Capítulo 57 (La mujer del rayo)
Finalmente, tras un intercambio brutal de ataques, el cuerpo de Kàrkyan sucumbió. Los impactos de fuego lo arrojaron contra el suelo con un estruendo sordo. Sin embargo, incluso en ese momento de aparente triunfo, la tensión no desapareció.
—Éliar...
La voz de Earan despertó todos mis sentidos de golpe, como un cuchillo perforando la niebla de mi mente.
—¡¿Está viva?! —No pude contener mis impulsos y comencé a recuperar el control de mi organismo, tomando las riendas de mi cuerpo.
—¡Idiota! —El tono de Proudon, lleno de furia, retumbó desde el pendiente—. ¡No te acerques, es una trampa!
A pesar de la advertencia del tercer dios, una mezcla de esperanza y desesperación nubló mi juicio. Una fuerza irreprimible me empujaba a comprobar si mi amiga había logrado desafiar a la muerte.
—¡Déjame terminar con esto! —la voz en mi interior trataba desesperadamente de detenerme—. ¡Regresa a tu subconsciente antes de que sea demasiado tarde!
Sabía, en el fondo, que probablemente todo era un engaño, pero esa posibilidad no logró detenerme.
—Earan... ¿eres tú? —pregunté, con un nudo en la garganta.
Me acerqué a su cuerpo y le levanté la cabeza con delicadeza.
—¿Eres tú?
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas, empapando su rostro pálido y maltratado. El deseo de verla sonreír, de que todo aquello no fuese más que una horrible pesadilla, era abrumador.
—Éliar... —Por fin abrió los ojos, y su mirada parecía llena de vulnerabilidad—. Acaríciame, anhelo sentir tu piel.
Sus palabras me provocaron un hormigueo indescriptible que recorrió todo mi cuerpo.
—Te pondrás bien —murmuré, sumido en un llanto incontrolable—. Ya lo verás... te pondrás bien...
Con manos temblorosas, acerqué la izquierda para rozar su mejilla.
—¡No lo hagas! —Sentí la voz de Proudon con una intensidad brutal—. ¡Ni siquiera tiene fuerzas para moverse! ¡Está esperando que acerques tu mano para comerse el brazalete!
El tenue destello de una sonrisa en su rostro confirmó los peores temores del dios. Antes de que pudiese reaccionar, Earan me mordió la mano con ferocidad.
Sentí como sus dientes, ahora transformados en dagas afiladas, se clavaban profundamente en mi carne. Trastabillé mientras trataba de liberarme, pero sus mandíbulas eran como un cepo.
—¡Estúpido humano! —Proudon bramó, enfurecido—. ¡Aunque hemos intentado ocultarlo, Uchiro ha descubierto el poder del brazalete!
Ante mis ojos, la cara de Earan comenzó a retorcerse y desfigurarse. Su boca se ensanchó grotescamente, y los dientes, ahora filosos como cuchillas, desgarraron mi muñeca con una saña espeluznante.
—Lo tengo —gruñó con una voz profunda y espectral, una vez que ingirió por completo la alhaja grana que llevaba en mi brazo.
Me soltó de un empujón, levantó la cabeza hacia el cielo y dejó escapar un grito inhumano mientras el cuerpo de Earan empezaba a descomponerse rápidamente. La piel se desprendía en pedazos putrefactos, y los músculos se licuaban hasta convertirse en fango.
Ver cómo la figura de mi amiga se desintegraba delante de mis ojos terminó por destrozarme. Mis rodillas flaquearon, pero la angustia se desvaneció para dar paso al horror cuando quedó frente a mí la forma diminuta del escueto engendro. Sus ojos brillaban con una mezcla de locura y triunfo.
—¡Por fin! —gritó, mientras su cuerpo comenzaba a convulsionarse y a expandirse. Espasmos violentos sacudieron su figura menuda, que se retorcía y crecía, con músculos hinchándose y su apariencia deformándose en algo verdaderamente temible.
—¡Déjame curar tu brazo! —Proudon gritó desde el pendiente, con tono de urgencia en su voz.
Antes de que pudiera reaccionar, mi brazo comenzó a arder. Un calor insoportable envolvió mi extremidad, y esta vez el dolor era real. Mi piel se chamuscaba, y un grito desgarrador escapó de mis labios, incapaz de soportar el suplicio. Pude ver cómo las heridas abiertas por el mordisco dejaban de sangrar. El fuego, aunque cruel, sellaba los cortes, dejando al descubierto los huesos de mi mano
Cuando le brotaron dos enormes alas de su espalda, Uchiro completó su transformación y me agarró del cuello con una fuerza aterradora.
—¿Creíste que no me daría cuenta de que ese brazalete contenía los poderes de la Señora del Agua? —sus carcajadas perforaron mis tímpanos—. Lo noté en el instante en que me golpeaste y me dejaste sin aliento.
Sentía una desesperada necesidad de hacer algo, cualquier cosa, para detenerlo; pero, lamentablemente, el demonio llevaba todas las de ganar.
