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Capítulo 7 (Los cuatro lazos)

Cuando llegué a mi casa, no me molesté siquiera en organizar el caos que los guardias habían dejado tras registrar el lugar. Todo estaba patas arriba, pero al menos no habían encontrado mis pertenencias más comprometedoras. Me dirigí a los armarios de doble fondo y comencé a llenar un zurrón con todo lo que necesitaría para el viaje: restos de comida, agua, licores, cerveza, plantiquina, un frasco con aceite y algunos objetos que pensé que podrían ser útiles.

—Aquí está —murmuré al encontrar el libro de mi abuelo.

Soplé el polvo de la cubierta y leí el título: La travesía de Álklanor.

Se trataba del diario que narraba las peripecias de Álklanor, el fundador del Reino de Félandan, y su compañía. En él, su autor, Dorge Alonsuar, relataba cómo enfrentaron las adversidades para formar la alianza que más tarde derrotaría al demonio. Era un escrito de quinientos años atrás, de un valor incalculable. No sabía cómo había llegado a las manos de mi abuelo, pero desde el primer momento entendí que mi deber era protegerlo.

—¿Se puede? —La voz de Saloscon, seguida de los pasos de Galiestre y Ádatost, me hizo mirar hacia la puerta.

—Han roto el cierre, pasad —dije mientras terminaba de llenar la alforja.

Mis amigos entraron al interior, y sus miradas recorrieron el caos que habían dejado los guardias. Para mi asombro, los tres llevaban puestos sus pañuelos blancos en el brazo izquierdo, como en los viejos tiempos. Aquella imagen me llenó de una mezcla de nostalgia y fuerza.

—Vaya, está todo hecho un desastre —comentó Galiestre en voz baja.

—Tu hermano no se llevó los huesos, ¿verdad? —preguntó Ádatost, cabizbajo.

Negué con la cabeza, ajustando el zurrón en mi espalda.

—¿Por qué os los habéis vuelto a poner?

—Nunca debimos quitárnoslos —dijo Galiestre mientras acariciaba su pañuelo—. Perder la fe en la banda fue nuestro mayor error.

Ádatost asintió con pesar.

—Durante mucho tiempo pensé que rendirme era lo mejor para todos... pero solo sirvió para hacernos más miserables.

Saloscon, con el rostro sombrío y los ojos fijos en el suelo, finalmente habló.

—Éliar, tú nunca te rendiste, y eso me avergüenza. Dejé de creer en la banda, dejé de creer en nosotros... —Levantó la mirada, con lágrimas asomando en sus ojos—. La banda era mi familia, tú eres mi familia. Y cuando dejé de luchar por el sueño, te fallé como hermano.

Ver a Saloscon, quien siempre había sido tan fuerte, abrirse de esa manera, hizo que el momento fuera aún más significativo.

—¿Estás seguro de esto, Éliar? —intervino Galiestre con preocupación—. ¿Tan importantes son esos huesos para ti?

—Sí —respondí tajante—. Si no abandono el pueblo para recuperarlos, ¿cuándo lo haré?

Ádatost suspiró, cruzándose de brazos.

—Puede que tengas razón, pero en cuanto pongas un pie en el bosque, serás un hombre muerto.

—No trates de detenerme —le dije con firmeza—. Nada de lo que digáis me hará cambiar de opinión.

—No vamos a intentarlo —dijo Saloscon, dando un paso al frente con una expresión seria—. Desde que éramos niños has querido dejar este lugar y luchar por algo más grande. Frenarte ahora sería como quitarte lo único que te hace libre.

—Sé que las palabras que te dije ayer te hicieron daño —murmuró Ádatost, con la mano sobre el corazón—. No debí juzgarte, Éliar. Tener un sueño y luchar por él, sobre todo cuando ese sueño busca la felicidad de otros, es algo que siempre merece respeto.

Le di las gracias con la mirada, dejando que el silencio hablara por mí. Luego, suspiré profundamente y levanté la vista para encontrarme con los ojos de cada uno de ellos.

Primero, me dirigí a Galiestre.

—Galiestre, siempre has sido el corazón y la mente de la banda. Tu forma de ver el mundo y tu instinto para proteger a los demás, especialmente a esos niños en el orfanato, son algo que admiro profundamente. Eres el ejemplo de que incluso en la oscuridad, siempre hay alguien dispuesto a iluminar el camino.

Mi amigo bajó la mirada, visiblemente conmovido, pero no dijo nada. Luego, giré hacia Ádatost, que me observaba emocionado.

—Ádatost, tu responsabilidad y tu valentía siempre han sido un faro para nosotros. Nunca he conocido a alguien tan comprometido con los suyos como tú. Has sido un padre increíble y un compañero en quien siempre puedo confiar —Hice una pausa, dejando que mis palabras se asentaran—. Sé que a veces me reprimes, pero siempre he sabido que lo haces porque te importo.

Ádatost asintió lentamente, con una mezcla de orgullo y tristeza en sus ojos. Finalmente, me volví hacia Saloscon, el más callado en ese momento.

