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Capítulo IX - De la Noche del Golpe a la Familia Real

Con su estrambótica aura ya apagada, regresó al establo, en donde se le revolvió el estómago y el pesar se adueñó de todo su ser al divisar los seis cadáveres que yacían allí entre medio de los intranquilos animales, pero solo se centró en sus dos seres queridos.

Desclavó la flecha que sostenía a Aurora contra la pared de madera; la abrazó amorosamente y jipió, sintiendo el frío de la muerte en las plumas que una vez estuvieron llenas de vida.

Luego de un largo momento, pues había tenido que tomar mucho valor para ello, alzó el cuerpo inerte de su abuelo, depositándolo sobre su hombro derecho, manchándose con su sangre sobre la camisa de lino blanco sin mangas que llevaba puesta, tornándola parcialmente de color carmesí. El joven se estremeció ante la frialdad del cuerpo que alguna vez estuvo lleno de sabiduría y amor.

Con un dolor emocional desbordante, y mientras sus lágrimas se deslizaban por sus mejillas, Azra decidió que su águila y su abuelo merecían un entierro digno... Eligió el gran roble que estaba cerca del establo, en el mismo terreno en que yacía enterrada su supuesta madre.

El joven cavó dos tumbas: una pequeña para Aurora y otra más grande del tamaño de Kitsune, quien era una cabeza más alto que él. En primer lugar enterró a la avecilla, tapándola en su totalidad mientras tenía sus labios fruncidos y sus ojos vidriosos. Después tomó a Kitsune, lo abrazó con ternura... y finalmente lo depositó en la rústica tumba que había preparado para él. Y lo cubrió de tierra por completo.

Azra se quedó por unos instantes parado en el medio del paisaje ante las tumbas, procesando la dolorosa realidad de que su abuelo y Aurora ya no estarían nunca más a su lado. En ese momento, a su desdicha extrema se le sumaron una ira feroz y un odio intratable que resurgieron de nuevo, desatando nuevamente aquella oscura y extraña aura de tinte negra violácea. En esa segunda ocasión, sin embargo, aquel estado le provocó un dolor de cabeza intenso, forzando a Azra a lanzar un grito en seco; se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos en un gesto de agonía. En medio del sufrimiento, aquella voz volvió a hablarle desde dentro de él.

—«Eso es... Deja que tu furia explote... No contengas tu odio y... ve a destruirlo todo».

Azra, desconcertado, creyó que la voz era la suya propia, una manifestación de su dolor y enojo desbordantes que se traducía en locura. Sin embargo, la ira, el odio y el rencor que bullían en su interior lo llevaron a una resolución impulsiva y temeraria: decidió dirigirse hacia Ramaku, la capital del reino, con la determinación de acabar con la vida del Rey con sus propias manos; y lo haría sin importar el alboroto y las consecuencias que ello conllevase, y sin importar si debía enfrentarse a todo el ejército de paladines al que alguna vez aspiró a unirse.

Antes de partir para Ramaku, Azra liberó a su suerte a todos los animales del establo para que pudiesen andar libres por Solánzenor. No estuvo seguro de si tomó una decisión correcta al respecto, pero tuvo el presentimiento de que ya no volvería a la región de Dúblarin Oriental.

Finalmente, y cuando no faltaba mucho para que oscurezca, Azra emprendió vuelo hacia la capital, envuelto en su críptica y oscura aura. «¡Fue el Rey! ¡Fue el Rey! ¡Fue el Rey! ¡Fue el Rey! ¡Fue el Rey!». Las últimas palabras del Príncipe no dejaban de resonar en su mente, y cada vez que las recordaba, se enfurecía aún más.

El trayecto que normalmente llevaba más tiempo, esta vez se redujo a más de la mitad. Azra llegó a la capital al anochecer, preparado para enfrentar al responsable de su sufrimiento.

