Capítulo 49 (La invasión Púrpura)
La tinta negra de los escritos comenzó a subir lentamente por mi mano izquierda. Al alcanzar el brazalete que Earan me había regalado, mi piel empezó a desprender unas partículas acuosas que flotaron a mi alrededor, concentrándose en una esfera que se formó sobre mi cabeza. En un instante, la esfera reventó, liberando una explosión de agua que empapó toda la sala, apagando las seis almenaras y dejándonos en una oscuridad absoluta.
—¿Qué significa esto? —exclamó Numaèl, visiblemente alarmado, mientras volvía a iluminarnos con un hechizo.
Tras la salpicadura, la tinta negra continuó su recorrido, avanzando por mi brazo hasta llegar a mi rostro. Al alcanzar mi pendiente, las almenaras se encendieron de nuevo, esta vez con una fuerza deslumbrante, y mi cuerpo quedó envuelto en unas misteriosas llamas de fuego. Aunque no podía sentirlas, Tío Honoris extendió una mano hacia mí y retiró los dedos rápidamente.
—Quema —dijo con asombro—. ¿Te encuentras bien?
Asentí lentamente mientras movía las extremidades, comprobando que todo estaba en orden.
—Hay algo que se nos está escapando —interrumpió Numaèl, con tono grave—. El libro no reacciona siempre de la misma manera, pero tampoco deja claro que ninguno de los Páradan que lo han tocado sea el guerrero de la profecía.
Aproveché el silencio que se formó para cerrar el Mitólor y, al volver a la normalidad, hablé con firmeza:
—Si me lo permitís, creo que la teoría de las fechas en las que os basáis está equivocada.
Mis palabras provocaron que Numaèl y Tío Honoris me miraran con sorpresa.
—Ya sé por qué mi abuelo pudo memorizar el número de párrafos —continué—. Y sé que os parecerá extraño, pero al tocarlo, yo también he retenido cada palabra.
—¿Y qué es lo que deduces tú de todo esto? —preguntó, El Magnánimo, intrigado.
Respiré hondo antes de responder:
—Lo primero, es que las reacciones no tienen nada que ver con nuestras fechas de nacimiento, ya que, si, por ejemplo, cuentas desde atrás en lugar de desde adelante, el párrafo que brilla es el mil trescientos quince.
Mi mano se aferró al brazalete grana que llevaba en la muñeca, y apreté los dientes antes de añadir:
—Lo segundo, es que la sangre de los Páradan tampoco tiene nada de especial.
Mi segunda conclusión cayó como un jarro de agua fría. El silencio se apoderó de la sala mientras Numaèl y Tío Honoris me miraban, atónitos.
—No encuentro ningún otro patrón o coincidencia a la que agarrarme para explicar estos sucesos —contestó el sònegan, con una mezcla de frustración y desconcierto—. Como hemos podido comprobar cuando Naile tocó el libro, este no reaccionó de ninguna manera.
—Lo sé, pero existe una razón lógica —añadí, esbozando una leve sonrisa mientras sus miradas se posaban en mí—. Irgorn, mi abuelo y yo, compartimos algo más que la sangre.
Los ojos de Numaèl se abrieron de par en par, al igual que los de mi anciano compañero. Fue como si ambos hubieran llegado a la misma conclusión al mismo tiempo.
—El pendiente... —murmuraron al unísono.
—Exacto —ratifiqué, acariciando instintivamente la alhaja en mi oreja—. Sé que puede sonar descabellado, pero creo que mi tía también debía tener un objeto con características similares en su mano izquierda. Por eso la tinta se concentró en esa parte de su cuerpo.
Numaèl frunció el ceño, tratando de recordar.
—Ahora que lo mencionas, la hija de Frouran llevaba un anillo grana en su dedo corazón —recordó el Magnánimo—. ¡Puede que tu razonamiento sea cierto!
La perplejidad de Tío Honoris se reflejaba a la perfección en su rostro. Se lamentaba profundamente de no haber percibido aquel detalle antes.
—Todo encaja... —dijo con voz temblorosa—. Ese pendiente debió ser el motivo por el que el rey intentó raptarte en la Ceremonia del Aventurado.
