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Capítulo X - Del Ascenso Hacia la Cúspide del Poder

Azra usurpó el Castillo Real de Dúblarin de una manera fugaz y abrupta, y también fue de una manera repentina el modo en que se asentó en el poder.

En la mañana que sucedió a «La Noche del Golpe a la Familia Real» (así terminaría llamando el pueblo llano a la tumultuosa noche en la que Azra decidió atacar a los Battendsor en su castillo), en la tercera jornada de aquella semana y apenas tres días después de la final entre Azra y Áladric en el torneo, en el día pyris, Azra buscó el consejo de Lord Aris Crateso acerca de la coronación: él era plenamente consciente de que había cometido un crimen muy grave como lo era el regicidio, y más que eso también... Y que su aparente impunidad, no se debía a otro motivo que su extraordinario y temible poder; por eso buscó estar legitimado como rey a través de algún nombramiento formal..., aunque él no tenía idea de lo que se debía hacer para coronarse como tal.

—El nuevo rey debe ser coronado en la Catedral del Arzobispo de Dúblarin —le explicaba el Consejero del Rey, a regañadientes y sintiéndose coaccionado a ello—, en donde se realiza toda una ceremonia en nombre de los dioses para conectar el poder secular y religioso, señor.

—Y supongo que será necesario una corona para ello —dijo Azra con una mueca de preocupación, siendo consciente de aquella solemnidad.

—En efecto —replicó Aris—. Un rey sin corona no es reconocido como tal.

—Avernos —se quejó Azra—. La corona del Rey cayó por el acantilado hacia el mar junto con él... —«Y Belisa se fue con la suya»—. ¿No hay otra en este castillo?

—Me temo que no, señor. Pero podemos mandar a hacer una nueva.

—¿Cuánto tiempo va a tardar en hacerse?

—Bueno... —Aris se acariciaba la punta de su negro bigote con sus yemas al tiempo que bajó su mirada en un gesto pensativo—. Podría demorarse algunas lunas.

Azra abrió sus ojos de par en par.

—Dependerá de los tipos de metales que se usen —continuó Aris—: de la ornamentación con gemas y otros detalles intrincados, de los metales que se usen y...

—Yo no puedo esperar tanto tiempo —lo interrumpió Azra—; necesito comenzar a cambiar este reino injusto cuanto antes, para que a otras personas no les pase lo que me sucedió a mí... o a mis dos seres queridos que murieron asesinados a manos de la Familia Real. —A Azra se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se humedecieron al recordar a su abuelo y a Aurora, pero no dejó caer ninguna lágrima—. Voy a terminar con los abusos de los poderosos y ayudar al pueblo llano, incluidos los campesinos: quienes menos tienen y quienes más injusticias soportan. —Sorbió por la nariz.

Aris se sintió extrañamente enternecido. «¿Será... verdad que este chico tan peculiar... gobernará? —emitió un muy leve bufido—. Sería una locura, pero... ¿quién podría oponérsele?».

—Muy bien; la solución que propongo entonces, señor, es mandar a fabricar una corona sencilla e improvisada, una que tal vez no sea la idónea para un rey... pero sí una con la que podrá coronarse como usted quiere: cuanto antes. Quizás esté lista en unas tres semanas; ese será tiempo suficiente para ir anoticiando al pueblo de Dúblarin de que... Bueno, la Familia Real de los Battendsor ha sido suplantada, por así decirlo.

Azra suspiró.

—Bien, no voy a quejarme de eso; me parece bien. —Hizo una breve pausa—. Tu cargo es el del Consejero del Rey ¿no es así? Quiero que me enseñes todo lo que sepas sobre ser rey, por favor.

«Bueno, si en verdad él va a ser rey... —meditaba Aris—. Y si él gobernase según los consejos que le dé... Tal vez...».

—Como usted guste —terminó contestando, con una cortesía gélida.

—Bien, pero primero... enséñame todo el castillo. No puedo ser rey si ni siquiera conozco el propio castillo en donde residiré. —Azra emitió una risita producto de su sensación de sonrojo.

—Desde luego, señor. Acompáñeme, por favor.

Azra todavía se encontraba en el último piso del castillo; aún no había salido de los aposentos debido a lo conmocionado que se sentía y por los innumerables pensamientos que rondaban en su mente luego de todo lo acaecido el día anterior.

—Este es el cuarto y último nivel del castillo —explicaba Aris mientras caminaba frente a Azra a modo de guía y sus pasos resonaban sobre el suelo de latón dorado—: en donde están los aposentos reales y más recámaras reservadas exclusivamente para invitados especiales.

Azra contempló con asombro la diversidad de estancias que se desplegaban ante él: cada puerta, tallada en madera noble, ostentaba a ambos lados dos resplandecientes antorchas suspendidas sobre las paredes blancas, mientras que, sobre su dintel, reposaba un candelabro blancuzco que irradiaba llamaradas danzantes.

—¿Y todas ellas están en desuso?

—Normalmente lo están, señor —respondió Aris con un tono aparentemente cordial.

—Caray, qué picardía —expresó pasmado. «Apuesto a que cada recámara es más grande que toda mi choza».

Aris y Azra descendieron al tercer nivel del castillo por las majestuosas escalinatas curvas de mármol blanco de peldaños anchos y amplios, rodeadas a sus costados por pasamanos de madera que presentaban una tonalidad oscura.

—Este es el tercer nivel del castillo, señor —indicó Aris al descender—. Tal vez el más emblemático de todos: porque aquí, en el centro, tenemos a la Sala del Trono, lugar donde habitualmente se encuentra quien es el rey, y donde puede recibir a los súbditos ante él y tomar decisiones importantes.

Azra se limitó a asentir con la cabeza. «Dentro de poco me sentaré en ese lugar».

—Y como otras salas de importancia en este nivel del castillo —prosiguió Aris—, además de los baños, claro, está la Sala de Audiencias, al extremo izquierdo del pasillo: es utilizada para recibir a los miembros de la nobleza o diplomáticos de otros reinos para discutir determinados asuntos.

»El salón que está en el otro extremo del pasillo de este nivel es el Habitáculo del Consejero, ahí es donde llevo a cabo mis tareas en pos del reino: asuntos financieros, administrativos, logísticos... y cualquier otra responsabilidad que el monarca me delegue.

«Comienzo a arrepentirme de pedirle una guía por todo este inmenso castillo —pensó Azra. Luego, recapacitó—. Pero qué infiernos, debo de aprender dónde queda cada lugar si es que me voy a alojar aquí».

Aris condujo a Azra hacia otras escaleras, quien lo seguía unos pasos atrás, descendiendo al segundo nivel del castillo. Al observar las paredes adornadas con largas banderas divididas en cuatro cuarteles con un tigre dorado de fondo, Azra quedó intrigado, pero optó por no indagar más en ese momento.

