Capítulo 9 (Maldición)
A veces, mientras hablaba, parecía que se le dislocaban algunos huesos.
—Sí, ya no podemos recibir la luz del sol —respondió—. La claridad del día quema nuestra piel.
Me froté la cara con las manos; por momentos, pensaba que todo se trataba de una pesadilla.
—Pero he visto cómo uno de tus compañeros devoraba ese cadáver —añadí, señalándolo con el dedo—. ¿Lo habéis matado vosotros?
Maner emitió una risa perversa y asintió con la cabeza.
—¿Por qué? ¿Te has convertido en un asesino sin escrúpulos?
—¡Soy un maldito! —exclamó con rostro endemoniado—. ¡Ya no soy humano!
—Claro que eres humano, y también mi amigo —le aseguré—. El hecho de que sigas llevando ese pañuelo prueba que estoy en lo cierto.
—Lo tengo atado al brazo para no olvidar quién soy, o, mejor dicho, quién era —respondió, cabreado—. Vivir en la oscuridad del bosque es angustioso. Dime una cosa, Éliar, ¿no te doy miedo?
Maner mostró sus dientes manchados de sangre y, acto seguido, comenzó a reír con gestos dementes.
Antes de que pudiera contestarle, retomó la palabra.
—¿Qué fue de mi madre, Éliar?
Negué con la cabeza.
—Lo siento —respondí.
La chica me agarró por la espalda y tiró de mí hacia atrás.
—Nos están rodeando —me susurró—. Deberíamos irnos de aquí cuanto antes; esto podría ponerse muy feo.
—¿De verdad sigues considerándome tu amigo? —preguntó, fuera de sí—. Entonces entréganos a esa ramera.
Ella le escupió en la cara.
—Vete al infierno —dijo, asqueada.
—¡Vamos, Éliar! —insistió Maner—. ¡Entréganos a la chica y te dejaré marchar!
—¿Para qué la quieres? ¿Qué vas a hacer con ella? —pregunté, indeciso—. No iréis a comérosla, ¿verdad?
Maner volvió a erizarme la piel con su terrorífica risa.
—Me encanta la carne humana... —susurró—. Debería haberla probado mucho antes; así nunca me habría faltado alimento.
Tragué saliva; mi amigo se había convertido en un caníbal sin escrúpulos.
—¡Atrás! —gritó la joven, arrebatándome la antorcha para zarandearla con furia—. ¡Os quemaré vivos!
Los engendros emergieron de entre las sombras del bosque, salivando con ansias. Sus movimientos erráticos y sus ojos vacíos eran aterradores.
—¡Vamos, idiota! ¡Muévete o estás muerto! —me apremió, agarrándome de la mano con fuerza.
Corrimos a toda prisa, el débil resplandor de la antorcha era nuestra única guía entre la densa oscuridad. Las ramas y raíces parecían querer atraparnos a cada paso.
—¡Corre más rápido! —exclamó, visiblemente nerviosa—. ¡Son más rápidos de lo que parecen!
Miré hacia atrás y lo confirmé con horror: los sinsombra nos seguían a un ritmo vertiginoso, arrastrándose como alimañas o trepando con agilidad sobre los árboles cercanos. El pánico se apoderó de mí, y fue entonces cuando tropecé con una raíz sobresaliente. Caí al suelo de bruces, el aire se me escapó del pecho.
Uno de los engendros estaba a punto de alcanzarme cuando la joven, sin dudarlo, arrebató el fragmento de lanza que llevaba en mi mano y lo hundió con precisión en la frente del monstruo. La criatura se desplomó, y su cuerpo comenzó a convulsionar en el suelo.
—¡Espabila! —me espetó, tendiéndome la mano para levantarme—. ¡No pienso salvarte el culo otra vez!
El caos que nos rodeaba era indescriptible. Mi mente rogaba que todo aquello fuese una pesadilla, pero la crudeza de la realidad me devolvía al terror del momento.
—¡Cuidado! —grité, pero ya era tarde.
La joven resbaló, y su pie quedó atrapado en una grieta que no habíamos visto. En un abrir y cerrar de ojos, quedó colgando al borde de un agujero que parecía no tener fondo.
—¡No me sueltes, por favor! —me suplicó con los ojos desorbitados.
