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Capítulo 8 (El Bosque)

Tras asegurarme de que nadie me seguía, regresé al barrizal y saqué de la tierra el trozo de lanza resquebrajada que tenía anudado el pañuelo. Me guardé el trozo de tela en el bolsillo y observé el metal oxidado con el extremo acabado en punta. Pensé que podría servirme para defenderme en caso de un ataque de algún animal salvaje, así que me lo llevé.

Me agaché para examinar con detenimiento las pisadas esparcidas por el suelo.

—No hay duda de que conducen al bosque —murmuré para mí mismo.

Me acerqué a la orilla de la arboleda y noté algo brillar entre las hojas. Una perla. Me incliné para recogerla, sintiendo un extraño escalofrío.

—Con un poco de suerte podré seguir su rastro —dije en voz baja.

El bosque era un lugar que inspiraba temor. Todo el que se había adentrado en su espesura jamás había regresado. Aquello me puso los pelos de punta, pero reuní el valor suficiente para cruzar el umbral y perderme entre la densidad del soto.

Las copas de los árboles eran tan exuberantes que apenas dejaban pasar la tenue luz de la luna. Me orienté como pude gracias a la luminiscencia de las luciérnagas, que danzaban a mi alrededor como diminutas guías en la oscuridad. El aire se llenó de sonidos inquietantes: aullidos, maullidos, cacareos y otros ruidos desconocidos que resonaban por todas partes. Por un momento, el miedo comenzó a apoderarse de mí, y dudé de si mi decisión había sido la acertada.

Pero entonces, vi otra perla tirada en el suelo y mi determinación se reforzó.

—Sigo en la dirección correcta.

Cuando recogí el objeto brillante, noté algo extraño.

—¿Sangre? —murmuré al darme cuenta de que la perla estaba manchada de un líquido rojo oscuro.

Mis ojos se ajustaron a la penumbra y distinguí más manchas de sangre esparcidas por los alrededores. Un escalofrío recorrió mi espalda. Tragué saliva con nerviosismo, pero mi curiosidad superó al miedo y me obligó a seguir el rastro.

Avancé un poco más y me detuve, atónito, al ver algo que reconocí de inmediato.

—¡Son las reliquias que robé a aquellos tipos! —exclamé al verlas esparcidas por el suelo.

Las piezas estaban diseminadas entre la maleza, brillando bajo la luz de los insectos. Todo apuntaba a que la mujer de cabello dorado había sido atacada en su intento de salir del bosque. Solo tenía que seguir las manchas de sangre y el rastro de las joyas para dar con ella.

—Espero que los restos de mi abuelo estén junto a su cadáver —me dije a mí mismo, tratando de infundirme valor.

Lo cierto es que no esperaba recuperar los huesos tan rápido. Pensaba que el viaje sería mucho más largo, un desafío lleno de complicaciones. Pero ahora, la posibilidad de encontrarlos y regresar, era real.

—¡Ahí está! —exclamé cuando la luz de las luciérnagas iluminó lo que parecía ser un cuerpo tirado en el suelo.

Me acerqué con cautela, pero al examinarlo más de cerca, me quedé inmóvil, incrédulo. No era la mujer de cabello dorado quien yacía ensangrentada, sino un hombre de mediana edad.

—¿Qué demonios...? —balbuceé mientras observaba el cadáver cubierto de mordiscos y agujeros.

La visión era grotesca. Parecía que algo lo había atacado salvajemente. Me acerqué, buscando con desesperación los restos de mi abuelo, pero no fui capaz de avistarlos.

—¡Chss, chss!

El sonido me puso en alerta, pero antes de que pudiera reaccionar, sentí cómo alguien me tapaba la boca con sus manos desde atrás.

—Soy yo —susurró una voz.

La piel se me erizó, y un sudor frío comenzó a correr por mis axilas.

—Mantente en silencio —me ordenó mientras me agarraba de la mano—. No te quedes ahí parado, ¿acaso quieres morir?

Era ella, la mujer que estaba buscando.

—¡Maldita ladrona...! —exclamé enfadado, justo antes de que me tapara la boca con su mano.

Me empujó hacia el interior de unos matorrales y suplicó que me mantuviera en silencio. Su mano seguía sobre mi boca mientras con la otra me agarraba del cuello para que mirara hacia adelante. Entonces los vi.

Husmeaban el cadáver como si buscaran algo. Sus formas eran humanoides, pero deformes. Comencé a temblar, incapaz de controlar el miedo que se apoderaba de mí. Traté de respirar con calma, pero cada intento solo incrementaba mi ansiedad.