Aris comenzó a enseñarle las estancias del segundo nivel del castillo. En un primer momento, lo condujo hacia un ala lateral que estaba decorada de manera esplendorosa y que contaba con amplísimas recámaras similares a las del cuarto nivel, aquellas lujosas habitaciones estaban reservadas como vivienda para los más altos dignatarios del reino: para Aris mismo, como Consejero del Rey, y para el General en Jefe del ejército, quienes tenían el deber de residir dentro del castillo del monarca. Y también de manera similar al cuarto nivel del castillo, a lo larga de aquella extensa ala lateral, se encontraban otras grandes recámaras en desuso.

Luego de explorar el ala, cuando llegaron a una de las cocinas, el muchacho de rayas negras en su rostro recordó que no comía nada hacía ya un día entero, y su estómago crujió por su voraz apetito; no pudo más, así que tuvo que pedir de comer, consiguiendo que Aris lo condujese a la estancia contigua: la bodega.

En la bodega había una rejunte de carnes que colgaban de ganchos en las vigas y un conjunto de verduras conservadas en cajitas de madera; además, en las esquinas, había barriles con cervezas y vinos que destilaban aromas a fermentación, muy dulces y embriagadores.

Azra se sirvió un festín para comer: carne de venado, de vaca, de conejo y de pescado; acompañadas con puerro, zanahorias, coles frescos y pan horneado. Aris quedó estupefacto al observar que Azra podía comer una cantidad equivalente a lo que comerían entre cuatro hombres adultos. «Este chico... no es humano».

Cuando terminó de comer, Azra levantó un barril que contenía cerveza de hidromiel y bebió nueve tragos. Luego, se secó la boca con su puño y eructó.

—Perdón, ¡es que me moría de hambre! —confesó entre risas tímidas—. Ahora ya estoy mejor. —Se palmeó con ambas manos dos veces su barriga—. Sigamos.

—S-sí... —Aris colocó sus manos por detrás de su cintura, enseñando las palmas, tomándose el dorso de una mano con la otra y comenzó a caminar—. Sigamos ahora hacia el primer nivel del castillo, señor.

Así, Azra siguió a Aris hacia la planta baja del castillo. A umbrales de la entrada, conectado al enorme y ubérrimo jardín, Azra pudo contemplar el Gran Salón: Aris le explicó que esa estancia destacaba por su gran importancia, pues servía como escenario para celebrar ceremonias reales, banquetes suntuosos y encuentros formales.

El Gran Salón constaba de techos abovedados sostenidos por diversas columnas con candelabros blancos y dorados por debajo; paredes blancas con antorchas en ella y decoradas con telas finas de color púrpura que añadían un toque regio; en el centro, una imponente estufa despedía llamaradas cuyo crepitar resonaba de manera melódica; ventanas de forma romboidal que permitían la entrada de la luz solar, iluminando el suelo de piedra pulida y creando un juego de luces y sombras en el entorno...; y mesas largas y anchas de madera de palisandro que presentaban una tonalidad rojiza, cubiertas con manteles finos.

Azra se sintió en verdad cautivado con aquel salón; nunca había imaginado que una mera estancia pudiera inspirarle tal asombro y deleite.

Acto siguiente, mientras se dirigían a otra de las estancias de la planta baja, Azra notó que no estaba viendo a nadie en tan enorme castillo, y se intrigó.

—¿Por qué... no hay nadie en todo el castillo? —inquirió con el ceño fruncido—. No es posible que no hayamos cruzado a nadie en todo este recorrido.

—Es que... —A Aris le generaba cierto bochorno decir el motivo, pues era Azra el causante de que ese día no haya habido nadie—. Debido al tumultuoso incidente de anoche..., señor, los criados, los guardias e incluso los paladines del Claustro Marcial no están presentes el día de hoy... Muchos guardias reales están heridos..., otros se fueron con la Rei... —Aris estuvo a punto de decir «Reina», pero luego corrigió—, digo, con Belisa... Así que... Bueno...

—Ya, deja de balbucear —dijo Azra con un tono de molestia—. Ya comprendí.

Aris frunció sus labios y levantó las cejas; luego propuso ir a enseñarle las últimas estancias del castillo.

Por último, pasaron por una de las armerías, donde las filas de armas y armaduras demostraban un testimonio de la fuerza y resistencia del ejército dublarinense. En ella, Azra divisó una vez más aquella bandera que tantas veces había visto en casi todas las estancias por las que pasó, y esa vez no pudo evitar preguntar.

—Esta bandera... —expresó Azra al tiempo que se quedó analizándola—. He visto ese tigre dorado antes en alguna parte... ¿Qué es?

—Es la bandera del reino, señor. —Aris se encogió de hombros—. La cabeza del león situada en el cuartel superior izquierdo de la bandera representa la valentía; la torre plateada en el cuartel superior derecho simboliza la fortaleza del reino; el río situado en el cuartel inferior izquierdo alude a la prosperidad de nuestro pueblo; mientras que la espada en el cuartel inferior derecho representa la justicia.

—¿Justicia? —espetó Azra con un bufido—. Este reino habrá sido de todo menos justo, pero eso cambiará pronto. —Hubo un breve silencio—. Pero no me respondiste lo que te pregunté... El tigre dorado que está de fondo ¿qué simboliza?

—Es el símbolo... de la Familia Real Battendsor, señor.

«Battendsor, Battendsor, Battendsor... ¡Quiero que desaparezcan!», protestó Azra hacia sus adentros.

—No quiero que quede nada de esa horrenda familia; cambiarán las banderas de ser necesario. Aunque sea solo el tigre.

«Me lo imaginaba», se dijo Aris, con algo de hastío.

—¿Lo reemplazará por alguna otra cosa en específico?

Azra se quedó debatiendo la respuesta unos instantes. Cuando se le ocurrió, chasqueó sus dedos y abrió en grande sus ojos amarillos.

—¡Por un águila! Quiero que reemplacen al tigre dorado por un águila... de color cobriza. —«Como el color de sus plumas...».

—¿Un águila? —cuestionó el Consejero con un gesto de incertidumbre—. ¿Puedo preguntar qué representaría un águila?

Azra no había pensado en simbolismo alguno, solo decidió homenajear a Aurora.

—La nueva era que vendrá a partir de ahora para este reino —replicó sin embargo.

Aris resaltó su labio inferior denotando incredulidad. «Eso no tiene sentido», se dijo.

—Muy bien, señor; se lo encargaré a los heraldos. Por otro lado, ya hemos recorrido la totalidad del castillo. —anunció Aris—. Solo falta la parte externa.

