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Capítulo XIV - De la Conquista: los Reinos Meridionales de Kilinn Landen


El cielo de Sanapedrid estaba cubierto por nubes amplias y grisáceas. Aun así, los rayos del sol lograban filtrarse con facilidad a través de ellas, azotando al entorno con el calor habitual que solía padecerse en ese lugar del continente.

Unas cuantas gotas de lluvia habían repiqueteado contra el suelo arcilloso momentos anteriores, levantando una humedad caliente que intensificaba las condiciones climáticas en aquel reino.

Por su parte, el ejército dublarinense y su rey, acababan de ingresar a territorio sanapedrino por el noreste. Los paladines y el General en Jefe se encontraban con un humor hosco, agobiados por el pesado clima con el que no estaban acostumbrados a lidiar.

«¿Cómo es posible que estos hombres estén tan acalorados? —Azra no lo comprendía; él no tenía ni una sola gota de sudor—. Es cierto que el clima es un poco más cálido que en Dúblarin... pero no me parece para tanto».

—¡Marcius! —lo llamó el Rey, quien cabalgaba casi a su lado—. Si están tan fatigados, podríamos hacer una parada y descansar, para que se revitalicen.

—No nos conviene, mi señor —replicó el General por medio de un jadeo—; ya nos adentramos en territorio enemigo, y descansamos ni bien cruzamos por el puente... Deberíamos tratar de llegar a la capital de este reino lo antes posible: si los dioses nos sonríen, someteremos a Sanapedrid antes de que Cíparfa se involucre.

El General en Jefe sabía que un grupo tan numeroso de paladines, a medida que se introducía cada vez más en las profundidades de un reino ajeno, sería visto por el enemigo más temprano que tarde y, siendo consciente de la cercanía de la capital de Sanapedrid, Castella, con la capital de Cíparfa, Marsilleau..., rogaba a los dioses poder enfrentarse a los reinos aliados por separado... Pero su petición, incluso para los dioses, era demasiado.

Tal fue así, que, el paisaje de Sanapedrid, árido y ondulado, presentaba una sucesión de colinas rocosas de tonalidades amarronadas terrosas. Sobre esas colinas que servían como atalayas naturales, solían apostarse los centinelas del reino: vigilias camuflados entre las grietas de las rocas y los polvillos terrizos, encargados de vigilar el territorio y alertar ante cualquier intrusión o irregularidad.

Así, desde la lejanía y la altura de una de las colinas, uno de ellos vislumbró al enorme grupo dublarinense avanzando sobre las tierras de su nación, y supo que tenía que dar aviso con urgencia sobre la invasión enemiga a través del sistema de almenaras: el centinela encendió una antorcha y prendió fuego a la paja seca que estaba acumulada de modo estratégico bajo una altísima estructura de madera; la flama se propagó con rapidez y la almenara quedó envuelta en medio del resplandor de las llamaradas.

Desde lo lejos, otro centinela desde la cima de otra colina, pudo divisar desde su posición la almenara encendida por su colega. Se quedó observando con detenimiento, con una mueca de pasmo y sus ojos bien abiertos, asegurándose de que el fuego que estaba viendo fuese real y de que el humo no era una mera nube gris de tormenta, ya que nunca antes había visto la señal, llegándose a preguntar alguna vez si su trabajo en verdad tenía algún valor. Presuroso, corrió hasta su propia almenara y la encendió también.

Uno tras otro, los centinelas encendieron sus almenaras, creando una cadena de humo y fuego que se extendió por las colinas. El mensaje se propagó de manera ágil, y cuando la noche estaba cayendo, la colina más cercana al castillo del rey de Sanapedrid fue avistada por el último de los centinelas. Desesperado, se apresuró hacia el castillo para alertar a Reynald Disol, el Asesor Privado del Rey, quien era el consejero directo del soberano y encargado de ejecutar sus órdenes.

—¡Magnificencia! —El Asesor Privado del Rey ingresó a la Sala del Trono con una expresión turbada.

El rey Cisnerus De Borbón se quedó atónito por la entrada brusca e imprevista de su asesor.

—¡El reino está en estado de alerta! ¡Las almenaras! —Reynald mostraba una respiración agitada— ¡Han sido encendidas!

—¿Las almenaras del reino... —El rey Cisnerus, sentado en su trono, se puso rígido— han sido... —Ni Reynald ni los guardias que estaban dentro de la estancia se atrevieron a añadir palabra alguna mientras su monarca hablaba— encendidas? —«Solo se habían prendido una sola vez y hace muchísimos años..., por los dioses»—. ¡Enciendan la gran almenara de la cima del castillo para que Cíparfa lo vea! —«Espero que vengas en mi ayuda, primo... Las almenaras del reino no se encienden en vano; han de querer invadirnos... o destruirnos».

De ese modo, desde el imponente castillo del rey de Cíparfa, situado en las proximidades del de Sanapedrid y separado únicamente por el extenso río Aguascaldeadas, se avistó el resplandor del fuego que ardía en lo alto del castillo aliado.

Los vigilantes ciparfenses no tardaron en dar aviso a las autoridades del reino, incluyendo al rey y a la reina de Cíparfa, quienes se encontraban descansando en sus aposentos durante esos momentos.

—Manden a reunir a todos nuestros hombres —ordenó el rey Francois Lepierre, sin dudarlo—. Partiremos en breve.

