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El pequeño caniche de la familia Aimar escarbó en la tierra húmeda junto a la pileta, tal vez allí la temperatura descendiera al menos unos tres grados. El sol ya había abandonado su punto más alto en el acendrado cielo. Las hormigas rojas del patio marchaban en una larga procesión con el cadáver de un escarabajo a cuestas; y la luz era nuevamente reconectada en el tres ochenta y dos de la Miguel Cané.

Pablo había perdido la noción del tiempo tirado en el piso de su habitación junto a su cama. El calor encerrado allí era casi insoportable, pero más asfixiante sería volver a ver el rostro de Lionel. Aunque aquello de sostener su cintura haya sido una simple broma, su corazón había saltado justo en medio de su pecho. De tan solo recordarlo, sus mejillas volvían a colorearse de un furioso bermellón.

Una hora más tarde, apagó su ventilador Atma para escuchar cómo sus viejos se despedían de Scaloni. Luego se asomó por su ventana, sin mover las cortinas traslúcidas que ocultaban su presencia, para ver a Lionel salir. Pero, a pesar de haber escuchado la puerta principal cerrarse, no vio a nadie cruzar el pequeño camino de piedra caliza que dirigía hacia las rejas negras de afuera. Mordió su labio inferior algo decepcionado, suponiendo que se retiró antes de lo que había calculado por los sonidos que llegaban hasta su cuarto.

—Che, te veo por la luz de la tele —enunció un acento santafecino que reconoció de inmediato. Sobresaltado, corrió la cortinas para encontrarse con Lionel parado al otro lado—. Hola... —lo saludó con prudencia—. Seguro que todavía estás enojado, pero te juro que fue una joda. No quiero estar así mal con vos. Me vas a tener en tu casa seguido, no da que estemos peleando por una boludez así —argumentó con una expresión de verdadero arrepentimiento, aunque Pablo se sentía algo molesto con la insistencia de que aquello no había sido más que un mal chiste, y no alguna reacción natural del calor del momento.

¿Calor del momento? Repitió Aimar mentalmente. ¿Estaba deseando que su vida fuera como una novela colombiana? No, dios, no puedo llegar tan bajo, este nivel de trolo no debería estar permitido. Continuaba pensando sin darle una respuesta al muchacho que esperaba por alguna respuesta suya.

—¿Y? ¿Estamos bien? —repitió secando el sudor de su cuello. Aimar tragó saliva al verlo de aquella manera. Repentinamente recordaba cómo horas antes sus manos se habían humedecido con la transpiración de su pecho.

—Si, no me encerré porque estaba enojado con vos, me dormí, solo fue eso —mintió cerrando nuevamente sus cortinas. Prendió el ventilador otra vez, y Lionel se retiró aún algo dubitativo. Pablo se tiró sobre su cama. Inhaló todo el aire que le permitieron sus pulmones y luego lo dejó escapar en un muy prolongado suspiro viendo las últimos haces de luz colarse por su ventana.

Sus manos se pusieron algo inquietas sobre su torso mientras miraba la pintura descascarada de su techo. Jugaba con sus dedos a tocar un piano imaginario sobre sus costillas. La imagen de su mano sobre los rizados vellos oscuros del pecho de Lionel se continuaba repitiendo en su cabeza como el celuloide de una película muda. Su siniestra, lentamente, abandonó ese solo de piano para bajar hasta rozar el cierre de su pantalón. Mojó sus labios con la punta de su lengua y con su diestra corrió algunos cabellos ondulados que se habían pegado sobre su frente.

Por unos minutos, Pablo se quedó así, con su dedo índice rozando los dientes de su cierre y su otra mano rascando la parte frontal de su cabeza. El calor parecía estar a punto de dar tregua al inicio de la segunda parte de la tarde, esa donde de pronto la ciudad era iluminada por una marea de luces artificiales. Sin embargo, la cama aún ardía, tal vez debió quedarse en el piso.

Se levantó de su lecho notablemente inquieto, dio algunos pasos en círculo por su habitación y luego, se quedó mirando su puerta. Desvió tan solo por unos segundos su mirada hacia el último cajón de su cómoda, se pasó ambas manos por su cabeza y, finalmente, cerró su puerta con llave.

