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Capítulo 5 (Donde descansa el vacío)

Desde lejos, vi a una multitud congregada frente a mi casa. Entre ellos estaban mis amigos, rodeados por una docena de guardias y el pregonero, que, subido a lomos de su enorme tejón, los señalaba con el dedo.

—¡Un momento! —grité, acelerando el paso—. ¡Estoy aquí!

Llegué jadeando y me detuve frente a ellos, esforzándome por recuperar el aliento.

—¡Éliar! —exclamó Kiora—. Nos han traído a rastras desde la Cripta Escamosa. ¿Qué está pasando?

—Ellos no tienen nada que ver con esto —dije tratando de normalizar mi respiración.

Los soldados no tardaron en acorralarme. El pregonero desmontó de su montura y se acercó con rostro irritado.

—¿De qué conoces a los forasteros que aparecieron ayer en la taberna de Oslok? —preguntó con un tono gélido—. Si no me dices la verdad, te mataremos.

Tragué saliva, sintiendo la franqueza de la amenaza.

—No los había visto en toda mi vida, lo juro —dije, intentando que mi voz sonara convincente—. Os garantizo que se trata de un desafortunado malentendido.

Sabía que estaba en una situación límite. Si confesaba lo sucedido, mi destino estaría sellado. Los marginados teníamos estrictamente prohibido enterrar a nuestros familiares fallecidos. Los cuerpos debían ser entregados a los guardias, quienes se encargaban de su «disposición». Nadie sabía con certeza qué hacían con ellos, pero corrían rumores horribles de que los restos eran despedazados y mezclados con los alimentos que nos entregaban durante el día de la repartición. El hecho de haber enterrado en secreto a mi abuelo era un acto de insubordinación que, de descubrirse, significaría una muerte segura para mí y posiblemente también para mi familia.

—¡Dentro no hemos encontrado nada! —exclamó uno de los soldados al salir de mi casa.

El pregonero me agarró por el pelo y colocó el filo de un puñal en mi garganta.

—No voy a andarme con tonterías. La mujer que entró en la taberna no da puntadas sin hilo —me susurró al oído con voz amenazante—. Si no me dices el motivo por el que te busca, te degollaré aquí mismo.

—Robé las pertenencias que esos forasteros guardaban en el interior de su carruaje —balbuceé, incapaz de sostenerle la mirada.

El hombre me soltó de golpe, mirándome fijamente.

—¿Qué bienes poseían?

—Un puñado de joyas —contesté con rapidez—. Juro que digo la verdad.

Mis amigos me observaban con gestos de preocupación, pero nadie se atrevió a intervenir.

—En ese caso, supongo que podrás mostrarnos las riquezas que mencionas, ¿no es así? —cuestionó, esbozando una sonrisa cínica.

—Verá, señor, sé que es difícil de creer, pero unos tipos me robaron el zurrón esta misma tarde —respondí con la voz más firme que pude—. Uno de ellos tiene la mano quemada. Estoy seguro de que no os será difícil encontrarles.

Era la única solución que se me ocurrió para salir de aquella situación. Si los guardias interrogaban a los maleantes, reconocerían nuestro altercado. Incluso si no supieran nada del zurrón, sería mi palabra contra la suya, y tendría una pequeña oportunidad de escapar del peligro.

—¡Éliar, ya basta! —El grito inesperado de Ádatost me hizo sobresaltarme—. ¡Diles la verdad de una maldita vez!

No podía creerlo. Mi propio amigo me estaba traicionando.

—Te conozco demasiado bien, Éliar —prosiguió Ádatost, ignorando mi mirada de furia—. Estoy seguro de que has enterrado el zurrón para devolvérselo a esos forasteros y evitar ponernos en peligro.

Le clavé la mirada y apreté los dientes, mientras Saloscon le daba un codazo para que dejara de hablar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ádatost, desconcertado—. Si el ejército atrapa a esos canallas, ya no podrán hacernos nada.

—¿Dónde diantres están enterradas esas joyas que mencionas? ¡Habla! —interrumpió el pregonero, con tono severo.

Ádatost titubeó, pero finalmente respondió:

—En unos matorrales cerca de la entrada al bosque, junto a los...

Se detuvo en seco, con el rostro empalidecido. La compresión de su error fue inmediata. Si los guardias encontraban la tumba de mi abuelo, mi ejecución sería inevitable.

—¡Llévanos hasta allí! —ordenó el divulgador—. ¡Ahora mismo!

Los ojos de Ádatost se llenaron de lágrimas. Su expresión reflejaba un arrepentimiento profundo mientras me miraba, como suplicando perdón.

—¡Muévete! —le gritó uno de los soldados, golpeándolo con la parte trasera de su lanza—. Guíanos al lugar que has mencionado o mataremos a toda tu familia.