Los mensajeros asintieron con una solemnidad franca y salieron a cumplir con lo demandado por su rey.

—Querido mío —le dijo la Reina—, ¿es necesario que partas tan repentinamente por el mero hecho de que una llamarada se haya encendido en el castillo del reino de tu primo? No deseo que te vayas.

—Mi reina —le respondió con una sonrisa cariñosa—, desde que mis antepasados y los antepasados de Cisnerus, Lepierre y De Borbón, ambas ramas familiares tomaron el sur de Kilinn Landen hace más de nueve siglos y se repartieron las tierras, hicieron un pacto de defensa y cooperación mutua que se mantuvo de generación en generación. No seré yo quien rompa ese pacto. Sanapedrid está llamando... y Cíparfa responderá.

La Reina lanzó un suspiro de resignación al tiempo que puso sus ojos en blanco.

—Hombres..., su honor y sus estúpidos pactos... Es por eso que las mujeres vivimos más que ustedes.

Una risa escapó de los labios del rey Francois.

—Querida..., lo sabes bien —acotó mientras se vestía—: quien haga caso omiso a un pacto ancestral, está condenado a ser maldecido por el dios que no debe nombrarse.

La esposa del Rey le clavó una mirada de tedio, como si su marido estuviese alegando una estupidez.

—Volveré pronto, mi reina —declaró con una sonrisa tenue—. Tengo la tranquilidad de que los reinos aliados nos hacemos fuertes cuando nos unimos... Y mientras yo no esté en nuestro reino, tú sola te harás cargo de gobernarlo por estos días. —Fue a darle un beso en la frente. «Espero que solo sean unos días».

Tan pronto como se iluminó el día cuando recién se despuntaba la jornada siguiente, las fuerzas ciparfenses partieron hacia el reino vecino. Debido a que el castillo del rey Cisnerus estaba en el extremo este de Sanapedrid y el de Francois en el extremo oeste de Cíparfa, tan solo separados por el caudal de agua dulce que funcionaba como una delimitación natural entre los reinos, Francois cruzó el puente sobre el río a paso relajado en caballo en menos de media vela, mientras que detrás de él aún llegaban el resto de sus hombres.

—Si nos hubieran atacado anoche, ya estaríamos muertos —expresó Cisnerus, con un atisbo de jarana en su voz.

—¿Esa es la bienvenida que le das a tu primo quien ha venido en tu ayuda? —respondió Francois con una risa amistosa—. Si las almenaras se encendieron recién anoche, significa que los intrusos no podrían haber llegado todavía. —Enseñó sus palmas y alzó sus hombros.

Cisnerus sonrió y abrazó a Francois a modo de saludo.

—Tan cerca estamos, y tan poco nos vemos —dijo el rey de Sanapedrid—; la última vez que nos reunimos tenías más cabello.

Francois Lepierre se presentaba como un hombre de contextura media y esbelta; con unos ojos verdes claros que se inclinaban hacia el gris; cabello negro exuberante a los costados, aunque su frente revelaba una calvicie pronunciada que se extendía hasta la mitad de su cabeza.

—Y tú estabas menos viejo —replicó Francois con una sonrisa radiante.

Cisnerus, por otro lado, era de constitución más robusta que su primo: con cabello largo color gris ceniza; una barba espesa y enmarañada de la misma tonalidad; su semblante surcado de arrugas y unos ojos celestes ajados.

—Aprecio mucho que hayas venido, primo —agradeció el soberano sanapedrino, y extendió su mano derecha.

—¿Para qué somos aliados sino? —Le estrechó la mano.

La tensión y la incertidumbre fueron creciendo con el transcurso de los días; pese a ello, las fuerzas aliadas del sur no perdieron el tiempo: se prepararon discutiendo y ensayando una pluralidad de estrategias teniendo en cuenta los distintos posibles escenarios y deliberaron cuál sería la manera de aprovechar mejor su propio territorio.

Entretanto, la población de la capital fue evacuada a los refugios rupestres que se encontraban pasando por el sur de Castella, con el afán de evitar que se vean envueltos en una eventual batalla. Con sus corazones intranquilos y una sensación de sobrecogimiento, los castellenses se resguardaron en los calurosos amparos meridionales del reino.

Una semana y dos días tuvieron que transcurrir desde que la primera almenara se encendió para que llegara información certera respecto a los intrusos del reino: el primer centinela que avistó al numeroso grupo enemigo y prendió la suya, finalmente se presentó, urgido, a umbrales del Castillo Real de su tierra, y se le otorgó una audiencia inmediata con los reyes de Sanapedrid y Cíparfa y sus respectivos asesores.

Los cinco se reunieron en una esplendorosa estancia privada, sentados alrededor de una larga mesa de mármol blanco donde los reyes ocupaban un extremo, sus asesores al costado de su respectivo monarca y el centinela en el otro extremo. La mesa estaba ricamente decorada con copas de vino, uvas verdosas y violáceas, almendras, nueces, avellanas, aceitunas y jamones... Pero tal era la tensión que la bebida y la comida sirvieron más como elementos decorativos que para el consumo.

—Las almenaras no fueron encendidas en vano, Magnificencias: un gran ejército se aventura para acá —informó el centinela con una mueca que denotaba su inquietud—. Estoy casi seguro de que se trata de Dúblarin.