Me esforcé por sostenerla, pero la fuerza de la gravedad era demasiado grande. Mi agarre cedió, y juntos caímos al interior del socavón. La caída fue larga y dolorosa. Aterricé de espaldas y la muchacha cayó sobre mí, aplastándome. Su rostro estaba tan cerca que podía sentir su respiración cálida en mis labios.
—Date prisa, no tenemos tiempo —murmuró con urgencia, levantándose y tirando de mí con rapidez—. Esos bastardos no tardarán en seguirnos.
Avanzamos por lo que resultó ser un pasadizo subterráneo. El hedor era insoportable, una mezcla de podredumbre y humedad que nos obligaba a cubrirnos la nariz con las manos. El túnel estaba repleto de telarañas gigantescas, ratas y otros animales que se movían entre las sombras.
—¿Quién demonios podría haber construido algo así? —pregunté con intriga—. Y, más importante, ¿adónde lleva?
—No lo sé, pero necesitamos encontrar una salida antes de que la antorcha se apague.
Sus palabras resonaron con urgencia. Las risas siniestras de los sinsombra hacían eco en las paredes, recordándonos que nos seguían de cerca. Aceleramos el paso, esquivando los obstáculos del terreno.
De repente, algo en el suelo llamó mi atención. Me agaché para observarlo mejor.
—¿Qué haces? —preguntó ella, impaciente.
—Esto no puede ser... —murmuré, incrédulo—. ¡El ejército usa estos túneles!
—¿Qué estás diciendo? —replicó, frunciendo el ceño.
Señalé los restos de piezas metálicas dispersas por el suelo. Reconocí de inmediato fragmentos de las armas de asedio en las que había trabajado.
—No hay duda —afirmé—. Están transportando las armas bajo tierra.
Ella me ayudó a levantarme de un tirón y me empujó hacia delante.
—Esto no importa ahora, ¡los sinsombra están cada vez más cerca! —gruñó con enfado.
Echamos a correr de nuevo, con el aliento quemando nuestras gargantas. Justo cuando la llama de la antorcha agonizaba, un débil rayo de luz se filtró al fondo del túnel. Aunque la claridad del amanecer era una señal esperanzadora, no lograba disipar del todo mi temor.
—¿Y si no llegamos a tiempo? —pregunté en voz baja, sin poder evitar mirar hacia las sombras que nos acechaban.
—¡Claro que llegaremos! —exclamó la joven con firmeza, aunque la tensión en su rostro traicionaba su propia incertidumbre.
Su determinación me empujó a seguir avanzando, a pesar del peso del cansancio y las dudas que se aferraban a mí.
—¡No pares ahora, Éliar! —gritó, casi desesperada—. ¡Corre!
Inspirado por su urgencia, me obligué a seguir adelante, enfocándome en la luz que prometía nuestra salvación, aunque un rincón de mi mente seguía inquieto, incapaz de ignorar el peligro que se cernía sobre nosotros.
—¡Te tengo! Maner se abalanzó sobre la chica y hundió los dientes en su clavícula.
—¡Ayúdame! —me suplicó entre jadeos, mientras forcejeaba con todas sus fuerzas.
Miré hacia la claridad que se filtraba desde la abertura cercana. Estábamos a unos pasos de la salida, a un suspiro de escapar de aquel infierno. La tentación de abandonarla, de usar este momento para vengarme de la ladrona, se coló en mi mente. Pero algo dentro de mí, una intuición, o tal vez un susurro de mi conciencia, me advirtió que, si lo hacía, me arrepentiría el resto de mi vida.
Me giré sobre mis talones y, sin pensar demasiado, golpeé a Maner con un puñetazo en la espalda. El impacto le hizo soltar a la chica, y entonces se giró hacia mí con los ojos llenos de ira y desesperación.
—¡Tú creaste la banda! —rugió con su voz rota y desencajada—. ¡Debiste haberme acompañado al bosque, Éliar! ¡No debiste dejarme solo!
La joven, tambaleándose por la herida en su clavícula, comenzó a retroceder hacia la salida.
—¡Espera! —exclamé—. ¡No me dejes...!
Pero no pude terminar la frase. Maner se abalanzó sobre mí como un animal rabioso, tumbándome al suelo.
—¡Éliar! —gruñó entre dientes—. No dejaré que sufras como yo. Te mataré antes... y después te devoraré.
Mis esfuerzos por contenerlo parecían inútiles. Puse mi mano en su rostro para mantenerlo alejado, pero él me mordió los dedos con saña, arrancándome un grito de dolor.