Después de concluir el recorrido por el castillo, Aris finalmente guio a Azra hacia la parte trasera del imponente bastión, al Claustro Marcial: le hizo saber que en aquel enorme patio ulterior, es donde se formaban y entrenaban el General en Jefe del ejército de Dúblarin, Lord Marcius Lotiel, en compañía de sus paladines predilectos: los más destacados de todo el reino, seleccionados de manera minuciosa por el propio Marcius, quienes actuaban directamente bajo sus propias directivas.

El Claustro Marcial se revelaba como un espacio inmaculado y militar. Su suelo de tierra estaba tapizado con vastas hierbas intercaladas con pequeñas piedritas que crujían bajo cada paso, rodeado por altas cornisas y columnas erguidas y solemnes que delineaban el perímetro del lugar.

En contraste, en una esquina del Claustro Marcial, la noroeste, se encontraba el Aserradero Real: una estructura de madera robusta, resguardada bajo un techo de tejas desgastado, en donde se podía apreciar un conjunto de troncos y tablones apilados.

En la esquina noreste, por otro lado, se encontraba la Herrería Real: se presentaba como una edificación de piedra maciza, con una apariencia más imponente y pesada. Sus altas paredes de piedra, reforzadas con contrafuertes, albergaban ventanas pequeñas; mientras que una gran puerta de hierro se destacaba como la entrada principal.

Mientras el Consejero del Rey le enseñaba la herrería, Azra no pudo evitar que la memoria de la querida familia De Cave, y en particular su amigo Végrand, se apoderara de sus pensamientos: surgió en él la incertidumbre acerca de cómo la familia De Cave lo vería ahora, después del impactante acto de violencia que desplegó la noche anterior contra la Familia Real. «¿Me seguirán teniendo aprecio? ¿Sería apropiado visitarlos y compartirles todo lo sucedido?». Azra se debatía internamente sin poder llegar a una conclusión.

—¿Así que esto es todo el castillo? En verdad es enorme. —«Hasta es igual de grande a toda una barriada entera de Solánzenor, vaya».

—En realidad, señor —respondió el Consejero—, también contamos con construcciones subterráneas: bajo estos suelos se encuentra la cripta, el lugar donde descansan los reyes de antaño. Y a las puertas del castillo, bajo la fosa, se hallan los calabozos.

—¿Calabozos? ¿Hay gente encerrada allá abajo?

—Por el momento, no... El rey Léofric no acostumbraba a retenerlos por mucho tiempo, de hecho, muy rara vez los tenía retenidos por más de una semana: o bien les mutilaba alguna parte del cuerpo, como cortándoles las falanges, sino una mano... y los liberaba; o bien, la mayoría de las veces... ordenaba que los decapitaran... —Alzó sus hombros en un gesto de indiferencia—. Al rey anterior no le gustaba derrochar recursos en prisioneros, señor, además de que manifestaba con desdén que le ocasionaba repelús el tener criminales bajo sus pies.

«¿Por qué no me sorprende?», reflexionó Azra, esbozando una mueca.

—Entiendo; gracias por enseñarme este vasto castillo. Hasta que esté mi corona, quiero que me enseñes todos los días lo necesario para comenzar a ser rey. Asumo que tienes mucha experiencia así que voy a necesitar una gran ayuda de tu parte.

—Como guste. —Aris inclinó ligeramente su cabeza con sus ojos cerrados un breve instante.

Esa misma noche, mientras Azra estaba situado en los aposentos del cuarto nivel del castillo, en medio de la luz suave de las velas dispuestas sobre los candelabros, Lord Aris Crateso y Lord Marcius Lotiel tuvieron una reunión en el Habitáculo del Consejero.

—¿¡Le hiciste creer que podría ser rey!? —expresó Marcius, parándose sobresaltado de su asiento—. Sabe mejor que yo que la nobleza no lo aceptará, Lord Aris... Y yo tampoco.

—¿Acaso cree que se lo impedirán, Lord Marcius? —dijo Aris con su entrecejo arrugado y enseñando sus palmas—. Se deshizo de toda la Familia Real y derrotó con una facilidad impresionante a los guardias y a sus mejores paladines él solo; posee una fuerza extraordinaria, los guardias dijeron que hasta es capaz de formular ráfagas de poder y es aparentemente inmune a las armas... No es un ser al que las fuerzas humanas puedan hacerle frente, me temo.

—E-e-es cierto que es un mago muy poderoso, pero aun así...

—No creo que él sea un mago —interrumpió Aris—. Es demasiado poderoso para ser solo un mago, Lord Marcius... Tengo la sensación de que no es humano.

Marcius inclinó su cabeza hacia su costado derecho y lo miró con recelo.

—¿Y qué propone entonces, Lord Aris? ¿Seguir con una fe ciega su delirio de querer constituirse en monarca de todo el reino? ¿Así como así? ¡Nosotros juramos lealtad al Rey!

—Juramos lealtad al rey de Dúblarin, no a Léofric Battendsor II en específico, Lord Marcius —replicó el Consejero con un rostro impasible y un tono de voz gélido—. Además, usted es un experto en el arte bélico y de la disciplina, y yo tengo mis métodos para llevar adelante el arte de gobernar; podemos ayudar a que Dúblarin siga adelante.

—No puedo creer las palabras que estoy escuchando salir de su boca, ¡Lord Aris! —Marcius asestó un golpe de puño sobre la mesa de roble, volcando un poco de vino que estaba servido sobre ambos cálices de plata.

—Tranquilícese, General. —El Consejero secó la mesa y bebió un sorbo de vino—. No es la primera vez en la historia que ocurre una usurpación al Trono de un reino... y probablemente tampoco la última.

—No lo comprendo... ¿Por qué lo acepta con tanta naturalidad, Lord Aris?

—Porque estoy convencido de que esta es la voluntad de los dioses. —Volvió a beber, sin quitarle la mirada al General.

—¿Es voluntad de los dioses que el príncipe Áladric y el rey Léofric hayan muerto de esa manera?

—Tal vez así lo haya querido el Dios de la Muerte y del Destino —respondió con un timbre de voz helado.

—Óigame. —Frunció su ceño y le hizo un gesto con su mano de que parase—. No nombre a ese dios de mal agüero, por los dioses.

—Aun así, él es uno de los cuatro principales —contestó Aris con una sonrisa que apenas se notó—. Pero volviendo al tema... —Hizo un sutil giro de muñeca, haciendo rodar al vino dentro de su cáliz—. ¿Qué hubiésemos hecho nosotros si alguien hubiese dañado a nuestra familia y tuviésemos la fuerza para enfrentar a quien sea? ¿Acaso no nos hubiésemos sumido en un estado de emoción violenta? ¿Se ha hecho esa pregunta, General? Yo al principio no; hasta que luego me la formulé y, tal vez, pude comprenderlo un poco más.

