Capítulo 56 (Fuego y Arena)
Cuando todo parecía perdido, mi corazón comenzó a latir con una fuerza inusitada. Un calor abrasador recorrió mi cuerpo, como si algo latente y antiguo despertara de repente. Sentía cómo la sangre en mis venas empezaba a hervir, llenándome de una energía que no comprendía.
Uchiro, todavía aferrado a mí, agarró el pendiente con avidez. Pero algo cambió. Las emociones de fracaso y desesperación que hasta entonces me habían consumido se desvanecieron de golpe, reemplazadas por una furia abrasadora, una ira descontrolada que no podía contener.
—¡Suelta mi pendiente! —rugí, con una fuerza que ni yo mismo reconocí.
Apreté con ambas manos el brazo que me sostenía y, para sorpresa de ambos, logré soltarme. Caí al suelo, pero esta vez aterrizando de pie, justo frente a él. Levanté la mirada y clavé mis ojos en los suyos. El demonio dejó escapar un grito de dolor, llevándose la mano al brazo que yo había apretado. Mi confianza creció como una llama avivada por el viento.
—Voy a mandarte de vuelta al infierno —declaré con una voz firme.
Los músculos de mi cuerpo se tensaron y se hincharon, mientras un aura de tonos rojizos me envolvía de arriba abajo, vibrando como un latido viviente. Acerqué mi mano a la herida del estómago que el demonio me había provocado, y para mi asombro —y el de mi enemigo—, el mordisco comenzó a cicatrizar al instante.
Una sensación de poder recorrió cada fibra de mi ser. Me sentía invencible. Di un paso al frente y, como si respondieran a mi voluntad, miles de pavesas se elevaron a mi alrededor, iluminando el campo de batalla con un resplandor ardiente. Sin pensarlo dos veces, lancé un potente puñetazo con el puño izquierdo que impactó directamente contra el pecho del demonio, enviándolo hacia atrás con una fuerza brutal.
—Tu fuerza es... sobrehumana... —musitó el usurpador, tambaleándose al caer. El golpe le obligó a soltar el libro sagrado, que cayó al suelo con un golpe seco.
Escupí la sangre acumulada en mi boca y, sin apartar la mirada del demonio, me solté el pañuelo que llevaba atado al brazo izquierdo. Me acerqué lentamente a NiNi, quien yacía apenas consciente.
—Lo siento, pequeño... —susurré con la voz cargada de culpa, mientras limpiaba su herida con el trozo de tela—. Espero que puedas perdonarme.
Luego, me volví hacia el cuerpo decapitado de Koris. Me arrodillé junto a él, con el corazón roto, y hundí el pañuelo en el charco de sangre que lo rodeaba.
—Nunca te olvidaré... —murmuré, mientras lágrimas cristalinas resbalaban por mis mejillas—. Recordaré tu valentía hasta el fin de mis días.
Con pasos lentos, me acerqué al cadáver de Tío Honoris. Me detuve frente a él, intentando contener la tormenta de emociones que amenazaba con desbordarme.
—Querido amigo... —susurré, inclinándome para cerrar sus párpados con cuidado. Extendí la mano hacia su faltriquera, recordando las botellas que siempre llevaba consigo. Quería colocar una junto a su cuerpo, como un último tributo. Sin embargo, para mi asombro, descubrí que estaba vacía.
Me quedé inmóvil por un momento, desconcertado. Esa faltriquera nunca parecía agotarse. Rememoré las innumerables veces que Naile había sacado objetos de ella, con esa sonrisa traviesa en los labios. ¿Cómo podía estar vacía ahora? Una punzada de inquietud recorrió mi pecho, pero me sobrepuse enseguida para dedicarle unas últimas palabras.
—Mi abuelo estaría orgulloso de ti —murmuré al fin, con la voz temblorosa—. Has hecho de mí una persona mejor, y nunca te olvidaré.
Tragué saliva con fuerza, intentando controlar mi respiración. Acto seguido, me levanté y caminé hacia el cuerpo magullado de Earan.
—Te he fallado... —dije con la voz rota—. Prometí que te encontraría un hogar, pero has muerto intentando salvarme. Confiabas en mí... Me dijiste que mientras estuviese a tu lado, nada malo podría pasarte...
Una gota de sangre que aún resbalaba de una de mis heridas cayó sobre su ojo derecho, simulando un llanto que ella ya no podía expresar.
—¡Deja ya de perder el tiempo!