Las muecas de preocupación se reflejaron en los rostros tanto de los reyes como de sus asesores mientras intercambiaban miradas.

—Así que es cierto... —murmuró Cisnerus. «Vienen a atacarnos».

—Si se trata de Dúblarin, debemos tener cuidado, Magnificencias: se dice que su nuevo rey es un poderoso mago —previno Clusó, el asesor ciparfense—, al igual que el mago rey de Sajatia... o peor.

—Mi colega está en lo cierto, mis señores —agregó Reynald—; se trata de un mago oscuro que, gracias al favor que obtiene del que no debe nombrarse a cambio de sacrificios, gana poder, según rumores que me han llegado de parte de la nobleza de ese reino; nobleza que también ha sido sometida por este usurpador.

—Se dice que la Noche del Golpe a la Familia Real de ese reino que implicó el derrocamiento de los Battendsor, fue perpetrada por ese solo individuo... —reflexionaba Francois en voz alta—. Si hay tantos rumores, algunos han de ser ciertos.

—Y a ese bastardo maldito no le bastó con usurpar Dúblarin, ¡ahora también quiere nuestros dominios! —Dio un puñetazo sobre la mesa. Luego, se dirigió al centinela—. ¿¡Cuántos son ellos!?

—No tuve mucho tiempo para contarlos, pero... Menos de veinte mil, seguro; una docena de millares, también es seguro... si es que incluso no superan ese número.

—Nuestras fuerzas unidas apenas y logran igualarlos, Cisnerus —señaló Francois mirando a su primo con su ceño fruncido y sus labios tensados—. La Diosa de la Luz y la Justicia no lo permita, pero parece que habrá múltiples bajas.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —consultó Cisnerus al centinela.

—Solo hasta mañana —replicó con un suspiro—. Al menos una primera oleada se asomará antes del mediodía, Magnificencia; estoy seguro.

Cisnerus se volvió a Francois.

—Podemos hacerlo, primo. Solo debemos saber aprovechar el terreno que se extiende sobre la región de Pedregosidad Colinosa, situada aquí al norte de la capital; y ganaremos —declaró—. Pero debemos partir y comenzar a prepararnos ahora. ¡Ahora!

Al alba siguiente, cuando la oscuridad de la noche recién se desvanecía y el firmamento comenzaba a tomar una tonalidad rosada y violácea bajo los primeros resplandores del sol color naranja pálido, el rey Azra Mirodi y su ejército se dirigían a paso discreto hacia el meridiano, avanzando entre las colinas de altura moderada que se extendían a su alrededor sobre un paisaje desolado, puesto que gran parte de la población se concentraba en la capital, o bien, se hallaba dispersa hacia el occidente, lejos de su ruta.

Así, el ejército dublarinense, cerniéndose cada vez más en las profundidades de aquella planicie colinosa, estaba ya a escasos kilómetros de Castella. No obstante, la batalla no llegaría a desencadenarse en la capital del reino.

—¿Crees que quieran escuchar nuestra propuesta sin pelear? —le preguntó el Rey a su general con cierta candidez.

—Eso sería... ideal, mi señor, pero lo dudo. —Hubo un silencio—. ¿Mi señor? —Marcius se extrañó al ver a su monarca con el ceño fruncido y los ojos cerrados.

—Marcius... —El Rey miró al General con una expresión de desasosiego—. ¿Qué tan cerca estamos de la capital?

—Ya estamos a muy pocos kilómetros, mi señor —respondió Marcius—. Por eso estamos transitando con cautela; debemos estar alertas.

—Pero, ¿qué tan cerca estamos exactamente? —insistió Azra—. No está la posibilidad que el ejército sanapedrino ya esté aquí presente ¿o sí? Es que... puedo percibir múltiples y pequeñas presencias a nuestro alrededor, aunque no estoy seguro de si las estoy confundiendo con nuestra propia armada y ellos se encuentran más adelante. —Suspiró—. Maldigo mi falta de capacidad para detectar el qí de manera precisa —expresó con una sonrisa de ignominia.

«Normalmente pensaría que se ha vuelto loco por tanto calor —se decía Marcius—, pero a juzgar por lo que pasó la última vez en la Espesura Boscosa... voy a creerle». El General en Jefe detuvo su marcha en su corcel negro y alzó la mano izquierda para que todos los paladines que lo seguían hicieran lo mismo. Marcius escudriñaba el entorno, esforzándose por detectar cualquier indicio del ejército enemigo sobre la tierra o entre las numerosas pendientes rocosas.

El General se percató de que habían avanzado por un amplísimo camino serpenteante, y que los rodeaban una pluralidad de colinas desde todos los puntos cardinales: la mayoría de los paladines dublarinenses se encontraban bordeando la agrupación de colinas que se desprendían desde el lado este; a su vez, Marcius y Azra, quienes avanzaban hacia el sur liderando la vanguardia, tenían frente a ellos otra sucesión de elevaciones pedregosas relativamente cercanas a su posición; del mismo modo, para el lado del oeste, también se extendían con firmeza una abundancia de colinas; y por detrás de ellos, desde el punto norte, la retaguardia del ejército recién se encontraba cruzando la curva en zigzag, con un denso conjunto de cerros polvorientos y rocosos a sus espaldas.

Cuando se detuvieron a modo de precaución, sintieron como si aquellas elevaciones naturales de terreno se cerrasen contra ellos, proyectando una atmósfera opresiva y amenazante que aumentaba la tensión en el aire.