—Se torna exasperante cuando se pone contemplativo...

—Oiga, hubiese dicho eso sólo dentro de sus pensamientos, sin haberlo exteriorizado.

Marcius Lotiel suspiró resignado, se dio media vuelta y se perfiló para abandonar la estancia.

—No sé qué es lo que va a pasar... Que la Diosa de la Luz y la Justicia nos proteja y que el Dios de la Vigorosidad y la Guerra nos brinde las fuerzas necesarias para afrontar lo que se viene. —Abandonó el Habitáculo del Consejero.

Aris Crateso quedó unos instantes en silencio.

—Y que el Dios del Fuego y la Resiliencia encienda con sus chispas divinas nuestra voluntad de seguir adelante sin flaquear —oró Aris, a modo de plegaria cuando ya quedó solo en su estancia. Luego, tomó un último trago de vino—. Así sea. —Depositó su cáliz sobre la amplitud de la mesa, y se marchó.

A medida que transcurrieron los primeros días, los voceros reales, mensajeros a caballo que circulaban lentamente por la región de Dúblarin Occidental (tanto por la capital, Ramaku, como por Valle Síquiman), iniciaron la tarea de difundir las noticias del cambio en el reino: anunciaban la caída de la Familia Real Battendsor y la llegada de un nuevo rey, más joven, justo y benevolente, quien se preparaba para su coronación y asunción, de nombre Azra Mirodi; y que pronto se daría a conocer ante todo el pueblo.

Ante esas noticias, las reacciones en el reino fueron diversas: la incertidumbre se apoderó de algunos ciudadanos, quienes se preguntaban qué depararía el futuro bajo el dominio del nuevo monarca. Otros, liberados del temor impuesto por los Battendsor, experimentaron un palpable alivio al conocer la noticia del derrocamiento de la Familia Real. Sin embargo, entre una minoría de ciudadanos, la nobleza, las nuevas no fueron bien recibidas, generándose un clima de incomodidad e inquietud entre ellos.

Entre esos días, Azra se comenzó a impacientar con el asunto de la fabricación de la corona debido a la ansiedad de la asunción que lo carcomía.

Mientras comenzaba su día al poco tiempo de despertarse por la mañana en los aposentos del cuarto nivel del castillo, cuatro de los maestros culinarios le llevaron una jarra de estaño con leche y otra con hidromiel para el desayuno, acompañado con varias bandejas de plata en donde transportaban: tocino ahumado, trocitos de pez ángel rebosado y crujiente, pastelillos de miel con moras y frutos secos, manzanas, peras y un plato entero de queso y huevos. «Es increíble que cada una de las comidas que me traen durante el día, todas ellas sean un banquete; en Solánzenor mi abuelito no tenía ni para preparar la mitad», reflexionó asombrado.

Asimismo, los maestros culinarios también se sorprendían sobremanera cuando acudían a los aposentos a retirar los utensilios, pues ellos acostumbraban a servir de más, asegurándose de que sobrase y que no faltase, y los anteriores monarcas, entre los dos, solían dejar la mitad... pero a Azra no le sobraba nada: comía y bebía todo.

Cuando Azra terminó su desayuno, descendió un piso para acudir al Habitáculo del Consejero, y transmitirle su preocupación a Aris.

—Aris, ya pasaron diez días —le recriminó—. ¿Cuánto más falta para que los herreros terminen la base y traspasen el trabajo final a los artesanos?

—Apenas y transcurrieron dos semanas, señor —contestó con voz serena desde su asiento—. Aunque es cierto que han tenido un pequeño retraso en la creación del marco de metal básico de la corona.

Azra se quejó mediante un sonido gutural al tiempo que puso sus ojos en blanco.

—¿Quién es el jefe de los herreros reales? —preguntó farfullando—. Quiero ir a consultarle directamente.

—No tienen un líder, señor; solo son un grupo que trabaja exclusivamente para el Castillo Real.

—¿Ah no? —Se quedó pensando un instante. Luego, esbozó una sonrisa—. Yo conozco a alguien que puede cumplir ese rol. Puedo elegir a quien yo quiera, ¿verdad?

—En efecto. —Aris entrelazó los dedos de sus manos y apoyó sus antebrazos sobre su gran escritorio—. ¿Puedo preguntar de quién se trata, señor?

—Es un amigo; su nombre es Végrand De Cave.

—¿De Cave? —Aris ladeó la cabeza una vez para cada costado—. Son conocidos por ser grandes herreros, sí. Y recuerdo a ese joven. —«¿Cómo no recordar a aquel muchacho regordete que sufrió una paliza de Áladric ese día?»—. ¿No es un paladín novato ahora?

—Eso no será inconveniente —respondió entre risas—. Vamos ahora, él no vive lejos de aquí.

—¿Vamos? —preguntó Aris, abriendo más los ojos.

—Sí, no puedo ir yo solo así como así; necesito que vea que el Castillo Real lo necesita.

Aris se tragó su suspiro.

—Bien —aceptó de mala gana—; iré por los carroceros para que nos trasladen allí.

—¡Estupendo! —se emocionó Azra.

Así, Azra y Aris se dirigieron hacia la majestuosa carroza tirada por nobles y fuertes corceles que relinchaban con fuerza, de un pelaje lustroso color vainilla, crin y cola de tonalidad blancuzca y de ojos vivaces. El carruaje estaba adornado con madera de la más fina y con detalles en dorado.

Al ascender al carruaje, Azra y Aris se acomodaron en la amplia cabina privada, tapizada con telas de seda rojas y violetas.

El carruaje se puso en movimiento y, al atravesar las calles del reino, el gentío que observaba desde las aceras y los adoquines murmuraba con incertidumbre, preguntándose si ahí dentro viajaba el próximo monarca del que habían escuchado noticias. Al cabo de un tiempo que no ameritó una prolongada espera, el carruaje pasó junto a la imponente herrería de los De Cave, llamando poderosamente la atención de todos los herreros del lugar.

Azra y Aris desembarcaron del carruaje real frente a la morada de los De Cave y, antes de que el muchacho lograra llamar a la puerta, la madera crujió mientras se abría: era Végrand, quien estaba emergiendo de su vivienda; el joven obeso estaba envuelto en su armadura de tonalidad ambarina con el yelmo bajo su brazo derecho, pues ya era momento de irse a cumplir con su deber.

El semblante de Végrand se iluminó al divisar el lujoso carruaje con los corceles, a Lord Aris Crateso... pero fundamentalmente, al ver a su amigo: debido a la sensación de estupor, dejó caer su yelmo al suelo; sus ojos se abrieron en grande; y su boca, en un primer momento quedó entreabierta por la sensación de estupefacción, pero al instante siguiente sus labios se tensaron, ya que se sintió avergonzado y mal consigo mismo al percibirse como un traidor para con su amigo.

