Capítulo 50 (El rastro de la mentira)
Cuando finalmente salimos del bastión, lo hicimos bajo la atónita mirada de los guardias que aún patrullaban los alrededores. Algunos trataron de detenernos, pero antes de que pudieran reaccionar, un nuevo sonido rompió el aire: los tambores. Su retumbar era profundo y ominoso, como el presagio de una tormenta inminente.
Era Numaèl, asomado al balcón principal del edificio, quien sostenía dos timbales extraños entre sus brazos. Sus ojos destellaban con una intensidad que dominaba incluso el caos que reinaba en la ciudad.
—¡Dejadles marchar! —ordenó con voz firme, haciendo resonar los tambores con un ritmo penetrante—. ¡Concentraos en defender nuestra ciudad!
El eco de los timbales retumbó en mi pecho, erizando mi piel. Cada golpe parecía llevar consigo una promesa de resistencia.
—¡Defenderemos la ciudad que nuestros antepasados construyeron con entrega y entusiasmo! —bramó con una convicción que encendió un fuego en el corazón de los guerreros.
Con un último golpe, Numaèl levantó la mirada al horizonte y dejó escapar un agudo silbido. Justo después, enormes aves de plumaje blanco, adornadas con crestas y colas tricolores, irrumpieron en escena desde la lejanía. Eran «keròkes». Sus largas patas se movían a una velocidad impresionante, compensando la ausencia de alas.
Fatigados y con las pulsaciones disparadas, Naile y yo corríamos a toda velocidad por la ciudad, siguiendo la dirección que Numaèl nos había indicado.
—No puedo... No puedo seguir tu ritmo, Éliarag —jadeó Tío Honoris, deteniéndose junto a un tronco caído para recuperar el aliento. Se desplomó sobre él, aferrándose al costado.
—¡¿Por qué no devuelves mi caballo a su tamaño natural?! —exclamé con nerviosismo, girándome hacia él—. ¡Es el momento de usarlo!
El anciano evitó mi mirada, inclinando la cabeza hacia su pecho.
—Respecto a eso, Éliarag... hay algo que debo decirte... —Se pasó una mano temblorosa por la cara antes de rascarse la nariz.
—No me digas qué...
—¡No, escucha! —me interrumpió, levantando una mano para calmarme—. Está vivo, ha sobrevivido al hechizo. Ya te dije que es muy fuerte. Sin embargo... —titubeó—, tu corcel no es un caballo corriente. Pertenece a una antigua raza que se creía extinta.
Sus palabras despertaron un recuerdo: los cazadores que me atacaron en mi viaje a Álonar habían mencionado algo similar.
—¿Y qué tiene eso que ver ahora? —le espeté.
—Se lo he entregado a Numaèl —añadió con un tono grave, pero apenado—. Lo siento, tal vez debí esperar a que despertaras para que tú tomaras esa decisión, pero insistió mucho.
Apreté los dientes, sintiendo la frustración crecer en mi pecho. Hice aspavientos con los brazos, incapaz de contener mi enfado.
—¡Maldita sea, ahora no tenemos tiempo para esto! —exclamé, con un tono que reflejaba mi desesperación—. ¡Entonces saca a la liebre y vayamos tras nuestros amigos!
Tío Honoris tragó saliva, visiblemente incómodo.
—Me temo que Pequeña Ruh no era tan fuerte como tu caballo... —admitió—. Tuve que introducirla en una de esas cajas negras, pero al poco tiempo dejé de escuchar los latidos de su corazón.
—¿Pequeña Ruh? —repetí, incapaz de creer lo que oía.
—Sí —afirmó con tristeza—. La bauticé justo antes de realizar el hechizo de empequeñecimiento permanente.
Por un instante, sentí un nudo en el pecho. No podía negar que, a pesar de todo, le había tomado cariño al animal.
Sacudí la cabeza para despejarme y miré al anciano con determinación.
—¡Entonces sigue corriendo! —grité, dándome la vuelta.
—¡Espera! ¡Soy sesenta años mayor que tú! —me gritó, jadeando mientras intentaba seguir mi ritmo.
No me detuve. Sus pasos se desvanecieron a mis espaldas mientras yo avanzaba con todas mis fuerzas. Sabía que me seguiría, usando su agudo olfato para no perderme la pista. La ciudad a nuestro alrededor temblaba bajo la amenaza inminente de los Púrpuras, y no podíamos permitirnos retrasarnos más.
La noche había caído por completo, cubriendo el cielo con su manto oscuro, mientras el estruendo de la batalla se alzaba en la distancia, anunciando que la batalla entre las dos tribus de los cuatrobrazos había comenzado.
—Debe ser aquí... Las ruinas de las que hablaba Numaèl... —me detuve, tratando de recuperar el aliento—. Mis amigos no pueden estar muy lejos.
Frente a mí se alzaban estructuras de piedra cubiertas de musgo, desgastadas por el tiempo y las inclemencias. Parecían restos de antiguos templos, tal vez construidos hacía más de mil años. Sus formas apenas eran reconocibles bajo la luz menguante.
—¡Éliar! —la voz aguda de NiNi rompió el silencio y me sobresaltó—. ¡Le he encontrado!