Una voz, grave y profunda, resonó de repente en mi cabeza. Era la misma que había escuchado en Alogna, cuando los enmascarados estuvieron a punto de acabar conmigo. El eco de sus palabras hizo que un escalofrío recorriera mi espalda.
—¡¿Quién eres?! —pregunté en voz alta.
—Deberías dirigirte a mí con mucho más respeto —respondió con tono desenfadado—. Parece que cada vez estás más cerca de controlar mis poderes. Sin embargo, no podemos correr riesgos. Si te quita el pendiente, todo estará perdido.
—¿Por qué tengo la sensación de que formas parte de mí?
El demonio se detuvo, claramente confundido al verme hablando solo.
—Me alegra saber que ya eres capaz de mantener la consciencia mientras haces uso de mi energía. Pero, aun así, no puedo dejar que te enfrentes a él —prosiguió la voz desde mi interior, firme pero serena—. Tus sentimientos son demasiado inestables, podrías derrumbarte en cualquier momento.
—¡No, por favor! —grité sobresaltado—. ¡Déjame pelear! ¡Quiero vengar a mis amigos! ¡Te aseguro que no flaquearé!
—¡Silencio! —me ordenó con dureza—. He sido tu áncora desde que tu abuelo me colgó en tu cuello. No eras más que un bebé llorón, pero reconozco que, por alguna razón, me caíste en gracia desde el principio.
Su voz era profunda y grave, pero, de alguna manera, reconfortante.
—¿Sabías que ese demonio residía en el interior de Rockern? —pregunté, con la frustración creciendo en mi pecho.
El profundo suspiro que vibró desde el pendiente confirmó mis peores temores.
—¡¿Por qué no me lo dijiste antes?! —exclamé, incapaz de contener mi enfado.
—¡No seas estúpido! —me regañó—. La primera vez que logré comunicarme contigo fue en Alogna. No es tan sencillo para la voluntad de un pendiente atravesar la barrera de una mente humana, ¿sabes?
—¿Y por qué no lo hiciste entonces? —le reproché con amargura.
—¿Me habrías creído? —respondió con una ironía aplastante—. ¡Deberías sentirte orgulloso! Desde que infundí mi poder en este pendiente hace más de quinientos años, tú eres solo el segundo humano que ha logrado congeniar conmigo.
De pronto, algo se encendió en mi mente.
—Irgorn Páradan fue el primero, ¿verdad? —le pregunté, expectante.
—Así es —respondió con un deje de orgullo—. Yo fui quien le reveló los planes del demonio.
—¿Y por qué no dejó nada escrito para que las generaciones posteriores supieran que existías dentro del pendiente?
—Hablaremos de eso en otro momento. Es más complejo de lo que parece —zanjó tajante—. El rival que tenemos enfrente no es idiota.
Uchiro me observaba con los párpados entornados, como si estuviera tramando algo.
—¡Déjame luchar a mí! —exclamé, con la adrenalina palpitando en mis venas—. ¡Quiero ser yo quien lo derrote!
—Éliar, no es solo porque no confíe en tus posibilidades... Llevo mucho tiempo esperando este enfrentamiento... ¡Este oponente es mío!
La forma en que pronunció esa última frase me puso los pelos de punta.
—Oye, dime una cosa —le espeté, desafiante—. Tú eres Proudon, ¿no es así? El Señor del Fuego.
No respondió con palabras, pero la sonrisa que asomó en mi mente fue suficiente para confirmarlo.
—¿Proudon? —El demonio dio un paso atrás, claramente asustado al escuchar el nombre del tercer dios—. ¿Eres tú?
En ese momento, las pupilas de mis ojos se desvanecieron, dejando mi mirada completamente blanca.
—Hola, Uchiro —De pronto, perdí el control de mi cuerpo, y el tono de mi voz cambió a uno profundo e imponente—. Estaba deseando que llegara este momento.
El usurpador, incrédulo, retrocedió un par de pasos más.
—No puede ser... —balbuceó, exhausto—. ¡¿Estás vivo?!
—No exactamente —La voz que salía de mi boca era inquebrantable, como una roca—. Pero mi voluntad permanece en el interior de este pendiente.
—¡¿Cómo lo has hecho?! —gritó el demonio, incapaz de disimular su temor—. ¡El primer dios os mató a todos!
—Y habría acabado contigo también, de no ser porque sacrificaste tu inmortalidad —respondió el Señor del Fuego, con desdén—. Eso te salvó de su purga. Siempre fuiste el más astuto de nuestros hermanos.
Uchiro esbozó una sonrisa tensa, mezclando orgullo y arrogancia.