Los guardias me sujetaron con fuerza, cruzando mis brazos por detrás de la cintura, y me empujaron para que caminara junto a los demás. Sabía que nos dirigíamos a un destino que podría sellar no solo mi suerte, sino también la de quienes más amaba.

Se acercaba la medianoche, y las nubes que encapotaban el cielo dieron paso a un repentino chaparrón. Las gotas golpeaban con fuerza las calles empedradas, mientras el agua corría formando pequeños riachuelos en las esquinas.

Ádatost, aunque de manera involuntaria, me había condenado a muerte. Por más que intentara buscar una salida, mi mente no hallaba ni un resquicio de esperanza. Todo parecía inevitable. El desenlace estaba sellado, y yo no podía hacer nada para evitarlo.

—¿Kinóbol? —me pregunté para mis adentros.

Me pareció ver a mi hermano escondido en un callejón oscuro, con el cuerpo encorvado y los ojos atentos. Aquella visión me puso aún más nervioso. Conociéndolo, sabía que sería capaz de cualquier cosa para tratar de salvarme, y lo último que quería era que él también se pusiera en peligro.

Continuamos avanzando bajo el aguacero hasta que finalmente llegamos al lugar señalado. Justo antes de entrar en la maleza, Ádatost se detuvo en seco.

—No recuerdo el lugar... —murmuró, su voz apenas audible.

El hombre que lideraba la avanzadilla sacó el puñal de su cinturón y dio un paso hacia él.

—¿Quieres que te refresque la memoria? —dijo con frialdad antes de hacerle un profundo tajo en la parte superior de la pierna.

El grito desgarrador de Ádatost nos dejó a todos paralizados. Mis puños se cerraron con impotencia.

—Lo siento —balbuceó mientras se sujetaba el muslo ensangrentado—. No recuerdo dónde están enterradas las joyas. Puedes cortarme ambas piernas si quieres, pero no lo sé.

El pregonero, aquel hombre que había sido el portavoz en la plaza, se agachó junto a él, relamiendo con deleite la sangre que goteaba de su cuchillo con su lengua color carbón.

—¿Tienes hijos? —preguntó con una sonrisa siniestra—. Podría hacerles una visita en cualquier momento. No deberías olvidarlo.

Ádatost tragó saliva, derrotado, y señaló temblorosamente hacia mi valioso santuario.

—Ya veo. Así que en algún lugar de ese barrizal están enterradas las riquezas que supuestamente has robado a los forasteros que te buscaban en la taberna —dijo el pregonero, girándose hacia mí—. Veamos si es cierto.

Con esa última frase, se adentró entre los matorrales, mientras los demás permanecíamos bajo la lluvia, inmóviles.

—Lo siento, Éliar —murmuró Ádatost con voz quebrada—. Nunca podré perdonármelo.

—¡Silencio! —le ladró uno de los guardias, golpeándolo con la culata de su lanza.

Cerré los ojos y levanté la cabeza hacia el cielo, dejando que las gotas heladas de lluvia golpearan mi rostro. Mi final estaba aquí. En cuanto viera la tumba de mi abuelo, no habría más que decir. Mi muerte estaba asegurada.

—¡Aquí no hay nada!

El grito del pregonero me hizo abrir los ojos de inmediato. Con un impulso desesperado, me zafé de los guardias y corrí hacia él, seguido de todos los demás.

—¡Alguien se ha llevado lo que habías enterrado! —exclamó cuando llegué junto a él, mostrándome un pequeño puñado de perlas en su mano.

Mi corazón se disparó, y un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo.

—¿Alguien más sabía de la ubicación de tu escondite? —preguntó mientras permanecía agachado junto al hoyo vacío—. ¡Contesta!

Negué con la cabeza. Mi voz me había abandonado.

—Creo que esa mujer ha encontrado tu escondrijo —dedujo mientras se ponía de pie—. He hallado esto junto al agujero.

Extendió su mano y me mostró un trozo de tela que coincidía con la vestimenta de los forasteros.

—Además —añadió, señalando el suelo—, fíjate bien. Pueden distinguirse pisadas que se adentran en el bosque. Parece que decías la verdad. Esa desgraciada y sus dos lacayos te buscaban para recuperar sus joyas. ¡Maldita furcia! Siempre va un paso por delante de nosotros. ¿Cómo habrá encontrado este lugar?

Yo seguía inmóvil, mirando con incredulidad la tumba vacía de mi abuelo. Sentía el frío de la lluvia calándome hasta los huesos, pero no era nada comparado con el vacío que crecía en mi pecho.

—¡Inspeccionad los alrededores! Es posible que encontremos alguna pista que nos ayude a dar con su nuevo paradero —ordenó el pregonero a los soldados, antes de girarse hacia nosotros—. ¡Andaos con ojo, gusanos! Si volvéis a ver a esos forasteros, avisad a los guardias de inmediato.

El ejército se marchó, dejándonos solos. El sonido de las botas alejándose se mezclaba con el chapoteo de la lluvia sobre el barro.


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