—¡Atrás! —grité desesperado, mientras buscaba a ciegas algo, cualquier cosa, dentro de mi zurrón tirado en el suelo.
Mis dedos tropezaron con un frasco. Lo saqué y, sin pensarlo dos veces, se lo estampé en la cara. El líquido aceitoso se esparció sobre su rostro, pero ni siquiera eso logró detenerlo.
Maner se lamió la grasa que le resbalaba por las mejillas y me miró con una sonrisa perturbadora.
—Delicioso... —murmuró con voz ronca.
—¡Ey, engendro!
Para mi sorpresa, la chica no me había abandonado.
—Chúpate esto —le dijo con rabia.
En un movimiento rápido, utilizó el yesquero que había sacado de mi zurrón y prendió el aceite que empapaba la cara de Maner. Las llamas se propagaron de inmediato, iluminando el oscuro pasaje con un resplandor aterrador.
Los alaridos de Maner se expandieron por el túnel, cada grito más desgarrador que el anterior. El que fuera uno de mis mejores amigos, un miembro de la Banda del Lazo Blanco, estaba siendo consumido por el fuego.
Me quedé inmóvil, con los ojos clavados en el horror de la escena, incapaz de procesar lo que acababa de ocurrir. El yesquero, el regalo que me hizo hace cuatro años, había sido la herramienta que lo condenó a una muerte dolorosa.
Recuperé el aliento y murmuré en voz baja:
—Descansa en paz, amigo.
Con un nudo en el pecho, me apresuré a recoger mi zurrón y, sin mirar atrás, seguí a la chica hacia la salida.
Una vez fuera, la ladrona se dejó caer al suelo, exhausta, mientras intentaba recuperar el aliento.
—Esos desgraciados ya no podrán hacernos nada —dijo mirando hacia la entrada de la gruta.
Observamos cómo varios malditos se asomaban tímidamente por la abertura del túnel. Su piel se chamuscaba al instante al entrar en contacto con los rayos de luz, que se filtraban a través del dosel arbóreo. A pesar de su amenaza latente, la claridad del día nos protegía.
—¿Sabes en qué parte del bosque nos encontramos? —le pregunté, tratando de entender nuestro entorno.
La joven se levantó, miró a ambos lados con atención y luego alzó la vista hacia el cielo.
—Si mi orientación no me falla, deberíamos dirigirnos por allí —dijo, señalando con convicción—. El sol sale por el oeste.
Noté que los dedos de mi mano derecha estaban empapados en sangre. Los mordiscos de Maner habían dejado heridas profundas, y el dolor empezaba a intensificarse. Me envolví la mano con un trozo de tela rasgada de mi ropa para contener la hemorragia.
—¿Qué hay en esa dirección? —pregunté, tratando de distraerme del dolor.
—Dárasen.
—¿Qué es Dárasen?
La muchacha suspiró y se cubrió el rostro con una mano, como si hubiese olvidado algo obvio.
—Olvidaba que eres un marginado —dijo, con un tono más cansado que despectivo—. No conoces nada más allá de ese inmundo pueblo en el que vives. Dárasen es la villa más cercana a Ástbur, y, además, es mi lugar de nacimiento.
Me dejé caer al suelo, agotado. La tensión de la huida, las heridas y el impacto emocional de lo ocurrido con Maner estaban pasando factura.
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo ella, mirándome con el ceño fruncido—. Este bosque no es un lugar seguro. Te llevaré a mi casa; allí podrás recuperarte.
—No puedo ir a esa villa que mencionas —le recordé, con voz apagada—. Si alguien descubre que soy un marginado, me matarán.
—Nadie tiene por qué enterarse de tus orígenes. Mientras tengas la espalda cubierta, estarás a salvo —respondió con seguridad, extendiéndome la mano para ayudarme a ponerme de pie—. Por cierto, mi nombre es Naizy.
—Éliarag —contesté, aceptando su ayuda y poniéndome en pie—. Aunque todos me llaman Éliar.
Mientras comenzábamos a caminar, una extraña sensación se apoderó de mi estómago. No estaba seguro de si era el hambre o el efecto de su sonrisa encantadora, pero algo en ella me resultaba desconcertante.
—Gracias por no abandonarme en ese agujero —dijo Naizy, con una voz tan sincera que casi me hizo olvidar el peligro que acabábamos de superar.
—Lo mismo digo —respondí, aunque en mi mente seguía ondeando el recuerdo de Maner.
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