—Ahora devoraré ese pendiente, y mi poder será más abrumador que nunca —gruñó, con los dientes apretados como un depredador a punto de dar el golpe final.
Todo había terminado. No tenía fuerzas para mover un solo músculo. Mi ingenuidad, mi idiotez, habían condenado no solo mi vida, sino probablemente a toda la humanidad. Las palabras de Tío Honoris repicaban como un recuerdo tortuoso: Earan murió en Ugmalu. También las advertencias de Proudon: No te acerques, es una trampa.
—¡Despierta! —la voz de Proudon retumbaba en mi mente, pero no lograba levantar mis párpados.
De pronto, un colosal rayo de luz azulada, cargado de chispas y energía desbordante, atravesó la cabeza del demonio con una fuerza devastadora. Uchiro soltó mi cuello al instante, tambaleándose hacia atrás mientras el impacto lo desestabilizaba.
Instantes después, un trueno ensordecedor rasgó los cielos, reverberando por todo Anaiho como un rugido divino.
—Ahh... Ahh... —Uchiro jadeaba, tambaleándose como si la fuerza del rayo hubiera debilitado incluso su nueva y poderosa forma—. ¿Qué ha sido eso?
Una espesa bruma comenzó a disiparse, y de entre la nada apareció una figura que caminaba con paso firme hacia nosotros. Su silueta se recortaba contra el polvo y los destellos residuales del relámpago, creando una escena tan épica que, incluso ahora, al recordarla, siento un escalofrío recorrer mi espalda.
—¿Quién eres? —preguntó el antidiós, con un nerviosismo que no podía ocultar.
Antes de que pudiera recibir una respuesta, dos descargas de luz surgieron de la figura misteriosa, impactando con precisión en el pecho del demonio. Uchiro agitó sus alas con desesperación, buscando distancia.
—¿Te encuentras bien? —Una voz femenina rompió el silencio mientras me levantaba del suelo con aparente facilidad y me posaba sobre sus hombros.
Mi mente, aún nublada, luchaba por procesar lo que estaba ocurriendo.
—Nunca debiste haber abandonado el pueblo —dijo la mujer con tono reprochador mientras apartaba la capucha que cubría su rostro.
Cuando vi su cara, mi mente pareció explotar.
—No puede ser... —balbuceé, incrédulo—. ¿Tú eres...?
Era ella. La misma mujer que había irrumpido en la taberna al comienzo de toda esta historia, aquella a quien le había robado el zurrón con joyas. Sus palabras de entonces resonaron en mi mente como un eco ineludible: «Estamos buscando a un joven de pelo negro. Tiene un pendiente cilíndrico color grana en la oreja izquierda».
El recuerdo de aquel instante regresó a mí como un golpe seco, cargado de una claridad dolorosa.
—¡Parece que he llegado tarde! —exclamó, mirando mi estado con un suspiro de frustración—. ¿Te ha robado el pendiente?
Su mirada descendió hacia mi oreja, y al comprobar que el objeto seguía en su sitio, su expresión se endureció.
—¿Qué llevabas puesto en tu mano izquierda? —preguntó, con los ojos fijos en mi extremidad desnuda, despojada de carne y cubierta solo de hueso ennegrecido.
Mientras examinaba lo que quedaba de mi brazo, Uchiro, ahora a unos pasos de distancia, agitó sus alas con torpeza.
—El libro... —logré murmurar entre dientes—. Se va con el libro...
La mujer reaccionó de inmediato, soltándome para desenfundar su espada.
—¡Maldita sea! —bramó con una mezcla de furia y decepción—. ¡No podemos dejar que se lo lleve!
Con un movimiento rápido, alzó su arma, y del filo surgió un potente rayo que impactó directamente en la clavícula izquierda del demonio.
Aunque el ataque no logró detenerlo, sí provocó que el farolillo que llevaba colgado al hombro se desenganchara y cayera al suelo, rompiéndose en mil pedazos. De su interior emergió una turbia neblina, de la que comenzaron a surgir siluetas etéreas, similares a espectros o espíritus, como si las almas de todos aquellos a los que el demonio había usurpado estuvieran atrapadas allí. Un murmullo de lamentos desgarradores inundó el aire, mientras las figuras revoloteaban a su alrededor con movimientos erráticos, impregnando el ambiente de una sombría sensación de sufrimiento y desesperación.
—¡Idiota! —gritó la mujer, inclinándose sobre mí mientras me agarraba por el cuello—. ¡Lo has estropeado todo! ¿Qué crees que pasará ahora que tiene el Mitólor y ha recuperado su poder?
Su frente chocó contra la mía, y sus ojos ardientes me perforaron como dagas.
—Si no llevases mi sangre, te mataría aquí mismo... —me susurró con rabia contenida.
En ese momento, un grupo de encapuchados apareció en la escena, corriendo hacia nosotros.
—¡General Kíria! —gritaron al unísono—. ¿Lo ha derrotado?
—¡No! —espetó ella con evidente frustración mientras me sujetaba de la yugular, apretando con tanta fuerza que casi me asfixia—. ¡Mi sobrino lo ha arruinado todo!
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