Así, Azra arribó al extremo suroeste de Dúblarin, teniendo por finalidad ingresar al Castillo Real. El castillo tenía muros altos, anchos y duros, que estaban cubiertos por parte de la Guardia Real, con arcos y ballestas para repeler a los invasores. Ello no fue inconveniente para Azra quien podía sobrevolarlos a una enorme velocidad.

Una vez dentro del perímetro del castillo del Rey, descendió hacia sus enormes puertas principales hechas de roble macizo, aunque no pudo derribarlos de inmediato con solo su fuerza, pues tenía un conjunto de barrotes robustos de hierro que reforzaban las puertas. Aun así, Azra decidió no perder tiempo y la perforó ocasionando un agujero humeante con su potente bola de poder de naturaleza fuego: su Ígneablam.

Un feroz grito se elevó desde la boca de los guardias, que repercutió por todo el castillo: «¡INTRUSO! ¡PROTEJAN A LA FAMILIA REAL!». Al instante, las campanas, convertidas en el toque de alerta, comenzaron a resonar, anunciando la amenaza. Los guardias se precipitaron a atacar al iracundo muchacho de la cara rayada cuyo cuerpo estaba envuelto en una sombría y densa aura, mientras que otros pocos se dirigieron a buscar al príncipe Lánceldric y lo llevaron hacia el último piso del castillo junto a sus padres, a los aposentos de los reyes. Cuatro guardias quedaron dentro de los aposentos protegiendo a la Familia Real, mientras que otros cuatro estaban en los umbrales de aquella recámara.

Los guardias, valientes pero superados, caían uno tras otro ante los contundentes embates de Azra. Su extraordinaria inmunidad a las armas dejaba a los defensores anonadados: flechas, lanzas y espadas... no hacían mella en él.

Azra clamaba por el Rey, rugiendo: «¡¿Dónde está el Rey!? ¡¿Dónde está Léofric Battendsor!?», al tiempo que sus puños y patadas impactaban ferozmente en los guardias.

Un grupo de paladines se unió a la defensiva, pero el resultado no cambió. La extraordinaria resistencia y el feroz poder de Azra desmoralizó a los defensores, quienes caían con facilidad, y el resto sintió un temor sinigual.

Aunque Azra no buscó asesinar a aquellos hombres que solo cumplían con su deber, el saldo de la invasión resultó en varios guardias y paladines heridos de gravedad. Sobre el suelo yacían varios de ellos inconscientes; había sangre, dientes arrancados debido a los brutales golpes... e incluso muchos terminaron con huesos rotos.

Cuando los gritos cesaron y la victoria de Azra se volvió aplastante, tras amenazar de muerte a uno de los derrotados, este, lastimado y pavoroso, confesó que el Rey se escondía en sus aposentos en el último piso del castillo. Azra se encaminó hacia allí sin vacilar.

El rey Léofric, la reina Belisa y el príncipe Lánceldric se encontraban juntos, rodeados de manera defensiva por cuatro guardias de su confianza. El pequeño Lánceldric, nervioso, preguntaba qué estaba sucediendo, y su madre le respondió que estaban bajo ataque pero que descuide, que sus valerosos hombres de seguro los protegerían, y le dio unas cálidas palmaditas.

En un momento de silencio tenso, la Familia Real percibió que los otros cuatro guardias posicionados en la entrada de la recámara soltaron un grito unificado, que calló enseguida dejando al entorno con un silencio pesado e inquietante.

Acto seguido, una figura inconsciente fue arrojada con fuerza, abriendo paso de manera abrupta a través de la puerta de madera quebrantada. Detrás de ese impacto se revelaba la imponente figura de Azra.

Los cuatro guardias, determinados, intentaron proteger con todas sus fuerzas a los Battendsor... pero corrieron la misma suerte que el resto de sus compañeros.

En ese momento, Azra quedó frente a frente con la Familia Real, quienes estaban estremecidos y pavoridos.