—Hol... —intentó decir el joven de ojos amarillos, levantando su mano a modo de saludo.

—¡Azra! —gritó Végrand de forma efusiva—. ¡Azra lo siento mucho! —Lució una mueca de congoja y se dejó caer de rodillas—. ¡Te he hecho algo imperdonable! —Apoyó sus palmas en el suelo y mantuvo su cabeza inclinada hacia el piso con sus ojos apretados—. ¡Me he enterado de lo sucedido en estas últimas dos semanas a través de los voceros y de lo que te pasó a través de los rumores! —Tensó las yemas sobre la tierra y entrecerró sus dedos—. ¡Fue mi culpa! —Su voz quebrantada resonó en todo el entorno—. ¡Yo le confesé a Áladric en dónde vivías! —Empezó a llorisquear y a sorber por la nariz.

Mientras Végrand llevaba a cabo su vehemente confesión, Aris, ubicado detrás de Azra, observaba la situación con su entrecejo contraído, deslizando sus tres primeros dedos por su barbita negra y triangular hasta la punta, denotando una expresión irresoluta mientras trataba de comprender la reacción del joven paladín.

Al mismo tiempo, en medio de los estridentes sonidos de los corceles, cuyos relinchos resonaban en el aire, sus patas poderosas golpeaban con fuerza el suelo y las riendas crujían, sumado a los fragorosos alaridos de Végrand que repercutían en el aire, los herreros se acercaron para observar con curiosidad lo que estaba sucediendo afuera. Incluso Daniel se apresuró a salir de su herrería para verificar qué era lo que le pasaba a su hijo. Entretanto, Margaretha, desde el interior de la morada y por detrás de Végrand, miraba conmocionada lo que atestiguaba.

Azra clavó su mirada en Végrand con seriedad, avanzando con lentitud hacia él. Con gesto firme, le dio dos palmadas en el hombro, tornando audible los dos golpecitos que resonaron contra el acero de la armadura. Cuando Végrand alzó la vista con sus ojos vidriosos, pudo apreciar que el semblante de Azra era uno ameno y que esbozaba una suave sonrisa que contrastaba con su propia confusión.

—No es como si hubieses ido corriendo hacia el castillo para otorgarles mi ubicación a los Battendsor; de seguro te sacaron información por la fuerza ¿no es así? —Azra lo comenzó a levantar del brazo—. Anda, levántate.

Végrand dejó escapar un suspiro de alivio, anonadado por la inesperada reacción de Azra, como si no se hubiera imaginado que recibiría comprensión después de lo sucedido.

—Vine porque necesito que vengas conmigo —continuó Azra—; preciso tu ayuda.

—¿Mi... ayuda? —Végrand no tenía ni la más remota idea sobre qué podría precisar Azra de alguien como él.

—Sí —asintió con una sonrisa—. Voy a necesitarte como mi herrero real; como el líder de todos ellos.

Los oscuros ojos de Végrand brillaron con intensidad.

—¿Her-her-herrero... real? —balbuceó por la impactante designación—. ¿Así como así?

—Así como así. —Se encogió de hombros y enseñó sus palmas—. ¿O esperabas que se celebrase un torneo en tu nombre por la designación al cargo? —dijo en tono jocoso.

—¡Torpe! —Los ojos del muchacho gordo se humedecieron aún más—. Yo te traiciono y tú..., y tú... en lugar de castigarme... ¿me honras con lo que siempre he querido? —Un sutil estremecimiento erizó su piel.

—No dije que no recibirías castigo. Al ser el líder de los herreros reales... Ya no podrás volver a ser un paladín nunca más; estoy seguro de que odiarás eso. —Azra seguía utilizando un tono irónico.

—¡Azra! —clamó Végrand en tanto se aproximó a abrazarlo por la dicha que le generó la bondad de su amigo.

Végrand lo abrazó de una manera tan efusiva que la mejilla derecha de Azra quedó estampada contra el frío acero de su coraza a la altura de su pecho. Luego; el joven De Cave encauzó su mirada hacia Daniel, quien observaba lo que sucedía, incrédulo, a unos cuantos metros desde su herrería.

—Tengo que decírselo a mi señor padre primero. —Végrand suspiró—. Aquí voy...

Végrand se aproximó hacia su padre con una satisfacción evidente, aunque a su vez, una ligera inquietud se dibujaba en sus gestos, pues sentía un leve nerviosismo por la repentina noticia que iba a comunicarle.

—Hijo, ¿qué...?

—Padre —lo interrumpió su hijo con un tono suave—, las noticias de los voceros que escuchamos y los rumores que oímos resultaron ser ciertos. Parece que ahora Azra... —Se detuvo un breve instante porque le sonaba raro que su amigo fuese a convertirse en breve, en el monarca del reino—. Será rey, y ha venido a pedirme que sea su herrero real; ¡el líder de todos ellos!

Daniel se quedó viéndolo, estupefacto.

Azra observó la mirada confusa de Daniel, y decidió acercarse para alentarlo a que apruebe la decisión de Végrand.

—Así que Azra, en verdad él... —Se quedó vacilando unos instantes, pasmado—. Pero espera, ¿y todos los años que le has dedicado a tu carrera paladínica? —cuestionó Daniel, cargado de recelo.

—No hubo un solo día en que la haya pasado bien forjando mi carrera paladínica, padre; no sabría decirte de si estoy más contento porque seré un herrero real o porque dejaré de ser un paladín —confesó con una expresión temerosa.

Daniel experimentó una profunda contrición al darse cuenta de que su hijo sólo ha sentido rechazo por el camino que eligió para él.

—Tú querías que tu hijo traiga honor a tu familia sirviendo directamente al reino, Daniel —intervino Azra mientras se posicionaba con parsimonia cerca de los De Cave—; ¿qué mejor que trabajar como el líder del oficio que a él más le gusta en favor del Castillo Real? Además, ya se convirtió en un paladín tal y como tú querías —le dijo con una sonrisa.

Daniel chasqueó la lengua y levantó sus cejas en un gesto que entremezclaba aceptación y resignación.

—Yo siempre he querido ver a mi hijo como un magnánimo y respetable paladín —admitió el hombretón gordo—, pero ser un herrero real... Bueno, supongo que tampoco está nada mal. —Se volvió a Végrand y suspiró—. Estoy orgulloso de ti, hijo. —Depositó su mano en el hombro de él.

A Végrand se le iluminó el rostro por la dicha que sintió en ese momento.

«Eso salió bien», se dijo Azra.

—Muy bien... Vámonos, Végrand; debemos irnos ahora.

