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Capítulo 6 (Hermanos)

—Menuda suerte que la forastera haya descubierto tu escondite. Sin saberlo, te ha salvado la vida —comentó Saloscon, visiblemente más relajado—. Ten por seguro que, si esos canallas hubieran tratado de matarte, me habría enfrentado a ellos.

Ádatost se acercó con un gesto de arrepentimiento. Puso una mano temblorosa sobre mi hombro.

—Éliar, por favor, perdóname. Te prometo que, por un momento, me olvidé de la tumba de tu abuelo. Nunca quise ponerte en peligro.

Yo seguía sin abrir la boca, con la mirada fija en el trozo de tela que sostenía entre los dedos.

—Por suerte todo ha quedado en un susto —añadió Galiestre, tratando de aliviar la tensión.

Sin decir una palabra, me llevé las manos al rostro y me arrodillé sobre la tierra mojada. La mezcla de rabia, impotencia y confusión me carcomía por dentro.

—¿Ocurre algo, Éliar? —preguntó Kiora, acercándose con cautela.

Finalmente, levanté la cabeza y rompí el silencio con una voz fría.

—No ha sido la mujer que entró en la taberna quien ha desenterrado el zurrón.

Todos me miraron desconcertados.

—¿Qué demonios estás diciendo? —preguntó Saloscon, incrédulo.

Golpeé el barrizal con el puño, dejando que el barro salpicara a mi alrededor.

—Anoche, mientras escondía la alforja, vi a una joven de cabello dorado adentrarse en el bosque —confesé con el tono cargado de frustración—. Casualmente, el color de su atuendo era idéntico al de la forastera.

Los demás intercambiaron miradas, dándose cuenta de que mi teoría tenía mucho más sentido. Sin embargo, si esa desconocida había desenterrado las joyas y los huesos, todos estábamos en peligro. Si los asesinos de Boraku regresaban, no tendría cómo devolverles las reliquias que les robé.

—Hay algo que no entiendo —dije con el corazón palpitándome en la garganta—. ¿Por qué se ha llevado también los huesos de mi abuelo?

Giré la cabeza y miré a los demás con furia.

—¡Los quiero de vuelta! —mi voz resonó por encima de la lluvia.

—Cálmate, gracias a su desaparición, has podido salvar la vida —contestó Galiestre—. A veces, el destino es así de caprichoso.

Saloscon se inclinó hacia mí, con un gesto pensativo.

—Éliar, creo haber visto a tu hermano mientras veníamos hacia aquí —dijo—. Es posible que haya deducido lo que iba a ocurrir y se haya adelantado para llevarse los restos de tu abuelo. Quizás pensó que así evitaría tu castigo.

La idea tenía cierta lógica, yo también había creído ver a Kinóbol entre los callejones.

—Habla con él, estoy convencido de que tiene los huesos a buen recaudo —añadió.

Me levanté despacio, todavía con el trozo de tela entre los dedos. Lo guardé en uno de mis bolsillos y dirigí mi mirada hacia la entrada del bosque, oscura e imponente.

—Espero que tengas razón —murmuré, con una mezcla de esperanza y desconfianza.

La lluvia cesó poco después de despedirme de los demás. Sin perder tiempo, me dirigí a casa de mi familia para preguntarle a Kinóbol si él había sido el responsable de desenterrar los restos del abuelo.

Al llegar, lo encontré sentado frente a la puerta.

—¿Qué estás haciendo aquí fuera? —pregunté.

Mi hermano no respondió. Las lágrimas corrían por su rostro.

—Nos has seguido, ¿verdad? —añadí mientras me sentaba a su lado—. Deja de gimotear, todo ha salido bien.

—Esos bastardos iban a matarte... —balbuceó entre sollozos—. Hermano, yo no quiero que te pase nada, pero soy demasiado débil para protegerte.

Puse un brazo sobre sus hombros y lo acerqué hacia mí en un gesto de consuelo.

—Ahora llevas el pañuelo, ¿recuerdas? —murmuré con suavidad—. No puedes venirte abajo a las primeras de cambio. Si queremos luchar por nuestro sueño, necesitas ser valiente.

Kinóbol se secó las lágrimas con las manos y suspiró con fuerza, intentando recuperar el control.

—Necesito que seas fuerte —insistí.

—Lo seré, te lo prometo.

Nos dimos un abrazo cargado de significado, y antes de separarnos, le besé la frente.

—Me has salvado la vida, deberías estar orgulloso —le dije con una sonrisa.

Pero él negó con la cabeza.

—Cuando llegué al matorral, los restos del abuelo ya no estaban.