En ese momento, los dublarinenses, desde su posición en el suelo, advirtieron con asombro el modo en que la tierra de las colinas comenzaba a agitarse, alzándose y desplazándose mientras una pluralidad de piedras pequeñas se deslizaba cuesta abajo mediante un sonido arcilloso. En ese preciso instante, desde las alturas del este, escucharon el resonar prolongado de un eco que se reprodujo en dos tiempos: ronco y profundo, reverberó de manera aciaga en todo el entorno; los paladines dirigieron sus miradas cargadas de incertidumbre hacia aquella dirección, comprendiendo en su interior que aquel pesado sonido... era de mal agüero.

Se trataba de los hombres de los ejércitos del sur, quienes aprovecharon a posicionarse de manera estratégica en las alturas de las colinas del lado oriental para observar con claridad los movimientos del ejército invasor y, cuando fuese el momento idóneo, llevar a cabo una embestida. Y ese sonido advertía que era el momento idóneo.

—¡EL ENEMI...! —Intentó gritar a pleno pulmón uno de los paladines de Dúblarin, pero antes de que pudiera terminar de vociferar su advertencia, una lluvia de flechas descendió desde las alturas para silenciar su voz, cubriendo el suelo circundante.

Así fue el modo en que dio comienzo el enfrentamiento en la Pedregosidad Colinosa.

En las colinas del lado oriental, se encontraban apostados arqueros en múltiples puntos de elevación, lanzando sus mortíferos ataques. Desde esa posición privilegiada, disparaban una abundancia de proyectiles sobre sus enemigos en el suelo, causando estragos entre las filas dublarinenses.

Entretanto, en la parte más alta y alejada de todo peligro, también desde las pendientes rocosas del este, estaban los reyes Cisnerus y Francois entre medio de sus respectivos asesores, contemplando el modo en que sus ejércitos se encargaban de neutralizar al reino invasor.

Ante la repentina descarga masiva de flechas, los paladines de Dúblarin y sus caballos, pavoridos y desventajados, se vieron obligados a retroceder hacia el oeste para resguardarse: huyeron cubriéndose con sus escudos de metal ligero, metal que también servía como armadura sobre los crines, lomos y flancos de sus caballos; aun así, varios hombres y corceles quedaron en el camino atravesados por cientos y cientos de flechas.

Sin embargo, aquella retirada no fue suficiente: los ejércitos del sur tenían un plan que habían diseñado previamente de manera meticulosa. Desde las colinas del oeste, norte y sur, una gran cantidad de sureños descendieron con una velocidad frenética en una arremetida coordinada: aguardaron el momento preciso en que los dublarinenses estuvieran a punto de ingresar a la capital a través de la Pedregosidad Colinosa. De ese modo, aprovechando la composición del terreno, los rodearon y encerraron entre las colinas, dejándolos atrapados sin posibilidad de escape.

Conscientes de que retroceder hacia el este significaría una muerte segura debido las flechas que lloverían desde las alturas, y bloqueados desde todos los demás puntos cardinales, los dublarinenses se encontraron completamente acorralados como presas en un fatídico semicírculo en que se desataría una carnicería.

Los paladines sanapedrinos y ciparfenses, portadores de escudos gigantescos y robustos, formaron una muralla impenetrable y, a través de pequeñas brechas sobre su defensa desplegaban sus lanzas y alabardas, largas y afiladas, permitiéndoles atacar a sus enemigos sin exponerse demasiado.

En simultáneo, los paladines de Dúblarin que se encontraban más expuestos contra los contornos del semicírculo, trataban de resistir con valentía, pero a medida que caían, el cerco se cerraba gradualmente; cada dublarinense caído significaba un paso más que los sureños avanzaban, reduciendo cada vez más el espacio y presionando a sus enemigos hacia lo que parecía una derrota inevitable.

—Nunca imaginé que aprovechar estas elevaciones traería resultados tan sorprendentes —comentó el rey Francois, sorprendido, desde lo alto de una de las colinas orientales—. Los dublarinenses no son capaces de resistir a los embates de nuestros hombres; ¡no tendremos bajas significativas como había previsto! —añadió con un tono cargado de complacencia.

—Te lo dije, primo —repuso el rey Cisnerus con una mueca de confidencia mientras observaba el campo de batalla montado sobre su corcel, de lado con Francois y detrás de los arqueros—. Los reinos aliados del sur no han caído antes y no lo harán ahora; no mientras estas colinas y los dioses estén de nuestro lado. —«Aunque no me quedaré tranquilo hasta que todo esto termine; los rumores sobre aquel usurpador del Trono de Dúblarin... Cuanto menos, son inquietantes».

La estrategia adoptada por el rey Cisnerus demostró ser una decisión táctica prudente al aprovechar al máximo los recursos disponibles y las ventajas del terreno; incluso, cabía ampliamente la posibilidad de que los dublarinenses no hubiesen podido revertir la situación abrumadora en la que se veían inmersos...

El único problema de los hombres del sur, sin embargo, fue un factor determinante del que no se preocuparon en demasía: el extraordinario poder del rey Azra Mirodi.

—¡Mi señor, estamos rodeados! —gritó Marcius, dirigiéndose a su rey con una mueca de zozobra—. ¡Necesitamos abrirnos paso! ¡Intente utilizar sus ráfagas de poder desde los cielos!