—¿Por debemos irnos ahora te refieres a... en este momento? —inquirió Végrand con una expresión facial de candidez.

—¡Sí! ¡Ya! —lo apremió Azra—. Necesito que empieces a trabajar cuanto antes; te explicaré en el camino.

—¡Bien! Iré a quitarme esta molesta coraza, la estúpida cota de malla, a contárselo a mi madre y...

—¡Ya hombre, ya! Allí está Aris —le dijo mientras se lo señalaba—; él es un hombre ocupado y no tiene todo el día, ¡andando! —Azra estaba impaciente.

«¡Es cierto, ahí está Lord Aris Crateso!», se dijo Végrand para sus adentros.

—¡Ahí voy! —exclamó Végrand en tanto salió corriendo de manera torpe y tosca para su casa y así sacarse la armadura y buscar ropas idóneas para la actividad de herrero.

—Te servirá bien, Azra; él es un buen chico... y tú también —Daniel se debatió entre felicitarlo por su futuro ascenso o darle el pésame por el asesinato de su familia—. Lamento por todo lo que has pasado —se decidió finalmente a decirle—, de seguro no debe ser fácil de sobrellevar.

Azra ladeó su cabeza para los costados sin ser capaz de emitir comentario alguno al respecto.

«No sé qué más decirle», pensó Daniel.

—Aunque todavía me resulta difícil de creer que el chico que comió en mi mesa y durmió bajo mi techo varias veces vaya a convertirse en el monarca de este reino —dijo, para intentar cambiar de tema. Luego, llevó sus manos a su enorme barriga y se echó a reír.

—Es una circunstancia que jamás había planeado —admitió Azra—, pero así se han dado las cosas. —Se encogió de hombros—. Pienso hacer de este reino un mejor lugar, quiero eliminar la discriminación que existe desde los potentados hacia los pobres...

—¡Ja! Por eso te dije que eras un buen chico; que los dioses te guíen y bendigan.

Cuando Végrand salió de su morada, Azra se despidió de manera afectuosa de Daniel y de Margaretha, y se dispuso a subir al carruaje real para regresar al castillo.

—L-L-Lord Aris —saludó Végrand con cierto nerviosismo al estar junto a una figura tan emblemática como lo era el Consejero del Rey—. ¡Ouch, infiernos! —se quejó al golpearse la cabeza con el techo del carruaje mientras ascendía, distracción causada por su intento de subir mientras miraba en la dirección de Aris en tanto lo saludaba.

El Consejero respondió al saludo con cortesía, aunque con un dejo de frialdad, y subió al carruaje después de Végrand.

La cabina del carruaje era bastante espaciosa; dentro de ella podían caber cuatro personas cómodamente; incluso seis, con lo justo pero sin inconvenientes: dos largos bancos de madera enfrentados entre sí permitían que tres personas viajaran de cada lado. Végrand, no obstante, ocupaba un espacio equivalente al de dos personas. «Por lo que parece, los corceles tendrán que hacer un poco más de esfuerzo para llevarnos de vuelta al castillo», se dijo Aris, con una pisca de humor despectivo.

Azra estaba al lado del recién designado herrero real, mientras que el Consejero se ubicó al frente de ellos dos. Luego, golpeó el divisor de madera dos veces para dar señal a los carroceros para que iniciaran el trayecto.

Mientras el carruaje real avanzaba por las adoquinadas calles de la capital, las ruedas resonaban en un constante traqueteo al golpear contra los adoquines del suelo. Aris, por su parte, observaba a través de la pequeña ventanita cuadrada de su lado, sumido en sus propios pensamientos; mientras Azra y Végrand disfrutaban de una distendida charla.

—¿¡Mi primer trabajo será gestionar la construcción de una corona!? —se sobresaltó Végrand.

—No te preocupes —replicó Azra entre risas—; solo se trata de una corona provisoria y que debería llevar menos tiempo que una definitiva, la cual necesitaré más delante de todos modos... pero necesito que resuelvas eso por mí y lo antes posible. Quiero asumir el cargo de rey ya mismo. Confío en ti.

—Si tú lo dices... —Végrand se tomó de las manos, abrió en grande sus ojos y miró hacia abajo con una sensación de ansiedad. «Supongo que es lo menos que puedo hacer por él».

Azra, al elegir a Végrand como el líder de los herreros reales para la confección de su primera corona, no solo lo hizo por la confianza en sus habilidades y su predilección al oficio; en su decisión había un componente más profundo y subconsciente: el deseo de tener a un ser querido cerca; especialmente después de los drásticos y subitáneos cambios en su vida. Su elección no obedecía solo a cuestiones de idoneidad, sino que también obedecía a razones emocionales, ya que Azra anhelaba evitar la sensación de soledad que lo acechaba ahora que Kitsune y Aurora se habían ido para siempre.

Al arribar al castillo, Azra, Aris y Végrand se detuvieron ante la fosa que estaba frente a los fornidos muros de granito gris y la puerta levadiza, hecha de un robusto roble oscuro, reforzada con hierro forjado: herrajes y remaches la protegían con solidez.

Dos guardias reales que custodiaban el muro con un arco y un carcaj lleno de flechas cada uno, dieron grito hacia otros dos compañeros de abajo, indicándoles que iniciaran con el descenso de la puerta levadiza.

Los guardias de la parte inferior, utilizando un mecanismo de poleas y cadenas, comenzaron a girar una rueda conectada al eje de la puerta levadiza para que el gran portón pudiese descender gradualmente, transformándose en un puente improvisado sobre la fosa. Végrand observaba impresionado la profundidad de la fosa que dejaba al descubierto el lento fluir del agua en su fondo. También, divisó las hileras de picos afilados y puntiagudos que resguardaban la entrada del imponente bastión.

Cuando ingresaron, los guardias saludaron con una respetuosa y ligera reverencia en la dirección de Azra y Aris.

Végrand se maravilló sobremanera al contemplar la magnificencia dentro de los muros del castillo. Caminó por el patio frontal, siguiendo a Azra y a Aris, ingresando al interior del castillo. El primer lugar con el que se deleitó, fue con el Gran Salón, sintiendo una especie de deslumbre mientras se adentraba por los pasillos, capturando con sus ojos, cautivado, la imponente arquitectura y la majestuosidad del entorno que se erguía ante él, sintiéndose pequeño ante la amplitud del lugar.

Al atravesar todo el castillo y arribar al patio ulterior, pasó por el Claustro Marcial y vislumbró a los paladines que estaban bajo las órdenes directas del General en Jefe. «Parece que los dioses me han salvado de llevar adelante este incómodo estilo de vida», meditó aliviado.

Finalmente, Azra y Aris lo condujeron hacia la Herrería Real, en donde conoció a su equipo de herreros reales.