—En eso coincido contigo... —dijo con una chispa de soberbia.
La tensión en el ambiente se intensificó cuando la voz de Proudon se volvió aún más penetrante.
—Jamás perdonaré tu traición. Siempre supe que no eras de fiar, pero nunca pensé que llegarías tan lejos... Aliarte con los demonios es un acto imperdonable.
El silencio que siguió a esas palabras fue ensordecedor. Incluso Uchiro parecía luchar por encontrar algo que decir.
Tras la breve conversación, Proudon se dirigió a mí.
—Éliar, escúchame, no tengo mucho tiempo —Ahora era él quien movía mi cuerpo, mientras yo permanecía esperando, atrapado en las profundidades de mi alma—. Cada vez que me apodero de ti, tu organismo sufre un daño irreparable.
—¡¿Qué quieres decir?! —exclamé, sabiendo que solo él podía escucharme.
—Te lo explicaré con más calma cuando lo derrote —respondió rápidamente—. Por ahora, solo te pido que no hagas nada que interfiera en el combate —Su tono era autoritario, pero no carecía de comprensión—. ¿Lo has entendido? Relaja tu mente y dame total libertad para mover tu cuerpo.
Por razones que escapaban a mi entendimiento, confié plenamente en él.
Proudon se anudó en el puño derecho el pañuelo teñido con la sangre de mis amigos caídos. Lo hizo con un gesto solemne, cargado de significado, antes de alzar la vista hacia su oponente.
—¡Prepárate, Uchiro! —bramó, con una determinación que hacía temblar la tierra—. ¡Te demostraré quién es el más fuerte de los dos!
El aire alrededor se volvió denso y vibrante; cada palabra parecía encender una chispa en el paisaje. Proudon no esperó una respuesta. En un movimiento explosivo, canalizó todo su poder a través de mi cuerpo y lanzó una columna de llamas abrasadoras. Las llamas no eran meramente fuego: eran la voluntad misma del tercer dios, ardiendo con el dolor, la ira y la memoria de sus hermanos.
Uchiro respondió con una ferocidad igual. Su arena, cargada de energía infernal, se elevó en una tormenta gigantesca, creando una barrera que sofocó las llamas y oscureció el cielo. Pero Proudon no se detuvo. Sus llamas danzaban como un enjambre de serpientes vivas, quemando la arena que intentaba sofocarlas, abriendo grietas en la defensa del demonio.
El pañuelo atado a mi puño derecho brilló al rojo vivo cuando Proudon conectó un golpe directo contra el torso de Uchiro. La explosión resultante fue un eco de fuego y sombra. La sangre de los caídos, ahora fundida con el fuego, dejó una marca ardiente en el cuerpo de nuestro enemigo, un símbolo de justicia y venganza que ningún poder podría borrar.
—¡No solo es mi fuerza la que enfrentas! —tronó Proudon mientras avanzaba con otro golpe arrollador—. ¡Es la voluntad de todos los que cayeron luchando contra tu tiranía!
—¡Si tuviera mi antiguo poder, tú no serías más que cenizas bajo mis pies! —bramó, con un odio que parecía retumbar en el aire mismo.
El demonio desató entonces una tormenta de arena colosal, una avalancha oscura cargada de una energía corrupta que devoraba la luz. Pero Proudon, ágil como una llama danzante, esquivó el ataque con una precisión devastadora, usando mi cuerpo como un recipiente perfecto para su poder. Cada movimiento era un espectáculo de destrucción controlada, una danza entre el fuego y la arena, entre lo divino y lo infernal.
El suelo comenzó a fracturarse bajo nosotros, incapaz de soportar la intensidad del choque. Proudon canalizó su energía hacia un último ataque. Alzó ambos brazos y formó un círculo de fuego que se expandió a nuestro alrededor. Con un grito ensordecedor, lanzó una llamarada final que rompió la barrera de arena de Uchiro y lo hizo tambalearse.
A pesar de su poder y la ventaja elemental que su arena le otorgaba sobre el fuego, el demonio luchaba con serias dificultades para contener la furia del tercer dios. Cada embestida era un alarde de intensidad desbordante, como si Proudon canalizara la esencia misma de su dominio. De no ser por la debilidad inherente del fuego frente a la arena, el combate habría terminado en un abrir y cerrar de ojos.
PROUDON en su forma antigua de Tercer dios - El Señor del Fuego.
UCHIRO en su forma antigua de Séptimo dios - El Señor de la Arena.
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