—¡Tú...! —soltó el Rey con una mueca estupefacta, al tiempo que el príncipe Lánceldric lloraba y la reina Belisa lo abrazaba de manera protectora. «No esperaba que fuese una bestia tan poderosa»—. Si tú estás aquí, entonces... mi hijo... ¿¡Dónde está mi hijo Áladric!?

—Muerto —replicó Azra de manera gélida.

El Rey emitió un suspiro triste al tiempo que se sobresaltó; Lánceldric lloraba con aún más fuerza y Belisa cayó de rodillas al piso por la dura noticia que le cayó como un balde de agua fría en todo su cuerpo, desmoronándose.

—Mi hijo, mi hijo, mi hijo —farfullaba la Reina—; no puede ser cierto... ¿¡DÓNDE ESTÁ MI HIJO ÁLADRIC!?».

—Áladric mató a mi abuelo y a mi águila, e intentó quemarme a mí. —Azra intentó hacerles entender que Áladric murió porque era un hombre cruel y despiadado, pero los Battendsor no atendían a razones más allá de las suyas propias—. A ustedes dos no les haré nada —les dijo a Belisa y a Lándelcdric; luego, se volvió a Léofric—. Pero el Rey tiene que morir.

El Rey temió por su vida, y le ofreció a Azra todo el oro, tierras y riquezas que él demandase... pero el muchacho solo deseaba su deceso. Quería venganza y, con su mano extendida, amenazante hacia el rey, formuló su hechizo de fuego, apuntándolo con aquella bola ígnea directamente.

«¿¡Es un mago!?», se preguntó el Rey, temeroso y sorprendido, mientras la amenaza ardiente se cernía sobre él.

—¡Espera, espera, espera! —farfulló, haciendo un ademán con sus manos como pidiéndole que se detenga.

—¡No tienes que hacer esto! —gritó y suplicó Belisa, desesperada, con su voz quebrantada y sus lágrimas recorriendo su rostro mientras seguía abrazando de manera protectora a su hijo.

Azra la miró con una mueca triste, pero su determinación no flaqueó.

—Mató a mi familia...

Azra, con una mirada de desdén, lanzó su Ígneablam hacia Léofric. Un grito desgarrador escapó de los labios del Rey mientras el fuego lo consumía vivo. En un acto de desesperación, Léofric corrió hacia el balcón, tropezando y cayendo varios metros hacia abajo por el acantilado. El impacto resonó con un sonido sordo cuando Léofric golpeó el borde del acantilado antes de precipitarse en el abismo. Su cuerpo inerte siguió la corriente del mar Reticente, llevándose consigo el peso de un destino trágico a lugares desconocidos, allí donde solo los dioses saben.

Belisa y Lánceldric gritaron y lloraron con una desesperación amarga. En ese instante, dos de los guardias que habían sido derrotados por Azra se levantaron, impidiendo que Belisa se acercara al asesino del Rey.

—¡Te maldigo! ¡No sé tu nombre, pero te maldigo! —gritaba Belisa entre sollozos, experimentando un resentimiento desbordante hacia Azra, mientras los dos guardias intentaban sacarla de la estancia.

—Mi nombre es Azra Mirodi —replicó fríamente—. Ahora este castillo me pertenece, y ustedes, madre e hijo, deberán abandonar Dúblarin para siempre. Si no lo hacen, su destino será el mismo que el de Áladric y Léofric. Lleven consigo todas las posesiones de valor que deseen y márchense antes de que me arrepienta de perdonarles la vida.

—¡Que los dioses te castiguen y que los demonios te arrastren a lo más profundo del infierno! ¡Te maldigo, Azra Mirodi!, ¡monstruo repugnante! —bramó por último Belisa, con una expresión furiosa y sus ojos humedecidos y enrojecidos mientras los guardias se la llevaban junto a su hijo.

