Capítulo 51 (Fin del linaje)
Agarré a Koris de la mano, y echamos a correr hacia donde el caloto nos guiaba. Apenas habíamos comenzado nuestra carrera cuando dos sònegans montados en keròkes se cruzaron en nuestro camino, bloqueando nuestro paso.
—¡Nuestro por fin encontrar a vuestro! —exclamó uno de ellos. Era el comandante Sylewer, acompañado por su compañera Àlowar. Con semblantes tiesos, ambos desmontaron de las aves y se acercaron a nosotros con pasos firmes.
Antes de que pudiera reaccionar, el comandante me agarró del cuello y me levantó con una fuerza abrumadora.
—¡Tuyo ser causante de desgracia! —bramó enfurecido—. ¡Igual que pasar años atrás!
—¡Basta, suyo no ser responsable! —intervino Àlowar, golpeándole en la espalda para que me soltara—. ¿Tuyo no confesar? ¿Cómo Púrpuras saber de presencia de humanos en ciudad de nuestro? Mío saber que tuyo mantener reuniones en Kyara.
El cuatrobrazos apretó los dientes y me soltó de mala gana, antes de girarse hacia su subalterna con un destello peligroso en los ojos.
—¿Tuyo insinuar algo? —preguntó con tono desafiante—. Tuyo deber tener cuidado con palabras que poder decir.
Àlowar, sin retroceder, lo enfrentó con valentía.
—Mío saber que tuyo guardar rencor a Gran Guardián desde muerte de hijo de vuestro.
—¡Mío jamás traicionar a pueblo de Verdes! —exclamó con indignación, dando un paso hacia adelante—. ¡Mío ser fiel a Gran Guardián! ¡Mío reunir con Kàrkyan, porque mío querer poner fin a guerra!
No teníamos tiempo para presenciar cómo la discusión escalaba. Hice un gesto rápido a mis compañeros y, con un movimiento discreto, comenzamos a avanzar lentamente, dejando atrás a los dos cuatrobrazos, mientras seguíamos el rastro que NiNi había detectado.
—¡Oye, Éliar, espera un momento! —NiNi revoloteó junto a mi oreja—. ¿Y si ha sido Earan la que habló con los Púrpuras?
Le mandé callarse de inmediato, temiendo que los sònegans pudieran escucharle, aunque no estaba seguro de si tenían esa capacidad.
—¡¿Tuyo qué decir?! —pronto salí de dudas. Ambos cuatrobrazos dejaron de regañarse y se giraron hacia el murciélago, acorralándolo rápidamente—. ¿Tuyo decir que humana salir de Àrolf?
—Ni se te ocurra, NiNi —le advertí, alzando la voz con un tono desafiante.
Sin embargo, el caloto ignoró mi amenaza. Confiaba en que revelar lo que sabía también podía protegerme, y decidió contarles todo.
—¿Cómo humana poder atravesar zarzas? —preguntaron, incrédulos. Aunque les costaba aceptar la información, entendían que el animal no tenía razones para mentir.
Los cuatrobrazos me explicaron que Numaèl les había encomendado la misión de llevarme de vuelta al bastión. Los Púrpuras ya habían logrado atravesar el muro de espinos, y las defensas de Àrolf estaban al borde del colapso. Kàrkyan y sus secuaces tenían dos objetivos: robar el libro sagrado y acabar con nosotros. Por ello, debíamos abandonar Anaiho cuanto antes.
—Lamento deciros que no podemos irnos todavía —les dije, empujando sus manos de mi torso, aunque mi fuerza no era suficiente para soltarlos—. No me iré de este maldito país sin mi amiga.
—Tuyo venir con nuestro —insistieron, inmovilizándome con facilidad—. Nuestro encargar de humana más tarde.
Para su sorpresa, me eché a reír.
—Creo que no es una buena idea —dije con una sonrisa pícara, levantando los brazos en señal de rendición—. Yo no tengo el libro.