Giré instintivamente hacia la izquierda, y allí estaban. Mis tres compañeros avanzaban hacia mí, sus figuras inconfundibles destacando entre las sombras y la niebla. Mi corazón se llenó de alivio.
—¡Cuánto me alegro de veros! —exclamé mientras corría en su dirección, sintiendo que el peso de los días pasados se desvanecía con cada paso.
NiNi, el caloto, llegó primero y se posó sobre mi hombro, frotando su pequeña cabeza contra mi mejilla con entusiasmo.
—¡Sabía que te recuperarías, eres muy fuerte! —dijo con una chispa de alegría en su voz, mientras yo seguía acercándome a los hermanos Lágamo.
Cuando los alcancé, no pude evitar abrazarlos con fuerza, dejando que la emoción me desbordara.
—Earan... —murmuré, intentando contener las lágrimas—. Por un momento, cuando te dejaste capturar en aquel asentamiento, pensé que no volvería a verte...
El recuerdo de aquel día me golpeó con fuerza, pero antes de que pudiera procesarlo, un dolor punzante atravesó mi cabeza, obligándome a caer de rodillas.
—¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? —preguntó NiNi con preocupación, mientras Koris intentaba sostenerme.
La presión en mi mente era abrumadora, similar a lo que había sentido cuando el rey me tocó en la conferencia.
—¿Éliar, no te alegras de verme? —La voz fría de Earan cortó el aire como un cuchillo. Un escalofrío recorrió mi espalda al escucharla.
Levanté la mirada y vi su rostro, pero algo en su expresión no encajaba. Esa sonrisa persistente, inquietante, me llenó de una sensación indescriptible.
—¡Éliarag! —El grito de Tío Honoris, entrecortado por el cansancio, irrumpió en la escena. Lo vi aparecer entre las ruinas, jadeando por el esfuerzo.
La reacción de Earan fue instantánea y desconcertante. Sus ojos se afilaron y sus labios se movieron apenas para susurrar con desprecio:
—Maldito viejo...
Antes de que pudiera entender lo que estaba sucediendo, el suelo bajo nuestros pies tembló violentamente. Una grieta gigantesca se abrió de repente, tragándonos a NiNi, Koris y a mí en su oscuro abismo.
—¿Estás bien? —pregunté, ayudando a Koris a levantarse mientras observaba el desorden a mi alrededor—. ¿Qué demonios está ocurriendo?
Los ruidos desde la superficie eran aterradores, golpes y explosiones que resonaban como si el mundo se estuviera desmoronando. Otra sacudida hizo que un derrumbe más amenazara con sepultarnos, obligándonos a movernos hacia una pequeña abertura que había al fondo del lugar donde caímos.
Avanzamos con dificultad, empujados por el miedo, mientras el eco de la batalla y los temblores continuaban envolviéndonos. Algo siniestro estaba ocurriendo.
No nos resultó fácil escapar del hundimiento, pero finalmente logramos ponernos a salvo y salir a terreno plano.
—Vamos, Koris, espabila —dije con gesto serio mientras me inclinaba hacia él—. Tenemos que encontrar a tu hermana, seguro que está desesperada por localizarte.
Agarré la mano del niño, pero este parecía resistirse a caminar.
—No creo que me esté buscando —respondió con una tranquilidad que me desconcertó por completo.
—¡¿Qué estás diciendo?! ¡¿Has perdido la cabeza?! —le solté, incapaz de procesar sus palabras.
—El pequeño tiene razón —intervino NiNi desde mi hombro, con un tono más prudente—. Esa joven no parece la misma persona que conocí en la cueva de Alogna. Algo en ella ha cambiado.
Respiré hondo varias veces, intentando mantener la calma, pero aun así no pude evitar recriminarles su actitud.
—No tenemos por qué mentirte, Éliar —añadió el caloto, revoloteando justo frente a mi rostro, batiendo sus alas—. Esto te sonará estúpido, pero he visto a Earan cruzar la muralla de espinos dos veces. No sé cómo lo hizo; se supone que las zarzas tienen voluntad propia, pero créeme, se abrió paso entre ellas.
Koris, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, finalmente habló:
—No ha vuelto a cantarme canciones para dormir... —murmuró, con la mirada clavada en el suelo—. Se está comportando de manera muy extraña.
Sus palabras, combinadas con el gesto sincero del niño, hicieron que una parte de mí comenzara a dudar.
—¿Por qué no le habéis dicho nada de esto a Tío Honoris? —pregunté, en un intento de encontrar alguna lógica en lo que decían.
—Yo no puedo comunicarme con el viejo —respondió NiNi, con una chispa de fastidio en su voz—. Y el niño... bueno, no confía lo suficiente en él.
Lancé un suspiro exagerado, echando la cabeza hacia atrás mientras me cubría los ojos con las manos.
—Hablaré con Earan de todo esto —concluí, todavía dudando de todo lo que había escuchado—. Pero no quiero que piense que desconfío de ella.
—¿Y cómo piensas encontrarla? —preguntó Koris con tono seco—. Parece que hubiesen desaparecido.
NiNi olisqueó el aire, deteniéndose un momento antes de fruncir el ceño.
—Hay un olor extraño en esa dirección —indicó con ojos entrecerrados.
—Me fiaré de tu olfato, ¡vamos!
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