Azra, consciente de la gravedad de la situación y preocupado por el bienestar de su ejército, no vaciló en responder al pedido urgente del General en Jefe.

—¡Puedo hacerlo, pero ten en cuenta que sólo puedo lanzar dos ráfagas consecutivas y tal vez, una tercera y última de menor poder! —le advirtió—. ¡Luego es probable que me quede muy exhausto temporalmente!

—Con eso será suficiente; ¡hágalo ya! —farfulló el General.

Así, presuroso y con inmediatez, en medio del tumulto, Azra se elevó medio centenar de metros sobre el cielo, quedando suspendido en el aire ante la perplejidad de los sureños.

—¿Qué demonios es lo que está haciendo? —preguntó Cisnerus, observando con desconcierto al rey de Dúblarin quien se mantenía sobre el firmamento—. ¿Abandonará a sus hombres y escapará? —Soltó una risa nerviosa.

«Eso es lo que me gustaría —meditó el rey Francois, observando a Azra con su ceño fruncido—. Pero...».

—Va a hacer algo —señaló, con un timbre de voz en donde se reflejaba un atisbo de preocupación.

El rey de Dúblarin, mientras tanto, con su mirada encauzada hacia el sur, se preparó para desencadenar su primer embate en forma de ráfaga de poder: extendió sus dedos pulgares hacia adelante y pegó los costados internos de sus manos para comenzar a gestar su poderoso Enerblam. La ráfaga eléctrica, avivada con su qí, se arremolinó ante sus palmas para, acto siguiente, arrojársela a sus adversarios.

El ataque de Azra surcó los aires emanando un zumbido ominoso y chispeante que terminó estallando de manera inevitable contra las filas enemigas que acorralaban a los dublarinenses; al caer el destello del rey de Dúblarin, un grito de pánico se elevó entre las filas sanapedrinas y ciparfenses, llenando el aire con una sensación de desconcierto y horror.

Azra, con su estallido de energía emergiendo de sus manos, no hacía más que intensificar el caos al tiempo que ensanchaba cada vez más su poder con cada pulso de qí que le inyectaba, manipulándolo a voluntad. El Enerblam se desplegaba como en un rayo abrasador segando múltiples vidas de los paladines sureños; el estruendo del suelo desgarrándose bajo la ráfaga se entremezclaba con los alaridos de pavor y, finalmente, el ataque culminó con una pequeña explosión en aquella franja del campo de batalla, dejando un profundo cráter como cicatriz en la tierra.

Los miles de hombres que aún permanecían de pie sobre el campo de batalla quedaron atónitos, incluidos los propios dublarinenses. Azra no titubeó; giró hacia su derecha con dirección al oeste y desató por segunda vez su mortífera ráfaga eléctrica que destellaba un resplandor amarillo fulgurante: el segundo Enerblam, aunque menos destructivo que el anterior debido a la disminución de energía de Azra, resultó igual de funesto para los paladines sureños.

«Me comienzo... a sentir muy exhausto y agitado —comprendió el rey dublarinense mientras jadeaba con una mueca de cansancio luego de culminar su segunda ofensiva—. Pero creo que me quedan fuerzas para utilizar mi otra técnica».

Mientras las fuerzas sureñas comenzaban a flaquear y a desmoronarse, los monarcas, sus asesores y los arqueros situados en las colinas del este, observaban pasmados y aterrados: el rey de Dúblarin era tan terrible como habían escuchado.

Azra, sin perder un instante, volvió a girar hacia su derecha, esta vez apuntando al sector norte, y liberó de su palma derecha, el Ígneablam: una esfera de fuego color naranja brillante, menos vigorosa que el Enerblam pero más rauda y menos desgastante.

El Ígneablam no alcanzó las dimensiones que Azra habría querido, pero considerando el qí mágico que le restaba, fue suficiente para formar una bola de poder cuya circunferencia era de un tamaño equiparable al de una enorme rueda de carruaje. Así, la esfera ardiente se precipitó hacia las filas enemigas descendiendo con una rapidez vertiginosa; chocó contra el suelo y estalló en un torbellino de fuego y llamaradas, desencadenando una explosión, aunque de menor magnitud que las dos anteriores arremetidas.

La estrategia del rey Cisnerus estaba surtiendo efecto, y las filas de los paladines sanapedrinos y ciparfenses se estaban imponiendo en la batalla. Sin embargo, el sorprendente poder del monarca dublarinense cambió drásticamente el curso de los acontecimientos: en el tiempo que tarda una hoja en caer del árbol al suelo, el rey Azra Mirodi destrozó las líneas rivales, desestabilizándolas por completo y decantando la balanza a favor del ejército de Dúblarin.

«Terminé más exhausto de lo que creí —concluyó Azra mientras descendía con suavidad al suelo entre jadeos, transpirado y con sus brazos extendidos hacia abajo y su cabeza gacha—; si sigo utilizando más qí mágico... comenzará a drenarse mi energía vital».

Azra volvió a tierra junto a su ejército, quedando próximo a Marcius Lotiel una vez más entre medio del motín y la confusión que aún predominaban en el campo de batalla; no obstante, los dublarinenses ya no se hallaban acorralados. La impactante intervención de su monarca había revertido la situación otorgándoles la ventaja, embutiéndolos en un palpable estado de euforia. 