Avanzó un paso, luego dos, y por último tres. Se encontró junto al mueble de donde sacó una revista playboy que le habían regalado sus amigos como recuerdo de las muchas que habían coleccionado gracias a la complicidad de un diariero de Río Cuarto. Antes de volver a recostarse en su cama, se quitó la remera y la bermuda, quedando tan solo con un bóxer negro cubriendo su intimidad. Su delgada y pequeña figura se reflejó en el espejo de cuerpo completo colgado en la puerta de su ropero. Se observó por apenas un instante, y luego, con la punta de sus dedos, acarició suavemente el centro de su pecho.

¿Cómo se sentiría la piel desnuda de Lionel rozando contra la suya?

Otra pregunta extraña, otro deseo inadecuado.

Tomó nuevamente entre sus manos la revista de mujeres desnudas, la dejó abierta en una página donde posaba una mujer de cabello oscuro, de pechos redondos, de piernas torneadas y una piel apenas bronceada. Respiró profundo, sacudió su cabeza y bajó un poco la tela elástica alrededor de su intimidad hasta liberarla de su prisión. Sin dejar de ver los pechos de la mujer, comenzó a estimular su dormido pene con la ayuda de su pulgar y su índice. Su respiración se iba volviendo más pesada a medida que los pequeños cosquilleos placenteros en su sexo se hacían más constantes.

Pero, a pesar de ello, no se despertaba del todo, continuaba bastante flácido. Años atrás ni siquiera necesitaba estimularse para tener una erección al hojear aquel tipo de revistas. Los pechos grandes solían gustarle demasiado, pero ahora parecían solo darle un placer a medias.

Mordió su labio inferior visiblemente frustrado. Exhaló con rudeza y cerró sus ojos. Si no eran una tetas operadas redondas y duras, ¿qué necesitaba visualizar para que la sangre se agolpara en su pene? La respuesta no le sorprendió demasiado, pero tampoco le agradaba llegar tan rápido a ella.

Los brazos de Scaloni estirándose para llegar al techo, sus venas marcándose por el esfuerzo, sus músculos tensados, y el sudor resbalando por cada centímetro de su piel. Su sonrisa al verlo a los ojos, sus rizos negros cayendo uno a uno sobre su frente húmeda, su nariz tallada a mano, su mentón, sus manos, y sus piernas...

—¡¿Por qué un tipo tiene que estar tan fuerte?! —espetó en voz baja abriendo sus ojos para descubrir una erección lista para ser atendida, incluso notó algunas gotas de líquido preseminal brotando de su ureta sin un ápice de vergüenza.

Se tiró nuevamente sobre su cama, primero, volviendo a mirar al techo, pero no se sentía cómodo. Pensó en pararse otra vez, pero tampoco le parecía bien. Finalmente, casi experimentando, decidió darse la vuelta y quedar arrodillado sobre el colchón. Aclaró su garganta, y cerró su siniestra sobre su pene. Poco a poco, su respiración se iba haciendo más pesada a medida que su mano subía y bajaba por su erección. En su mente, el pecho Scaloni se repitió una y otra vez como el celuloide de una película muda.

Sus labios se entreabrieron dejando escapar roncos gemidos que provenían de los más profundo de su garganta. No recordaba haber estado así de excitado antes. Sentía que su cuerpo ardía y que no podía controlar sus caderas que buscaban más contacto de su propia mano.

Recordó al Lionel de la plaza, iluminado por las farolas de luz blanca, rodeado por la frescura de una noche cordobesa. En ese momento no se había percatado de lo hermoso que era sonriendo desinteresado, o hablando de su vida, o de cosas que escuchó de más joven, o simplemente respirando.

Sus rodillas ya no podían sostener su peso, todo su cuerpo se iba desarmando lentamente por las corrientes cargadas de placer que atravesaban su espina dorsal. Apoyó su pecho sobre el colchón, dejando únicamente su pelvis en alto para continuar con ese agonizante vaivén de su diestra sobre su erección. Aprovechando la posición, mordió su almohada para que no se oyeran sus gemidos que cada vez eran más fuertes y vergonzosos.

