en medio del tenso silencio, Cisnerus finalmente se decidió; se volvió hacia su derecha, mirando a su asesor con una mueca desazonada.

—Alcánzame la navaja, Reynald —le dijo, en tono imperativo. Una vez que tuvo el elemento cortante en su mano, antes de firmar, se dirigió a Aris quien estaba sentado a su izquierda; esta vez, con un tono más débil—. ¿Por qué hacen esto? —inquirió Cisnerus.

—Por la paz —contestó el alto dignatario de Dúblarin con un semblante apático; sus antebrazos sobre la mesa y sus dedos entrelazados—. El continente necesita poner fin a sus interminables conflictos y concentrarse en mejorar la vida de sus habitantes. Solo alguien con la visión y, sobretodo, con el enorme poder de nuestro señor, puede lograrlo... pero para construir el imperio que tanto anhelamos, necesitamos la cooperación de todos los reinos. Será para el bien de todos los pueblos.

«Este cínico también plantea que lo hacen "por la paz" —meditaba Cisnerus—. Quisiera clavarle esta navaja entre medio de sus ojos, pero... —Recordó las amenazas proferidas por Azra en la Pedregosidad Colinosa—. Malditos... dublarinenses».

Luego, encauzó con su entrecejo surcado de arrugas la parte final del Tratado de Sangre, advirtiendo que en la parte inferior había un espacio reservado para las firmas de los reyes que se someterían al gobierno central de Dúblarin, y cuyos títulos se reducirían a «Regentes de Provincia».

No obstante, en esa última parte del Tratado, se expresaba lo siguiente: «Se firma el presente ejemplar de un mismo tenor y a un solo efecto, jurando los firmantes de sangre, cumplimentarlo en todas sus partes, en nombre del Dios de la Muerte y del Destino, poniendo sus vidas y almas a Su disposición, para que, en caso de incumplir con lo juramentado, les sean arrebatadas de inmediato mediante Su divino juicio». Allí, Cisnerus observó que el monarca Azra Mirodi no colocó su firma en sangre, sino, que estaba escrita en tinta, y a su lado, sobre cera de lacre, el sello de Dúblarin: era la cabeza de un águila en perfil, con su cuello erguido y su mirada vigilante dirigida hacia el horizonte.

—Azra Mirodi no firmó con su sangre —objetó—. ¿Me quieren ver la cara de idiota?

—Porque me temo que eso es algo imposible —replicó Aris—. Su Majestad no sangra; no puede ser lastimado... Ningún arma tiene efecto en él, pero... supongo que a eso usted ya lo sabía.

A Cisnerus le constaba; él mismo atestiguó cómo una gran cantidad de flechas rebotaron contra el cuerpo del rey Azra sin siquiera inmutarlo. De todas maneras, Aris faltó a la verdad en ese aspecto: Azra le explicó que sí podía ser lastimado por las armas humanas, solo que nadie tenía el poder suficiente para empuñarlas con la fuerza necesaria para dañarlo, pero que si él mismo intentara cortarse con una navaja, podría sangrar; no obstante, Aris le aconsejó que era preferible mantener oculta esa verdad, ya que si él aspiraba a convertirse en una figura tan emblemática y poderosa como el futuro emperador de todo un continente, era crucial infundir temor y respeto entre los habitantes. Al ocultar su capacidad de sangrar, se preservaría su imagen de invulnerabilidad, lo que reforzaría su posición de autoridad sobre los reinos subyugados.

—Entonces fírmelo usted mismo por él, al costado de su sello —intervino Reynald—. Si usted es el asesor del rey de Dúblarin... o... bueno, consejero, le dicen allí, tiene funciones de representación para con su monarca —arguyó.

—Estoy de acuerdo con mi asesor —lo desafió Cisnerus—; firmaré el Tratado de Sangre, pero será después de ti, Aris Crateso.

Aris miró a sus escribas, y los tres ancianos le susurraron que lo argumentado por los sanapedrinos era razonable, pero que no habría problema en que él lo firmase, pues Su Majestad pensaba cumplimentar con lo allí vertido en su totalidad.