A pesar de su estado de nerviosismo por la alta importancia de la tarea designada, Végrand intentó despabilarse lo más rápido posible, y comenzó a idear una estrategia junto con los demás herreros que a partir de entonces estarían bajo su mando, y así, poder cumplir con éxito la fabricación de una corona expedita y provisoria.

Los herreros reales demorarían una semana y tres días en cumplimentar con el cometido de Azra.

Una vez culminado el trabajo de los herreros, Azra, acompañado por Aris, fue hasta la Herrería Real para vislumbrar y aprobar el diseño básico y la estructura de la corona provisoria, previo a que se le realicen los toques finales.

La corona, de color dorado envejecido con matices amarronados, estaba depositada sobre un almohadón azul que sostenía Végrand frente al resto de herreros, quienes aguardaban con solemnidad el juicio del futuro monarca en silencio.

El líder de los herreros reales rindió cuentas ante Azra y Aris sobre que, el problema que subsistía en un primer momento, estaba centrado en el marco del metal base de la corona y que, al querer hacérsela mediante una mezcla de metales de menor calidad para acelerar su proceso, se terminaba comprometiendo la estabilidad, y la forma de la aureola en sí. Luego, Végrand señaló que, para resolver ese problema, propuso utilizar una técnica de forjado especializada: en lugar de mezclar metales de tan baja calidad a través de las técnicas tradicionales, optó por emplear otra técnica de trabajo en frío, utilizando moldes más simples para dar forma al metal de manera rápida con el afán mantener la integridad estructural de la corona; más austera de lo previsto pero sólida y funcional.

—¡No entendí nada de lo que dijiste, Végrand, pero para mí es suficiente! —exclamó Azra con una mueca que denotaba una alegría palpable.

A Végrand se le escapó una risita.

—Entonces, ¿la aprueba, señor? —intervino Aris.

—Para mí está bien así —contestó Azra con una sonrisa—. ¿Tú qué piensas, Aris?

«Que esta corona no me parece digna para un rey y que tendríamos que habernos tomado todo el tiempo necesario», hubiese respondido Aris si se hubiese atrevido a hablar con sinceridad, pero no hizo más que fruncir sus labios en un primer momento.

—Que la belleza de esta corona reside en su simplicidad y en la calidad artesanal que respalda su diseño..., algo rústico, pero, al fin y al cabo... funcional, señor —terminó contestando, sin embargo.

Los herreros dedicaron una ligera reverencia en dirección a Azra y luego se estrecharon la mano entre sí por haber culminado tal tarea en un brevísimo plazo.

—Entonces, ¡ya está lista! —exclamó Azra, ansioso.

—Aún no, señor —dijo Aris—; todavía falta el último toque de los artesanos.

Azra puso sus ojos en blanco y emitió un quejido mediante un sonido gutural.

—¿Y cuánto tiempo llevará todo eso? —preguntó con un tono de molestia.

—Bueno... —«Dado a que solo se aplicarán tareas de pulido y limpieza y ajustes para que sea cómoda de llevar en la cabeza, sumado a que, por la prisa e insistencia en la austeridad, la corona no llevará ningún tipo de incrustación ni de grabado...»—. En solo una semana ya estará todo listo para su coronación —estimó Aris—; tiempo suficiente para podamos llevar a cabo la publicidad acerca de tan importante acontecimiento a través de los voceros reales y coordinar el evento que habrá de realizarse en la Catedral de Su Santidad.

—Ya veo —expresó Azra con un suspiro de resignación. Luego, se volvió a Végrand, carialegre—. Buen trabajo, amigo; sabía que estarías capacitado para esta labor. —Extendió la mano hacia su amigo.

A Végrand se le ilustró una amplia sonrisa de oreja a oreja en su mullido y seboso rostro, y le dio un apretón de manos a Azra.

Tal y como había anticipado Lord Aris Crateso, cinco días después, en un lumis temprano, primer día de la semana que coincidió con el día uno del primer ciclo lunar del nuevo año, llegó el día de la coronación de Azra Mirodi como rey de Dúblarin.

Ese mediodía, la Catedral de Dúblarin se erguía majestuosamente con sus altísimas torres que parecían rascar los cielos, esbeltas, ornamentadas y brillantes; con pináculos y gárgolas; además de sus arcos apuntados que se elevaban como agujas filigranas y con sus holgados y coloridos vitrales que iluminaban el interior del amplísimo edificio con luces naturales que danzaban en azules profundos, rojos intensos y amarillos resplandecientes.

Azra cruzó la entrada central acompañado de cuatro hombres de la Guardia Real, Marcius Lotiel y Aris Crateso. El pórtico se erigía como un altar de piedra, adornado con esculturas que rendían homenaje a tres de las cuatro deidades principales de Oikesia: la Diosa de la Luz y la Justicia; el Dios de la Vigorosidad y la Guerra; y el Dios del Fuego y la Resiliencia..., proyectando una solemnidad que preludiaba el sagrado acto por venir.

Azra portaba una túnica de terciopelo color azul decorada con intrincados bordados dorados; una capa larga y pesada de color púrpura; calzas negras y ajustadas de tela fina; un cinturón ancho y blanco con una hebilla dorada; y zapatos puntiagudos de cuero con ribetes dorados. Decidió no usar accesorios ostentosos puesto que se representó que lo incomodarían. «Caray, me siento tan raro vestido de esta manera tan regia», expresó en sus pensamientos.

Avanzó con determinación hacia el altar mayor, ubicado en el extremo opuesto a la entrada central. Subió las quince escalinatas que destacaban con una fina alfombra azul en su centro; y se encontró con el arzobispo Lúther Ergógliob, la figura eclesiástica de mayor jerarquía del reino.

—Santidad —lo saludó Azra, con la formalidad que Aris le había sugerido que debía emplear, ya que antes de ingresar a la Catedral, le recordó que la Fe y la Corona, arzobispo y rey, siempre estuvieron en un pie de igualdad jerárquico debido a que el poder secular y eclesiástico son considerados como los pilares de un reino.

—Futura Majestad —le devolvió el saludo el Arzobispo, observando con recelo las tres rayas negras en su semblante, aunque lo disimuló con una mueca afable.

Lúther Ergógliob se presentaba como un anciano de ojos verdes desgastados, piel trigueña arrugada y escaso cabello grisáceo, vistiendo ropas suntuosas de tonalidades blancuzcas que incluían una casulla, una túnica larga y un solideo, además de llevar una mitra también blanca, puntiaguda con adornos dorados.