De pronto, sin poder anticiparlo, cerca de su clímax se imaginó a Lionel debajo suyo, sosteniendo su cintura, rozando su pene con el suyo, diciéndole alguna estupidez al oído y con el sudor de ambos mezclándose en un solo.

Esa simple imagen de dos idiotas excitados, le hizo correrse como nunca antes lo había hecho en sus cortos diecisiete años de vida. Una cantidad de semen anormal manchó las sábanas de su cama y, sobre su almohada, no gimió como otras veces. Ésta vez, gritó sobre ella sintiendo como un espasmo increíble se adueñaba de cada rincón sensible de su carne.

"Oficialmente soy trolo", murmuró mientras se paraba para observar en más detalle el desastre que había dejado sobre su lecho.

...

Lionel salió de la ducha con una sonrisa de oreja a oreja. Veía en todos lados la fotografía mental de él agarrando a Pablo por la cintura. Aquello no había sido correcto, y estaba consciente de que había abusado de su confianza. Pero, por otro lado, nadie le quitaba lo bailado.

—Che, ya que terminaste de bañarte, ¿me podes ir a comprar unas cosas antes de que cierre el local? —le pidió su madre algo agitada con la cena de aquella noche—. Toma, comprame dos litros de lavandina, un litro de soda cáustica, dos de perfumina de lavanda y una caja de espirales —anotó en un papelito que entregó a su hijo mayor junto con el dinero—. ¡No te olvides de llevar botellas! —gritó antes de volver a la cocina.

—¡Má! ¡Ya no necesito papelito, me acuerdo! ¡No soy un niño! —chilló ofendido. Su madre no le respondió, pero él tampoco dejó el papel en la casa.

Salió de allí con tres botellas de plástico vacías de Naranpol. La noche, que había sido esperada como un escape de la calurosa tarde de aquel día, llegó pesada y húmeda. Lionel no tardaría en sudar su ropa limpia recién puesta. Tampoco tardaría mucho en ponerse de mal humor por una madrugada insoportable en la que le costaría conciliar el sueño.

—¡Niño! ¡Qué envidia! ¡Ya quiero darme una ducha! —exclamó Christina apenas entró al local de limpieza a tres cuadras de su casa.

—No tenes nada que envidiarme porque me pase el día laburando de electricista trucho —respondió cansado dejando las botellas sobre el mostrador.

—Escuché por ahí que te peleaste con Román y que tu viejo te suspendió un tiempo de la sodería. ¿Qué pasó? ¿Es verdad? —inquirió chismosa como siempre. Lionel no pudo hacer más que sonreír divertido, le parecía increíble lo rápido que corrían los chismes en aquel barrio alejado del centro de la ciudad.

—¿Por qué te voy a decir a vos? Se lo vas a contar a la otra mitad de la gente que no se haya enterado.

—¡Ay, che! ¡¿Cómo pensas así de mí?! ¡En que mal concepto me tenes! —decía con una exagerada voz femenina recargándose sobre el mostrador. Sus pechos, que casi se escapaban del diminuto top de un rojo encendido que llevaba puesto, lo hacían sentirse algo incómodo. Estaba seguro de que las mujeres no le atraían, pero Christina lo hacía sentirse raro, curioso.

Las melodiosas campanillas del llama ángeles de la puerta de vidrio volvieron a sonar. Un hombre de unos cuarenta años había entrado en el lugar, miró a la mujer con un marcado desprecio, pero aún así esperó su turno para ser atendido. Christina siempre era la última en cerrar. Si te quedabas sin papel higiénico muy tarde por la noche, no quedaba de otra que acercarse a su local. El cual, con gran esfuerzo, había puesto hacía no más de dos años.

Su llegada al barrio fue todo un escándalo. Una mujer en minifalda de vaquero que marcaba un prominente trasero que difícilmente podía pasar inadvertido; junto con alocados rulos que delineaban un rostro excesivamente maquillado. Labios rojos, párpados celestes y un intenso rubor en ambos pómulos. ¡Mujer más escandalosa, ese barrio nunca antes había conocido!