—Y tú, Saloscon... —Le apreté el hombro con firmeza—. Desde que éramos niños, siempre te he admirado por tu fuerza y tu lealtad. Aunque no lleves mi sangre, para mí siempre has sido un hermano. Si alguien ha demostrado ser el pilar de la banda, ese eres tú.

Vi cómo los ojos de Saloscon brillaban antes de que hablara, y una sonrisa breve y honesta iluminó su rostro.

—Éliar... has sido como un hermano para mí —confesó, con la voz quebrándose ligeramente—. No tuve padres... Fuiste tú quien me dio la fuerza que tanto necesitaba, y los valores que aprendí de ti me han formado y me han hecho ser quien soy hoy.

Metí la mano en mi bolsillo y saqué el yesquero que Maner me regaló días antes de desaparecer. Lo sostuve frente a mis amigos, dejando que el objeto evocara los recuerdos que compartimos.

—¿Os acordáis de Maner? —pregunté con un hilo de melancolía en mi voz—. Nunca dejó de soñar con cruzar el bosque. Este yesquero me lo dio poco antes de desaparecer.

El obsequio, un curioso eslabón unido a un trozo de pedernal mediante un cordel, era tan útil como simbólico. Encendí un liadillo con él y dejé escapar el humo lentamente.

—Nunca supimos qué le ocurrió, pero sé que, de alguna forma, su espíritu sigue con nosotros —añadí.

Me coloqué el zurrón en la espalda y miré a los tres con seriedad. Respiré hondo, intentando calmar el torbellino de emociones que sentía.

—Encontraré los restos de mi abuelo, dondequiera que estén. Y cuando regrese, os contaré todo lo que he visto al otro lado —dije, con una mezcla de determinación y optimismo—. Fingiré haber sido capturado por los forasteros, y quizá los guardias perdonen mi ausencia.

Antes de que pudiera dar un paso, Saloscon se adelantó.

—Éliar, no puedes pedirme que me quede aquí, quiero ir contigo. Siempre has liderado la banda, y ahora más que nunca, quiero estar a tu lado —declaró, con el tono firme de quien no acepta un no por respuesta.

Sentí un nudo en la garganta al escuchar sus palabras, pero sabía que no podía permitírselo.

—Saloscon... no puedes venir conmigo —dije tajante.

—¿Por qué no? —preguntó, con los ojos fijos en los míos—. No hay nadie en este asqueroso pueblo que me importe más que tú.

Puse una mano sobre su hombro y suspiré, reuniendo fuerzas para explicarme.

—Tienes que quedarte aquí porque hay algo que necesito que hagas por mí —dije mirándole directamente a los ojos—. Es por Kinóbol... Hoy le he hecho algo terrible.

Saloscon frunció el ceño, confuso.

—¿Qué le has hecho? —preguntó, con un tono que mezclaba preocupación y reproche.

Bajé la mirada, luchando con la culpa.

—Tuve que mentirle. Le dije cosas horribles para que no me siguiera. Lo aparté de mí porque sabía que, si intentaba venir conmigo, no sería capaz de protegerlo. Lo hice para mantenerlo a salvo... pero también sé que le he roto el corazón.

Saloscon guardó silencio, procesando mis palabras.

—No puedo dejarlo así, Saloscon. Necesito que alguien esté con él, que lo guíe, que le devuelva la confianza que yo le he quitado —continué—. Y ese alguien eres tú.

Saloscon se quedó inmóvil por un instante. Luego, apretó los labios y asintió, con los ojos brillando por la emoción.

—Está bien, Éliar. Lo cuidaré como si fuera mi hermano pequeño.

Sus palabras me aliviaron más de lo que podía expresar.

—Gracias, Saloscon, no sabes cuánto significa para mí —terminé el liadillo de maíz y le puse la mano en el hombro—. Bajo ningún concepto debes decirle la verdad. Conozco a Kinóbol, y si descubre que nada de lo que le dije es cierto, no dudará en adentrarse en el bosque para buscarme.

Saloscon asintió, comprendiendo la gravedad de mis palabras.

—Lo entiendo, Éliar. Haré que encuentre su camino sin necesidad de saberlo todo. Me aseguraré de que esté a salvo.

Ádatost intervino después, con voz solemne.

—Tampoco puedo acompañarte, Éliar. Mi lugar está con mi mujer y mis hijas. Ellas son mi prioridad, y no puedo arriesgarme a dejarlas solas. Pero también me aseguraré de que Kinóbol esté bien. Haré todo lo que pueda por él.

Galiestre habló el último, con una determinación que no dejaba lugar a dudas.

—Yo debo quedarme con los niños del orfanato. Son mi responsabilidad, y si me ocurriera algo, no sé qué sería de ellos.

Los miré a los tres, sintiendo cómo el peso de la despedida se mezclaba con una gratitud inmensa. A pesar de todo, supe que estaba dejando a mi hermano en buenas manos.

—¡Volveremos a vernos! —les aseguré con una sonrisa, antes de salir por la puerta de mi casa.

Llevé los dedos índice y corazón de mi mano derecha a la sien en un gesto de despedida, y desaparecí en la oscuridad de la noche.


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