Aris resopló. «Cada vez estoy más convencido de que no me pagan lo suficiente por todas las cosas que debo de hacer», se dijo.

Así, el Consejero del Rey dublarinense tomó la navaja que le dio el rey Cisnerus y se preparó para rasgarse con moderación las yemas de sus dedos índice y medio; al hacerlo, volcó su sangre en un pequeño cuenco redondo hecho de arcilla que servía de recipiente, de bordes curvados color blanco, puesto sobre la mesa por uno de los escribas de Dúblarin.

Una vez el cuenco contenía la sangre de Aris Crateso, sirviendo como tintero, el anciano de más avanzada edad entre los escribas, Amancio, sentado a la derecha del alto dignatario de Dúblarin, sacó de su túnica una muy peculiar pluma; con su pulso tembloroso, se la pasó a Aris.

—Aquí... tiene la pluma, milord —dijo Amancio, con un tono de voz pausado y débil.

La pluma era de color celeste tenue cuyo mango largo y delgado era de tonalidad blanca hecho de cartílago; Aris mojó su punta hundiéndola en el cuenco, tornándola de un color carmesí oscuro y, al trazarla sobre el pergamino, la pluma escribió con su propia sangre, inmortalizando su firma en el Tratado de Sangre.

Luego de asegurarse de que el cuenco y la pluma estuvieran limpios y libres de la sangre previa de Aris, el soberano de Sanapedrid se preparó para firmar. Sin pronunciar una palabra, indicó al dignatario dublarinense por medio de un ademán que le pasara el Tratado. Vertió su propia sangre en el cuenco, humedeció la pluma y se dispuso a estampar su firma. Mientras lo hacía, agitaba la cabeza y mascullaba maldiciones con un gesto severo.

A partir de ese momento, Sanapedrid quedó sometido a Dúblarin de manera oficial.

Culminando la reunión, los escribas procedieron con meticulosidad a entregar a Reynald una copia fiel del documento, asegurándose de que cada detalle firmado en el original estuviera presente y a disposición.

En ese momento, las puertas de la sala se abrieron con brusquedad, revelando la figura desafiante de un joven con aspecto treintañero; vestía ropas finas y holgadas, adornado con una capa púrpura; su cabellera rubia oscura contrastaba con unos ojos azules que desafiaban a todos los presentes en la estancia.

—¡No pudimos detenerlo! —soltó uno de los guardias.

—¡Lo sentimos, Magnificencia! —se disculpó otro de ellos con Cisnerus.

Se trataba del príncipe de Sanapedrid, hijo y heredero de Cisnerus: Fernand De Borbón.

—¿¡Vas a entregar el reino a los dublarinenses!? —interrumpió con vehemencia y un ostensible ceceo—. ¡No puedo permitir eso! —Se dirigió directamente hacia la mesa donde estaban su padre, el asesor, Aris, y los escribas.

—¿¡Qué haces aquí!? —lo reprendió Cisnerus—. ¡Te prohibí participar en esta reunión porque no eres capaz de razonar!

Los guardias y Reynald intervinieron para detener y calmar a Fernand, mientras los escribas lo observaban turbados. Aris, por otro lado, se mostraba imperturbable, sin mostrar signos de alteración.

Con su ímpetu algo más aplacado, Fernand se acercó a la mesa, parándose a la derecha de su padre, quien estaba sentado en el lado extremo; observó con desdén el Tratado de Sangre, ya irremediablemente firmado por su padre, y luego lanzó una mirada furiosa a Aris, quien estaba sentado frente a él.

—Soy perfectamente consciente de que no podemos atacar a los enviados del reino de Dúblarin, pero... —Fernand, airado, lanzó un escupitajo en la cara a Aris—. Azra Mirodi no especificó nada sobre el contacto con la saliva.

«No —pensó Aris, sin mover un solo músculo de su cara—. Definitivamente no me pagan lo suficiente». El alto dignatario de Dúblarin se limpió la saliva de su cara y, aún con su mueca inexpresiva, se levantó, se despidió cordialmente de los sanapedrinos y se retiró junto a los escribas, llevando consigo el Tratado de Sangre, listo para trasladarlo ahora a Cíparfa.