Mi revelación pareció helar la kènkia que recorría sus cuerpos.
—Lo tiene mi compañero —continué, manteniendo la expresión astuta—. Y si mi intuición no me falla, debe estar con la chica.
Sylewer rugió con furia y su voz retumbó en los alrededores
—Esto ser serio —recalcó, con la mirada desencajada y la respiración entrecortada—. Futuro de todos estar en juego.
Ambos cuatrobrazos levantaron sus cuellos, y, al igual que NiNi, olfatearon el aire.
—Suyo estar en esa dirección —dijeron al unísono, señalando con precisión—. ¡Vamos!
Sin perder más tiempo, montamos en los aves de colores y comenzamos a avanzar a toda velocidad.
—Oye, ¿por qué las puntas de vuestras lanzas y flechas son de piedra? —preguntó NiNi, volando junto a nosotros—. He notado que ningún miembro del clan de los Verdes posee armas de acero, pero los sònegans que nos atacaron en la selva sí las tenían.
—Púrpuras robar armas a humanos en desierto —respondió Àlowar, haciendo uso de su radni espiritual para transmitir sus pensamientos con claridad—. En país de nuestro no existir hierro ni carbono. Ser imposible conseguir acero sin abandonar frontera.
Avanzamos con rapidez a través de la selva, mientras el aire pesado de la noche vibraba con los ecos distantes de la guerra: el choque de armas, el rugir de los hechizos y los gritos desgarradores que se prolongaban en la oscuridad.
—¿Cómo es posible que se hayan alejado tanto? —me pregunté en silencio, con el corazón acelerado—. No han podido desplazarse tan rápido sin montura. Esto no tiene sentido...
De pronto, noté algo extraño en el semblante de Àlowar. Su expresión estaba teñida de nerviosismo, algo que hasta entonces no había mostrado.
—Comandante, ¿tuyo poder oler? —preguntó con un tono inquieto.
Sylewer asintió sin decir nada, y ambos sònegans ordenaron a los keròkes que aceleraran el paso.
Alcé la vista al frente y, en la distancia, vi cómo una extraña polvareda comenzaba a alzarse bajo la luz de la luna.
—Esto no poder ser real... —murmuró Àlowar, con la voz quebrada por el desconcierto.
Cuando alcanzamos lo que antes parecía ser un bosque, los sònegans detuvieron bruscamente sus monturas y descendimos de inmediato. Apenas pusimos los pies en el suelo, ambos cuatrobrazos cayeron de rodillas, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.
—¿Qué ocurre? —pregunté, incapaz de entender su reacción.
Mi mirada recorrió la zona, pero todo lo que veía eran troncos podridos y árboles derribados. La devastación era completa.
—Futuro de nuestro... —susurró Àlowar con la voz apenas audible—. Futuro de nuestro, ahora sí, estar condenado...
Aquel lugar, comprendí entonces, era lo que ellos llamaban «El Bosque del Comienzo», una arboleda sagrada de ceibas donde los cuatrobrazos llevaban a cabo su reproducción. Era el corazón de su linaje, la raíz de su existencia. Pero ahora, todos y cada uno de los árboles sagrados yacían destruidos.
Sylewer y Àlowar lloraban desconsolados, con el peso de la tragedia aplastándolos por completo. El silencio roto solo por sus sollozos llenaba el aire, hasta que, de pronto, mis ojos captaron algo a lo lejos.
—Hay alguien allí —dije, señalando con un dedo tembloroso.
Los sònegans se levantaron de inmediato, con sus rostros todavía empapados de lágrimas.
Bajo la tenue luz de la luna creciente, una figura se hizo visible entre los restos del bosque. Su silueta era inconfundible, y el latido de mi corazón se aceleró al reconocerla.
—Earan... —susurré, apenas capaz de pronunciar su nombre, antes de tragar saliva.
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