Sus palabras fueron como un cuchillo clavándose en mi pecho.

—Me adelanté a vosotros para sacar de allí los huesos y evitar que te condenaran, pero alguien se me ha adelantado —confesó.

Una vez más, los latidos de mi corazón se aceleraron. No podía haber dudas: la joven de cabello dorado había sido la autora de la exhumación.

—¿Tienes idea de quién haya podido hacerlo? —preguntó intrigado—. Quiero preguntarle a papá, pero si no ha sido él, temo que nos regañe mucho por lo sucedido.

—No hables con nadie sobre esto —le respondí con un tono frío y cortante—. Qué decepción... Creí que habrías sido tú.

Kinóbol volvió a abrazarme, desesperado.

—Era mi intención —murmuró.

—Kin, las intenciones no son suficientes —mi voz se volvió gélida, y noté cómo mis palabras lo desconcertaban—. Por tu culpa, los restos del abuelo ya no están.

Aunque me dolía profundamente, decidí hacerle sentir culpable.

—Debiste haberte dado cuenta mucho antes —le recriminé mientras lo apartaba de mi lado—. Siento ser yo quien te lo diga, pero no vales para ser un miembro de la banda.

Con movimientos lentos pero deliberados, desaté el pañuelo que llevaba atado al brazo izquierdo y lo dejé caer al suelo. Luego, lo pisé delante de él.

—Hermano... —balbuceó—. Fui lo más rápido que pude... Lo siento...

—Disculparte ahora no vale de nada —mi mirada insensible lo dejó petrificado—. No quiero volver a escucharte hablar de mi sueño. El hecho de que alguien tan inútil como tú quiera imitarme me provoca náuseas.

Kinóbol comenzó a temblar. Podía ver en sus ojos que mis palabras lo estaban destrozando, pero seguí adelante, ocultando el dolor que me provocaba verlo así.

—Deberías agachar la cabeza —le aconsejé, con voz firme—. No se te ocurra interferir en los asuntos de mi banda. Para mí, tú solo eres un lastre. Me da igual que seas mi hermano; lograr mi objetivo es lo único que me importa, y pasaré por encima de quien se interponga en mi camino.

Le di la espalda rápidamente, incapaz de dejar que viera las lágrimas que ya se acumulaban en mis ojos. Necesitaba que mi actuación pareciera real, que mis palabras lo convencieran de que hablaba en serio.

—Yo ya no tengo familia, sois todos unos desgraciados —continué, con voz rota—. Papá es un inepto que nunca ha luchado por nosotros. Y mamá...

El nudo en mi garganta me asfixiaba, pero terminé la frase sin mirar atrás.

—Mamá es una miserable endeble que ni siquiera pudo amamantar a sus dos hijas.

Cada palabra me desgarraba por dentro, pero sabía que debía seguir adelante. Escuché cómo Kinóbol se ponía de pie de un salto.

—¡Cómo te atreves a hablar así de nuestra pobre madre! —gritó con rabia—. ¡Eres un monstruo! ¡He tenido una idea equivocada de ti! No quiero volver a verte jamás.

Lo había conseguido, mis mentiras habían surtido efecto. Kinóbol estaba dolido, pero estaba a salvo de mi próximo movimiento.

—Perdóname, hermanito —pensé para mis adentros—. Estoy decidido a encontrar los restos del abuelo y no puedo permitir que vengas tras de mí. Probablemente nunca más volvamos a vernos...

El impulso de darme la vuelta y abrazarlo era casi insoportable. Sabía que probablemente, mi angustia era incluso mayor que la suya. Aun así, me obligué a seguir caminando.

—Hermanito, aunque no me tengas cerca, sé que tus valores te convertirán en alguien a quien los demás respeten y admiren. Nunca permitas que nadie te robe tus aspiraciones, por imposibles que parezcan. Estoy convencido de que algún día lograrás lo que yo aún no he conseguido, y darás a nuestra familia la felicidad que merece —susurré para mí mismo.

Un relámpago iluminó el cielo, seguido de un trueno ensordecedor que anunció una nueva tormenta. La lluvia comenzó a caer con fuerza, empapándome de inmediato.

Cabizbajo, avancé entre los mendigos que suplicaban una porción de comida. Me puse la capucha e intenté evadirme de la realidad, pero no podía borrar de mi mente la mirada decepcionada de mi hermano. Sabía cuánto daño le habían hecho mis palabras, y aunque lo intentara, no podía detener el llanto. Me soné las narices con la manga de mi chaqueta y continué caminando mientras veía cómo mis lágrimas se mezclaban con el agua que corría por las calles.








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