Después de un tiempo, Azra quedó solo en la recámara. El último piso del castillo ahora estaba vacío, abandonado por el miedo que había infundido en todos. Se sumió en reflexiones profundas. Aunque había logrado su venganza, su ira y su tristeza no se aplacaron tan siquiera un poco. Su aura negra violácea se desvaneció, y él notó el agotamiento que le dejó el uso prolongado de ese extraño poder. Todos sus músculos le dolían. «Creo que es la primera vez que siento un dolor físico real; este nuevo poder... me dejó debilitado». Y se quedó sentado sobre la cama que pertenecía a los reyes.

«Me pregunto si mi abuelito... hubiese aprobado esto que hice. —Se quedó debatiendo en su mente la respuesta—. Creo que no».

Azra no logró conciliar el sueño y permaneció inmóvil en la cama. La luz del nuevo día eventualmente iluminó la habitación, encontrándolo sumido en sus pensamientos, contemplando las consecuencias de sus acciones en la tranquilidad de la mañana recién nacida mientras los pájaros entonaban sus melodías.

En un momento de la mañana, después de que los Battendsor ya no estaban, pues Belisa y Lánceldric tenían planeado navegar hacia la isla del este, Islándevik, llevándose consigo una gran cantidad de riquezas y hombres de confianza; los dos dignatarios de más alta jerarquía que habían quedado en el inmenso castillo, Aris, el Consejero del Rey, y Marcius, el General en Jefe del ejército, se acercaron lenta y pacíficamente a Azra. Ambos levantaron las manos en señal de rendición, enseñando con claridad que no deseaban conflictos.

La atmósfera en la sala se cargó con un silencio tenso mientras Azra los observaba con una mirada impasible.

—D-d-dis-disculpe... s-señor... —Aris balbuceaba, visiblemente aterrado—. Solo veníamos a preguntarle...

—Léofric y Áladric están muertos; los maté yo. A Belisa y a Lánceldric los eché de Dúblarin, les dije que si volvían los mataría. Así que sí, es cierto, los Battendsor ya no están —respondió Azra en seco, sin dejar que Aris formulara su pregunta.

Aris y Marcius intercambiaron miradas, desconcertados, sin saber cómo reaccionar o qué hacer.

—Y... dígame... señor... —titubeaba Marcius.

—Mi nombre es Azra.

—Azra... —prosiguió Marcius—. Ahora que se deshizo de la Familia Real..., ¿qué es lo que planea... hacer?

—Es gracioso que preguntes —contestó Azra con una sonrisa que apenas ocultaba su dolor emocional—, estuve pensando en ello toda la noche, y ya lo decidí. —Se levantó de la cama y se colocó frente a Marcius y Aris—. Yo reemplazaré a los Battendsor y haré de este reino un lugar más justo, incluso para los ignorados y desdichados campesinos de Dúblarin Oriental. Yo sucederé a Léofric. Será un cambio por la fuerza, pero será uno necesario; uno que este funesto reino tanto necesita.

Aris y Marcius se miraron con aún más desconcierto, reconociendo en silencio que ya no tenían opciones y que no podían oponérsele.

—Es cierto que ignoro las cuestiones que tienen que ver con las conductas y solemnidades reales... —admitió Azra con cierto bochorno— pero, ¿no tendrían que inclinarse ante mí en esta situación, o algo por el estilo? —preguntó, con una expresión facial amenazante y con el afán de probarlos—. Ahora seré el nuevo Señor de este reino y de estas tierras, le disguste a quien le disguste.

Marcius y Aris hincaron sus rodillas ante Azra en falsa señal de respeto, puesto que solo le obedecieron por mera coacción; por su sensación de temor hacia él.

En ese momento, Azra comprendió que ahora el poder le pertenecía.

En el gesto de sumisión de estos dos altos dignatarios, resonó el eco de una nueva era en la historia de Dúblarin, y Azra se dio cuenta de que ahora el destino del reino y de las gentes, sería responsabilidad suya... Y por sobre todas las cosas, que él debía ser un líder más bondadoso y más justo que la anterior y cruel Familia Real.

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