Pero, todo aquello no fue más que la antesala a la verdadera perversión moral, porque al abrir su boca y saludar a los primeros vecinos curiosos que se acercaron a su persona, descubrieron que donde debía haber una melodiosa voz femenina, había un "hombre" agudizando su voz. ¡Qué horror! Exclamaron las viejas chismosas. ¡Pa' que les duela! Respondió la muchacha sabiéndose envidiada por sus curvas y su increíble belleza.

Desde entonces no ha faltado quien murmure en el barrio la "ingeniosa" pregunta de: "¿viste el trava del local de artículos de limpieza?". Los ingenuos creían afectarla con palabras hirientes de una condición de la que ya era consciente. Pero ella, inteligente como ninguna, solo veía publicidad gratuita que ayudaba a su negocio cada día. Curiosos por ver al travesti del barrio, entraban en su local y se llevaban la grata sorpresa de contar con los precios más baratos de la zona. Hasta el viejo más conservador volvía a su lugar, prefería soportar cinco minutos de inmoralidad, que pagar veinte centavos de más en el supermercado de la ruta.

—Dígame qué quiere, Don Julio —le dijo al hombre que esperaba detrás de Lionel, quien estaba a punto de reclamar, él había llegado primero.

El anciano rápidamente solicitó dos paquetes de papel higiénico, pagó por ellos y salió casi corriendo del local como si fueran a crecerle pechos por estar cerca de ella. Christina estaba acostumbrada, ni siquiera le resultaba molesto. Estaba agradecida de vivir allí y no tener que recurrir a la noche. Escenario en el que la gente acostumbraba ver a las personas de su clase y, es por ello, que su existencia resultaba chocante. Porque los obligaba a encontrarse con ella a plena luz del día.

—Tengo una pregunta que hacerte, me voy a morir si no te lo pregunto —enunció saliendo de detrás del mostrador para bajar la persiana desde una correa que se encontraba a un lado de la vidriera.

—¿Qué pasa? —interrogó un poco confundido con la apresurada privacidad que requería la pregunta.

—¿Qué pasa entre vos y el pibe que se mudó hace poco? Siempre andan juntos —dijo lo último con una mirada pícara volviendo al mostrador—. Y por favor, no me tomes de estúpida, no me digas que no te pasa nada. Te brillan los ojitos mientras caminas con él y la jeta se te ensancha de tanto que sonreír mientras te habla.

—No entiendo lo que me estás diciendo, vos crees que yo...

—¡Ay, Lionel Scaloni! ¡No te hagas el loco conmigo! ¡Soy una travesti hecha y derecha, y puedo ver a través de ti! —vociferaba como cual gitana que leía la suerte en plena vía pública.

—¡No me grites! ¡Nadie sabe que soy...!

—¿Puto? ¿Trolo? ¿Maricón? ¿Tragasable? ¿Que si no te comes la galletita haces ruido con el papel?

—Si... todo eso...

—Mi vida, solo no lo saben los que no quieren verlo, pero es re obvio que te gustan las pijas, te chamuyas a cada pibe lindo del barrio.

—¿En serio?

Christina asintió con la cabeza, Lionel abultó sus labios en un tierno puchero incompatible con su edad. El santafecino estaba decepcionado de sí mismo, cómo podía ser que fuera tan transparente con las cosas que sentía. Si no se controlaba, Aimar saldría corriendo de él en cualquier momento. ¿Quién quiere ser amigo de un puto?

—Che, cambia esa carita. No tenes que avergonzarte de lo que sentís, es normal, no importa lo que diga la tele, sos una persona amando a otras. Y cualquier cosa que necesites saber sobre... Ya sabes... Sexo. Veni a consultarme. Por favor, no vayas a coger con penetración sin preguntarme, se pueden lastimar.

Lionel, por primera vez, se sintió contenido, aunque también profundamente avergonzado. Siempre había tenido que ocultar sus verdaderos sentimientos y, la única vez que quiso mostrarse al mundo, lo habían devuelto al armario de una patada en el corazón. Una enorme sonrisa no tardó en poseer sus labios, y Christina sonrió por igual acariciando su mano. El pequeño Lionel tenía la edad de su sobrino, uno que no le permitían ver por quién era. Se sentía bien imaginar que estaba ejerciendo, al menos por una vez, como de la tía buena onda. 

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