Aun así, pese a que los hombres de Dúblarin, incluido el General en Jefe, ya conocían parte de los poderes de su rey, aquello superó sus expectativas; experimentaron un profundo respeto hacia Azra Mirodi, aunque inspirado por un leve temor ante la magnitud de sus formidables habilidades.

—Marcius... —lo llamó Azra con una voz cansada, entre jadeos y sentado en el suelo debido al agotamiento que lo embargaba—. Estoy extenuado... El resto... lo dejo en sus manos —resolló.

—¡Ya hizo más que suficiente, mi señor; déjenos el resto! —farfulló el General—. ¡Protejan al Rey! —ordenó por medio de un contundente timbre de voz a los paladines que estaban a su alrededor.

De inmediato, ocho paladines dublarinenses formaron un círculo defensivo en torno a su rey quien se encontraba visiblemente fatigado, determinados a protegerlo.

«Creo que no era para tanto —pensaba Azra con una sonrisa en su semblante—, pero agradezco el gesto».

Los paladines dublarinenses, efervescentes y con sus ánimos renovados, no dudaron en lanzarse de inmediato al contraataque, aprovechando la abertura lograda por su monarca y la confusión, aturdimiento y desmoralización en la que habían caído sus oponentes a causa de la sensación de impotencia y estupefacción al ver cómo su estrategia inicial se desmoronó en tan solo unos instantes.

Mientras los hombres de Dúblarin iban ganando terreno en la batalla y tomando la iniciativa en la disputa, el rey Azra se debatía internamente: «Hubiese preferido... no tener que llegar a estos extremos... Con esos Enerblam y el Ígneablam... —Apretó sus labios. Azra no se atrevió a mencionar ni siquiera dentro de sus pensamientos que había cercenado tantas vidas—. Pero Marcius me lo pidió a gritos..., y ellos nos atacaron sin siquiera hablar o negociar con nosotros ¿verdad? —Su mente se quedó en blanco unos breves instantes mientras miraba al suelo y oía el estruendo del acero resonando en el aire y los alaridos belicosos—. Supongo que este es el camino amargo que se debe recorrer para unir a los reinos de Kilinn Landen bajo mi mandato y así lograr erradicar las injusticias. —Suspiró—. Pero si esto fue lo correcto..., entonces ¿por qué se siente como si mi abuelito me estuviese regañando y como si Aurora me repiqueteara la cabeza?».

Luego de su sucinta reflexión, Azra se puso de pie, aún cansado pero con la energía suficiente como para erguirse y elevarse en el aire; se quedó levitando para obtener una mejor visión del panorama y observó cómo las espadas y flechas de sus hombres empezaban a surtir efecto. Sin embargo, recordó que su objetivo era someter a los reinos, y no exterminar a sus fuerzas paladínicas. Sabía que la manera de detener el enfrentamiento era asegurando la rendición de los reyes sureños; dirigió su mirada hacia las colinas del este y no perdió tiempo en acudir ante ellos, en solitario, para evitar que los arqueros en sus posiciones tácticas sobre las laderas ascendentes hiriesen a sus paladines.

Azra emprendió vuelo hacia las colinas del lado oriental, dirigiéndose hacia el punto más alto de una de ellas, donde se encontraban los reyes sureños y sus asesores. En su camino, fue blanco de una andanada de flechas que, aunque le causaron una leve molestia por la sensación de piqueteo, resultaron ineficaces para dañarlo. Al darse cuenta de que las flechas no tenían efecto contra él, los sureños se sintieron sobrecogidos en gran escala al confirmar la veracidad de los rumores que sostenían la inmunidad del cuerpo del rey de Dúblarin contra las armas humanas. A pesar de las flechas y la sensación de fastidio, Azra hizo caso omiso de los arqueros y, con la mirada fija en los monarcas de Sanapedrid y Cíparfa, descendió ante ellos con firmeza.

Azra se erguía ante los asesores y los reyes, quienes estaban dispuestos en línea: el asesor Clusó, seguido por el rey Francois, el rey Cisnerus y el asesor Reynald. Al lado de Reynald, reposaba un enorme cuerno blanco moteado con manchas marrones tallado en marfil, de un tamaño imponente que lo obligaba a descansar sobre un soporte robusto.

El ambiente se cargó con una atmósfera densa y pesada; el aire mismo parecía haberse solidificado.

Los asesores observaban con una mezcla de pasmo y espanto a Azra con los ojos abiertos de par en par y sus manos temblorosas, ocultas bajo sus túnicas.

El rey Francois, por su parte, intentaba ocultar su inquietud tras una máscara de seriedad y desdén, pero sus ojos revelaban el temor que sentía por su seguridad. «Todo lo que se rumoreaba acerca de este maldito... resultó ser cierto», concluyó en su interior en tanto observaba disgustado las tres rayas negras del rostro de Azra.

En contraste, el rey Cisnerus mostraba una mezcla de impotencia y aborrecimiento, con las manos tensas sobre las riendas de su caballo y la mandíbula apretada con fuerza mientras sus ojos celestes pálidos fulguraban con un odio incontenible.

Azra carraspeó.

—Majestades... —quiso comenzar, dirigiéndose a los hombres que portaban una lujosa corona sobre sus cabezas.

No obstante, el rey Cisnerus lo interrumpió profiriendo a gritos maldiciones contra él; su cara enrojecida de furia.