Cuando los dublarinenses abandonaron el castillo, y en la estancia en que se había celebrado la audiencia solo quedaron Cisnerus, Fernand y Reynald, el ambiente quedó rígido.

—Madre no hubiera permitido semejante acto de cobardía si aún siguiera aquí —reprochó Fernand a su padre al tiempo que salía de la sala.

Cisnerus lanzó un largo suspiro.

—Reynald, tráeme una botella de vino especiado y luego déjame estar solo —le ordenó con una voz apagada.

—Lo que Su Magnificencia ordene.

—Reynald —lo volvió a llamar—. Que sean dos botellas.

Entretanto, Lord Aris Crateso, los tres ancianos y el puñado de paladines ya estaban partiendo para Marsilleau, la capital de Cíparfa; solo tuvieron que cruzar el río Aguascaldeadas por el puente y, en solo media vela de cabalgata, como si se hubiesen movido de una barriada a otra, arribaron al reino vecino y a umbrales del castillo del rey Francois Lepierre.

Llegado ya el crepúsculo, descendieron sobre el suelo marsillense, terroso como el de Castella, pero de un marrón más oscuro y más húmedo, como si fuera fango seco. Tras la advertencia de los guardias del castillo, el encargado de recibir a los dublarinenses fue el asesor Clusó.

La recepción por parte de los ciparfenses resultó menos hostil que la de los sanapedrinos: el rey Francois y su esposa, la reina Lauréne, hicieron esperar a Aris y su comitiva durante un tiempo considerablemente menor que Cisnerus en una estancia amplia e iluminada por una pluralidad de antorchas, adornada con banquetas de piedra gastada y rodeado por estandartes que se erguían sobre soportes de madera; la insignia nacional constaba de un imponente gallo con plumaje resplandeciente sobre un fondo color oro envejecido.

Al rato, les permitieron entrar a la sala en que se celebraría la audiencia a Aris, a los escribas e incluso a los paladines, aunque desarmados. Sobre la mesa, se disponía una variedad de frutas frescas, así como agua y vino, servidos por un copero.

Los reyes, el asesor y los guardias de aquel reino, observaban con miradas punzantes y cejas arqueadas a los dublarinenses; aun así, procedieron a escuchar lo que Aris y los tres eruditos tenían para decir. El alto dignatario de Dúblarin y los escribas explicaron los asuntos generales e innegociables que embargaba el tratado con la misma elocuencia que habían expuesto ante los sanapedrinos más temprano.

Luego de toda esa charla, llegó el momento de la firma del soberano ciparfense. Francois tenía frente a él: el Tratado de Sangre, el cuenco con su sangre y la pluma; observó con sorpresa la firma en sangre de Cisnerus. «Así que los dublarinenses han llegado a doblegar incluso a alguien tan testarudo como tú, primo...», fue lo que pensó.

—No tienes que firmar ese tratado si no quieres, Francois; no me convence —le susurró la reina.

—No es que quiera hacerlo, querida mía —le respondió en voz baja, con una mueca que atisbaba pesadumbre—, pero... Debiste verlo; ese individuo..., no solo no es humano, es demasiado poderoso. No podemos hacerle frente... Visto lo visto, esto es lo más prudente que podemos hacer. —Frunció sus labios al ver como su esposa se cruzó de brazos y le puso una mala cara. Luego, al estar a punto de humedecer la punta de la pluma en su sangre, observó que el nombre del dios que no debe nombrarse, estaba escrito de manera explícita—. ¿Quién escribió el nombre del que no debe nombrarse con su nombre real? —quiso saber, mirando a Aris y a los escribas.

—Fui yo —contestó Aris, sin más.

—Pues pobre de usted —replicó Francois con una sonrisa fingida, y se dispuso a incorporar su firma en sangre.

A partir de ese momento, los reinos del sur quedaron solemnemente subyugados bajo la autoridad del gobierno de Dúblarin, reconociéndolo de manera expresa y en nombre del Dios de la Muerte y del Destino, como su gobierno central. 

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