La joven, con el dedo índice en los labios, me hizo un gesto para guardar silencio. Sus ojos permanecían cerrados mientras las gotas de sudor resbalaban por sus sienes.

Lo que sucedió a continuación fue una pesadilla. Uno de los extraños se agachó y comenzó a lamer la sangre que brotaba de los orificios del cadáver. Su lengua larga y retorcida hacía un sonido repulsivo al succionar el líquido. Cuando mordió un trozo de carne y comenzó a masticarlo, sentí que las náuseas me subían por la garganta.

Jamás había visto algo tan aterrador. Esas criaturas no eran humanas; eran algo salido de los peores cuentos y leyendas. Estaba paralizado por el pánico.

—Ha faltado poco —susurró la muchacha, justo cuando los seres comenzaron a alejarse lentamente.

Solté un suspiro de alivio y me dejé caer al suelo, incapaz de sostener mi propio peso.

—¿Qué demonios eran esas cosas? —pregunté con la voz temblorosa y las piernas todavía temblando—. ¡Se estaban comiendo a ese hombre, joder!

Mi voz retumbó en el silencio, y al instante, el último de los extraños se detuvo. Giró la cabeza lentamente y miró hacia los arbustos.

—Pedazo de idiota —susurró ella, enfadada, mientras volvía a taparme la boca con fuerza.

El ser comenzó a caminar hacia nosotros, con pasos lentos. Cada movimiento estaba acompañado por un ruido ronco, una respiración agitada que vibraba como un eco siniestro. Mis pulsaciones se dispararon.

—Vamos a tener que enfrentarnos a él —me advirtió la joven en un susurro urgente.

Sabía que tenía razón. No había escapatoria. Nos había descubierto.

—¿Estás armado? —preguntó, con un tono tan calmado que parecía estar acostumbrada a enfrentarse a situaciones así.

Le mostré el trozo de lanza que llevaba conmigo y asintió.

—Eso será suficiente —Su voz permanecía tranquila, casi serena, a pesar del peligro—. Yo iré por detrás y lo sujetaré. Tú tienes que aprovechar para ensartarle el arma en la garganta.

—¡¿Qué?! ¡¿Hablas en serio?! —Mi voz temblaba—. Nunca he matado a nadie, no sé si podré...

—¡Si no lo haces tú, lo hará él! —espetó, cortando mi duda de raíz.

No había tiempo para alargar la conversación. La criatura estaba ya casi sobre nosotros. La joven no dudó y se lanzó contra él, forcejeando con una fuerza sorprendente para alguien de su tamaño.

—¡Vamos! —gritó mientras conseguía sujetarlo por el dorso—. ¡Hazlo!

Con una respiración entrecortada, salí del matorral, jadeando y empapado en sudor. Mis manos temblaban mientras apretaba el trozo de lanza.

—Es ahora o nunca —me dije, intentando reunir el coraje necesario.

Me acerqué con pasos vacilantes, pero cuando levanté la mirada y vi de cerca el rostro del extraño, se me heló la sangre. Su faz era una amalgama de pesadilla: ojos hundidos, piel cuarteada y dientes irregulares manchados de sangre. El miedo me superó, y el arma se me resbaló de las manos, cayendo al suelo.

—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó la joven, furiosa, mientras luchaba por mantener al ser inmovilizado—. ¡Rápido, acaba con él!

Pero yo no podía moverme. Estaba paralizado, incapaz de actuar.

Era mi turno, debía acabar con él. Sin embargo, cuando levanté la mirada y vi la faz del extraño, se me cayó el arma al suelo.

—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó la joven, que no podía entender mi reacción.

No estaba seguro de si mis ojos me estaban jugando una mala pasada, pero aquel ser guardaba un gran parecido con mi amigo desaparecido hacía cuatro años. Aunque su piel se había vuelto pálida como la nieve y sus uñas se habían convertido en garras, los rasgos de su cara seguían siendo los mismos. Además, para mi asombro, tenía una prenda sucia y andrajosa atada en su brazo izquierdo, como las que llevábamos los miembros de mi banda.

—Maner —murmuré, exhausto—. ¿Eres tú?

El individuo rompió a llorar, y rápidamente ordené a la joven que lo soltara.

—Esa cicatriz... —me susurró con voz ronca.

Al escucharle, mis sospechas se disiparon por completo. Había reconocido la marca de nacimiento que tengo en el rostro, un rasgo que siempre había sido tema de bromas entre nosotros.