—¡No nos importa qué clase de monstruo seas! —bramó cuando terminó de insultarlo y maldecirlo—. ¡Si quieres quedarte con nuestras tierras tendrá que ser sobre nuestros cadáveres!

Azra percibió un peculiar ceceo en la manera de hablar del rey de Sanapedrid; le resultó bastante extraño.

—¿Quedarme con sus tierras? —preguntó mientras sonreía con suavidad—. No, no es que quiera robarme sus tierras, sus riquezas, causar estragos o deponerlos a ustedes.

—Pero lo que le hiciste al rey Léofric II de Dúblarin y a su familia... —planteó Clusó, receloso.

—¡Eso fue algo totalmente diferente! —farfulló Azra. Luego, suspiró, y cuando quiso seguir hablando, fue interrumpido una vez más.

—Dices que no quieres apropiarte de nada, ni causar estragos ni deponernos... —La desconfianza con la que se expresaba Francois era evidente—. Pero entonces ¿por qué adentrarse a un reino ajeno con un ejército de ese tamaño? —inquirió con una mirada ceñuda—. Dinos qué planeas de una vez.

A Azra también le resultó muy peculiar el tono con el que hablaba el rey de Cíparfa; nunca lo había oído antes: enfatizaba con fuerza las sílabas finales mediante una entonación gutural.

—Pretendía utilizar la vía de la charla y la negociación primero, pero caímos en una emboscada antes de eso —dijo, enseñando las palmas y alzando sus hombros—. Quiero que sus reinos se unan al mío; quiero hacer de todo Kilinn Landen un solo gobierno en donde Dúblarin sea el gobierno central.

—¿¡Que todos los reinos queden sometidos bajo un solo gobierno!? —restalló Cisnerus—. ¿¡Al tuyo!? ¡No me jodas!

—Van a seguir gobernando sus tierras —explicaba—, nadie se las va a arrebatar... pero ya no ostentarán el título de reyes, sino que serán reducidos a regentes: solo habrá un monarca que seré yo, y los reinos se convertirán en provincias de un imperio. —Azra se esforzaba en recordar las palabras que Aris le había transmitido—. Tendrán un cúmulo de derechos, beneficios y obligaciones; aunque eso podrán hablarlo en mayor profundidad con mi consejero y mis escribas... En síntesis, necesito que el sur se me una en pos de un fin que trasciende el bienestar de un solo reino: el bienestar de todo un continente.

El rey Cisnerus comenzaba a sentir una impotencia insoportable.

—¡Eso es una locura! —exclamó Reynald; luego se volvió a su rey—. Magnificencia, ¡esto es totalmente inaceptable!

—Pueden aceptar mis generosas condiciones —intervino Azra con un tono amenazante—, o bien... —Señaló hacia el occidente—. Sus paladines seguirán siendo masacrados por los míos, o mejor aún, puedo volver a atacarlos con una de mis técnicas desde el cielo —mintió, pues todavía no tenía la energía suficiente para fabricar ni su ráfaga ni su esfera de poder; su semblante, una piedra.

«Este tipo... —pensaba el rey Francois— lo dice muy en serio».

—¡Estás loco! —espetó el rey de Sanapedrid—. ¡Los reinos del sur nunca se han doblegado hasta ahora y no lo harán! ¡Los reinos del sur...!

De repente, una espada fue lanzada hacia los pies del rey de Dúblarin, interrumpiendo la discusión con un sonido sordo sobre la superficie terrosa y pedregosa.

El rey Cisnerus emitió una bocanada de aire, sorprendido.

—¿¡Qué haces, Francois!?

Que un monarca arrojase su propia espada ante los pies de otro monarca, era considerado un gesto de sumisión, equiparable a hincar la rodilla.

—Ya discutiremos las condiciones, primo —repuso, con un timbre de voz apagado—. Nuestro deber como monarcas es velar por la seguridad de nuestra gente, y eso incluye a nuestros paladines —explicaba Francois, intentando que Cisnerus entrase en razón—; lo has visto con tus propios ojos: delante nuestro tenemos a un ser al que no podemos vencer —concluyó con un tono de resignación.

Una sensación amarga de abatimiento se apoderó de Cisnerus y, después de un breve pero incómodo silencio, desenvainó su espada.

—Reynald... —musitó—. Toca... toca el cuerno... tres veces.

—Pero, ¡Magnificencia! —Reynald miró a su rey con desconcierto.

—Te dije que tres veces, Reynald —repitió Cisnerus, denotando una impresión de humillación y frustración en su voz y su mirada.

—S-sí... Lo que Su Magnificencia ordene. —Descendió de su caballo y se preparó para resoplar aquel enorme cuerno.

Azra observaba sin emitir palabra alguna; no comprendía qué infiernos implicaba que el cuerno suene tres veces.

Reynald se decidió a tomar el cuerno, tal y como su monarca le había ordenado: sintió su superficie áspera y rugosa bajo sus dedos temblorosos, llenó de aire sus pulmones y procedió a resoplar con fuerza; un sonido reverberante se hizo presente en toda la Pedregosidad Colinosa mediante un eco pesado en los alrededores.

—Te maldigo, Azra Mirodi —declaró Cisnerus con su espada en mano.

El cuerno sonó una segunda vez.