En el entorno, se podía oír con claridad el sonido de las trompetas que marcaron el inicio de la ceremonia, cediendo al poco tiempo para dar lugar a la suave melodía de las arpas y los laúdes, sumado a los cánticos del coro; aquel cúmulo de sonidos resonaba de manera tenue y serena. Mientras tanto, una fragancia a incienso coadyuvaba a cargar el ambiente con una solemnidad palpable.

Al tiempo que Su Santidad y Azra se saludaban con cordialidad, el Consejero del Rey, el General en Jefe y los guardias, se distribuyeron en los asientos de madera de caoba, anchos y cómodos, los más cercanos al altar.

En otro costado, con una distancia igual de privilegiada al altar, estaban los demás asientos reservados para los clérigos de alto rango y la nobleza; no obstante, los nobles brillaron por su ausencia, reflejando así su postura en contra de Azra, puesto que lo tildaban de «usurpador».

Sin embargo, la Catedral estuvo repleta como nunca; los plebeyos coparon todo el lugar: sentados desde los largos bancos de madera de roble macizo, más alejados del altar, parados por detrás de ellos desde aún más lejos, e incluso por fuera de la Catedral en sí, estaba lleno de dublarinenses; toda la capital estaba conmocionada debido a que todos los ciudadanos deseaban ver al enigmático ser que sería el nuevo monarca del reino.

En ese momento histórico, la plebe mantenía en su interior la esperanza de un liderazgo menos cruel e indiferente que el de la anterior Familia Real y la nobleza, quienes los oprimían y castigaban por el menor de los motivos, ya que, incluso una mirada considerada malintencionada de un plebeyo hacia un noble era razón suficiente para escarmentarlo.

Ahora por fin, todo estaba listo en la Catedral: los sonidos musicales y los cánticos cesaron cuando el Arzobispo, con una señal solemne, indicó el inicio del momento culminante de la ceremonia.

Los presentes se sumieron inmediatamente en un respetuoso silencio.

El altar mayor presentaba un baldaquino de piedra tallada en forma octogonal; sobre su superficie, reposaban un cojín azul relleno de plumas que hacía de soporte para la corona, y a su lado, estaba la botella con óleo bendito, rodeados por velas que resaltaban su importancia.

—Como ya ha de saber —le decía Lúther a Azra en voz muy baja—, será bendecido en nombre de los dioses principales, con excepción del que no debe nombrarse.

«No tenía ni idea, pero no importa», respondió en su mente. No obstante, Azra asintió con sus labios apenas fruncidos.

—Y según dicta la tradición —le seguía susurrando el Arzobispo—, quien será el nuevo monarca debe elegir ser bendecido con uno de los dioses secundarios ¿a cuál de todos ellos elegirá?

Esa tradición iba más allá de un acto simbólico para mantener el equilibrio sagrado, sino que se consideraba, además, que esa elección uniría al soberano de manera especial con aquel dios secundario escogido por él mismo.

«¿Dioses principales? ¿Dioses secundarios? —se debatía en su mente, preocupado—; ¡yo no conozco a ninguno! —Hasta que se acordó de la deidad a la que los De Cave agradecían en su mesa—. Oh, ¡es cierto!».

—Elegiré a la Diosa de la Salud —contestó con voz queda y con aparente confianza en su elección, como si supiera del tema.

Su Santidad asintió con su cabeza, tomó la botella de óleo y se posicionó frente a Azra.

—¡En este día que da comienzo al año 937 —comenzó el Arzobispo, su voz resonando en todo el lugar—, nos reunimos en esta sagrada Catedral para presenciar la coronación de nuestro futuro monarca ante los ojos de los dioses...!

«Palabras, palabras y palabras; ¡al grano, anciano!», hubiese querido decir Azra, mientras Lúther Ergógliob seguía recitando su discurso ceremonial.

—... y ahora por fin —culminaba Su Santidad— ha llegado el momento de la unción del óleo bendito. —Descorchó la botella y se preparó para ungirle el óleo a Azra, el cual estaba perfumado con las combinaciones florales de las rosas y los jazmines.

El arzobispo Lúther Ergógliob se colocó de frente a Azra y le pidió que se arrodillase; y así hizo él: Azra, con algo de pudor y nerviosismo por situarse así frente a una cantidad tan grande de gentío, se arrodilló y extendió sus brazos hacia adelante con sus palmas apuntando hacia arriba y sus ojos cerrados, tal y como Aris le había explicado.

En medio del silencio donde solo se oían los pasos de Lúther sobre el altar, el eclesiástico se colocó un poco de óleo sobre las yemas de sus tres dedos del medio de cada mano.

—Que la Diosa de la Luz y la Justicia ilumine tu reinado con benevolencia y guíe tu camino hacia la prosperidad del pueblo. —Le ungió óleo en ambas muñecas.

«Esto se siente demasiado extraño y sin mencionar que es vergonzoso», pensó Azra, empecinado.

—Que el Dios de la Vigorosidad y la Guerra fortalezca tu espíritu y te brinde valentía en los desafíos que te esperan. —Le ungió óleo en la zona baja del cuello y sus clavículas.

«Al menos tiene un aroma agradable —se dijo—; creí que sería algo más asqueroso».

—Que el Dios del Fuego y la Resiliencia encienda con su chispa divina la llamarada de tu voluntad, concediéndote la determinación para superar cualquier adversidad. —Le ungió óleo en sus dos sienes.

«Esto se siente demasiado relajante... Hasta podría dormirme de lo bien que se siente».

—Y que la Diosa de la Salud proteja tu ser y te otorgue una larga vida para guiar a nuestro reino hacia tiempos prósperos. —Le pasó óleo por la frente.

Azra sintió un cosquilleo agradable que viajó desde su frente hacia el resto de su cuerpo. Lúther dejó la botella de óleo y tomó la rústica corona.

Daniel, Margaretha y Végrand De Cave, ubicados en una zona intermedia, por detrás del alto clero, observaron con orgullo el modo en que Su Santidad tomó la corona hecha por Végrand y su equipo, y observaron con ternura el momento en que Lúther se preparó para colocársela a Azra.

—¡Levántate ahora, Azra Mirodi! —clamó Lúther con un timbre de voz contundente—. Ahora que has sido legitimado por los dioses como monarca... ¡Levántate como nuevo rey de Dúblarin!

Azra se levantó con una gracia digna, y Lúther, colocó la improvisada corona sobre su cabeza, sellando así su ascenso al Trono con un toque de solemnidad y majestuosidad.

«¿Están viendo esto? Abuelito, Aurora...», se interrogaba Azra en su interior, emocionado, al tiempo que oía un bullicio inaudible debido a la jarana de todo el gentío.

Y a partir de ese momento, del primer día del año 937 de la Tercera Era de Oikesia, el reino de Dúblarin tuvo nuevo rey...

Un rey que no sólo influiría en el destino de Dúblarin, sino, del continente entero.

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