—¿Qué te ha pasado? —cuestioné con ojos llorosos—. ¿Por qué no has regresado al pueblo?

Maner se sentó en el suelo y cubrió su cara con ambas manos.

—¡No me mires! —gritó desbordado—. ¡No me mires!

No podía entender nada, pero necesitaba respuestas.

—¿Puedo ayudarte? —pregunté mientras posaba mi mano sobre su hombro con cautela.

—¡No me toques! —respondió nervioso, retirándose de golpe—. ¿Es que acaso no lo ves? ¡Estoy maldito!

Su voz sonó rota y llena de desesperación, y entonces comenzó a balancearse, chasqueando los dientes con fuerza.

—Aquel día... aquel día... —repetía entre murmullos.

—¿Te refieres al día en el que desapareciste? —le animé a continuar.

—Sí —respondió tajante.

Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano, intentando controlar mi angustia.

—Lo siento mucho, Maner. Debimos haberte detenido aquel día —admití con un nudo en la garganta.

Hace cuatro años, la Banda del Lazo Blanco pasaba por una de sus peores etapas. Apenas habíamos conseguido comida durante las últimas reparticiones, y algunos de nuestros familiares comenzaron a enfermar. Por desgracia, el padre de Maner murió de desnutrición, y su madre parecía seguir el mismo camino. Fue entonces cuando escuchamos el rumor de que unos mercaderes se habían perdido en el bosque. Discutimos si valía la pena arriesgar nuestras vidas para asaltarles, pero la votación perdió por dos votos a tres. Maner, desesperado por el estado de su madre, decidió entrar solo en la arboleda.

—Solo tú te pusiste en mi lugar —recordó con amargura—. Los otros tres desgraciados se opusieron. Mi madre necesitaba agua y alimentos.

Mientras Maner hablaba, comencé a arrancar tiras de mi ropa para crear una antorcha improvisada.

—No fui el único que entró al bosque. Me acompañaron una docena de marginados más, igual de desesperados que yo por conseguir el botín —prosiguió, con los ojos clavados en el suelo—. Caminamos durante gran parte de la noche, pero no encontramos rastro alguno de los mercaderes. Y entonces, ocurrió.

Maner hizo una pausa y comenzó a balancearse nuevamente, como si revivir aquel recuerdo fuese una tortura.

—Una bruma azulada... una niebla extraña y espesa se levantó de repente y lo cubrió todo.

Terminé de envolver el extremo de una rama gruesa con los trozos de tela, formando una rudimentaria antorcha. Él notó mis movimientos y soltó una risa espeluznante.

—Ese es el yesquero que te regalé, ¿verdad? —dijo, con un eco siniestro en su voz.

—Sí, Maner, siempre lo he llevado conmigo —respondí con seriedad, mientras vertía un poco de aceite sobre la tela para encender la antorcha.

Las llamas iluminaron el rostro de mi viejo amigo, destacando aún más las deformidades que ahora cubrían su cuerpo. A pesar de todo, en su mirada seguía habiendo un destello de humanidad.

—¡Reanuda el relato, engendro! —exigió la muchacha.

—No le hables así, es mi amigo —la reprendí.

El ser de piel albina levantó la cabeza y nos clavó la mirada.

—De la misteriosa neblina emergió una criatura aterradora —reveló con espanto.

—¿De qué estás hablando? —increpó la chica—. Maldita aberración, no creo que exista nadie más horrendo que tú.

Maner bramó con rabia.

—El monstruo del que hablo podría engullirte de un solo bocado; con solo verlo, te orinarías en los calzones.

—Habla por ti, adefesio.

La criatura deforme intentó arañarla con sus garras, pero ella fue más rápida y se echó hacia atrás.

—Éliar, escúchame —dijo entre dientes—. Te digo la verdad: una enorme oruga demoníaca apareció de la nada y devoró a dos hombres en un abrir y cerrar de ojos. Ni siquiera escupió los huesos.

Nos explicó, además, que la larva podía hablar.

—¿Pretendes que creamos semejante idiotez? —cuestionó la joven.

—No hablo contigo, furcia miserable —respondió enfadado—. Éliar, debes creerme. La oruga de la que te hablo es la razón por la que ninguno de los que entramos al bosque hemos podido regresar a la villa. Nos ofreció perdonarnos la vida a cambio de nuestras sombras.

—¿A cambio de vuestras sombras? —pregunté confuso.


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