—Que el dios que no debe nombrarse te juzgue con dureza, y deseo que su juicio te llegue pronto —continuó el rey sanapedrino, imprecando al rey invasor con una mueca de desprecio.

El cuerno retumbó por tercera vez consecutiva.

Finalmente, Cisnerus, con un gesto airado, arrojó su espada a los pies del rey dublarinense.

—No espero que lo entiendan ahora, mis señores —decía Azra, con una mirada seria y apática—, pero... La paz..., la verdadera paz, no puede lograrse a través de medios pacíficos, por paradójico que suene; voy a conseguirla por la fuerza si es preciso: me valdré de los medios necesarios para lograr un fin ideal y armonioso que sea capaz de perdurar, y cercenar las guerras provocadas por las altas sociedades, y los abusos de los poderosos a costa del pueblo llano —expuso, al tiempo que los asesores y monarcas sureños lo miraban con resentimiento, entendiendo que sus palabras eran huecas, arrogantes y absurdas.

Mientras Azra se situaba con firmeza sobre las colinas del este ante los gobernantes sureños, y el resuene del cuerno se había oído en tres tiempos ya, los paladines del sur comprendieron que sus monarcas estaban anunciando la rendición, y que carecía de sentido seguir peleando en una batalla que ya estaba perdida.

Los paladines dublarinenses observaron triunfantes cómo los sureños se rendían, soltando sus armas con impotencia y haciendo ademanes de renuncia al combate, alzando sus manos con semblantes de amargura, y recordaron que la finalidad planteada por su rey no era eliminar a los ciparfenses y a los sanapedrinos, sino, someterlos: así, dándose cuenta de que su objetivo ya estaba cumplimentado, cesaron su ofensiva.

La batalla en la Pedregosidad Colinosa había terminado: Dúblarin se alzaba como el vencedor ante Sanapedrid y Cíparfa.

Tras la rendición de los reinos sureños, el rey dublarinense hizo saber a Cisnerus de Borbón y a Francois Lepierre que en los próximos dos ciclos lunares enviaría a su consejero y escribas para formalizar las condiciones de sumisión mediante un Tratado de Sangre. La elección de este tratado impresionó sobremanera a los monarcas sureños, pues consistía en un documento que debía ser firmado con la sangre de quienes los suscribían, y en caso de insubordinación, se dejaba expresamente planteado que el propio Dios de la Muerte y del Destino tomaría la vida del trasgresor.

Antes de marcharse, Azra les dejó en claro que, si en el futuro se negasen a concordar el Tratado, o si dañaban a sus hombres, aquello sería considerado como una afrenta grave, manifestando que no toleraría tal desafío y que caería una respuesta contundente sobre ellos y sus gentes si eso llegase a ocurrir. No obstante, tras sus palabras existía una falta de verdad: no deseaba dañar a los pueblos del sur, pero necesitaba asegurarse de que Sanapedrid y Cíparfa se sometieran a sus demandas.

Las palabras del rey de Dúblarin surtieron efecto ante los reyes sureños, quienes, a regañadientes e impotentes, se vieron forzados a aceptar aquello que se les imponía.

Después de su contundente derrota, en el crepúsculo de ese mismo día, Cisnerus y Francois se reunieron a solas antes de la partida del rey ciparfense, desazonados luego de haber atestiguado el abrumador poder del rey Azra Mirodi. Charlando sobre cómo seguirían sus reinos de allí en adelante, sintieron una profunda incertidumbre entremezclada con temor acerca del futuro que les deparaba.

—Por la paz... ¡El desgraciado dice que lo hace por la paz! —restalló Cisnerus golpeando la mesa con su puño, indignado.

—Está claro que su manera de actuar es imperdonable, primo, pero en verdad parecía no tener intenciones de quedarse con nuestras tierras... Si lo que alegó es cierto, lo peor que nos podría pasar a partir de ahora, es que nos veamos bajo un gobierno central, aunque seguiríamos siendo las autoridades de Sanapedrid y de Cíparfa, conservando nuestras riquezas. —Francois luchaba por mantenerse optimista. «Eso espero».

—Pareciera como si intentaras suavizar la situación, primo. —El semblante de Cisnerus se crispó en un gesto de rabia—. ¡No es más que un ser maldito y poderoso con delirios de conquistador! —se quejó con su marcado ceceo.

—No lo estoy negando, pero el norte ahora está debilitado por el triple enfrentamiento entre Roliama, Alberlania y Osgánor... Si nosotros dos juntos no pudimos detenerlo y tampoco cae ante aquellos tres reinos, la única esperanza que nos queda sería...

—Sajatia. —Suspiró—. Supongo que quedamos expectantes a saber cuál es la voluntad de los dioses con respecto al destino de Kilinn Landen... —Cisnerus se quedó unos instantes en silencio—. Bah, los dioses —bufó—, hoy... me temo que nos han desamparado.

—Yo no me atrevería a blasfemar así, Cisnerus.—Observó que su primo lo miraba con un atisbo de confusión—. A juzgar por sus rayas negras de la cara, sus ojos amarillos, sus temibles poderes..., y sus presiones para que suscribamos un Tratado de Sangre... Creo que los rumores son más certeros de lo que me temía: ese individuo con delirio de conquistador tiene el favor del que no debe nombrarse. —Francois esbozó una mueca de angustia apretando sus labios y exhalando por sus fosas nasales—. Y esa es la deidad más poderosa de todas.

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