Asentí, añadiendo que Urbirus me había contado que me vio la noche antes de partir hacia la capital, llevando el pendiente colgado como un amuleto.
—Y también explica por qué Rockern se acercó a ti en la conferencia de Dárasen —agregó Numaèl, todavía tratando de asimilar mi revelación—. Sin embargo, estoy casi seguro de que, al igual que nosotros, el monarca no comprende realmente la naturaleza de estos objetos. Debe asumir que es tu sangre la que desprende ese olor que lo embelesa.
—¿Cómo es capaz de oler su sangre? ¿Y para qué la querría? —preguntó mi compañero, mientras ajustaba ligeramente su boina hacia adelante, en un gesto de concentración.
—No tengo la menor idea...
—Fijaos —dije, señalando el brazalete en mi muñeca y cortando el silencio—. Al igual que el pendiente, creo que este objeto también es...
De pronto, un fuerte temblor sacudió la sala, interrumpiéndome. El sonido ensordecedor del techo al desmoronarse llenó el espacio, y el polvo comenzó a envolvernos mientras fragmentos de roca caían por todas partes.
—¡Coge el libro y salgamos de aquí! —ordenó Numaèl, con una urgencia que resonó en el caos.
Logramos alcanzar el final del pasaje, donde Numaèl abrió la puerta secreta que conectaba con el piso inferior de la torre ovalada. El aire enrarecido de la sala nos envolvió al instante, cargado de una sensación de urgencia.
—¡Padre! —De entre las sombras emergió una figura familiar para Numaèl: uno de sus hijos—. ¡Espinos... estar enfermos, ciudad... nuestro correr gran peligro!
El semblante de Numaèl se ensombreció al escuchar aquellas palabras. Por un instante, su mirada pareció perderse en el vacío, como si la presión de la situación lo golpeara de lleno.
—¡Gran Guardián! —gritaron al unísono varios guardias, aproximándose apresuradamente—. ¡Púrpuras querer asaltar Àrolf, nuestro deber actuar!
El Magnánimo alzó su báculo y lo golpeó contra el suelo, haciendo que un leve eco se propagara por el pasillo.
—¡Que todo aquel capaz de luchar se prepare para la batalla! —voceó con autoridad. Su tono no dejaba espacio para dudas ni vacilaciones.
Acto seguido, miró a sus hijos con determinación.
—Coordinad las defensas y no dejéis a nadie atrás —les ordenó con un gesto firme antes de girarse hacia uno de los guardias más cercanos—. Encuentra al comandante Sylewer y dile que se presente ante mí de inmediato. Es de suma importancia.
Mientras la actividad aumentaba a nuestro alrededor, Tío Honoris y yo seguimos al Gran Guardián hasta una sala situada en uno de los pisos superiores de la torre. La estancia estaba decorada con sobriedad, pero lo que más destacaba era un enorme ventanal al fondo, que ofrecía una vista impresionante de Àrolf y sus alrededores.
Numaèl se detuvo frente al cristal, contemplando con el ceño fruncido el horizonte, como si pudiera ver mucho más allá de lo que permitían nuestros ojos.
—Naile, voy a confiarte el libro sagrado —dijo de repente.
El anciano reaccionó con incredulidad, incapaz de contener su sorpresa.
—¡¿Cómo dice?! ¡¿Por qué haría algo así?! —exclamó, casi tropezando con sus propias palabras.
Numaèl se giró lentamente hacia nosotros.
—Por primera vez desde que inició la guerra entre nuestros clanes, el enemigo ha logrado debilitar nuestra muralla —Cerró los ojos un momento, como si estuviera midiendo cada palabra antes de hablar—. Puedo verlo desde aquí gracias a mi dominio del radni. Por algún motivo que aún desconozco, las zarzas se están marchitando. Es muy probable que alguien haya informado a Kàrkyan, el líder de los Púrpuras, sobre la llegada de humanos a nuestro país.
El Gran Guardián apretó los puños, y un destello de rabia se reflejó en sus ojos.
—No sé si podremos detenerlos esta vez, así que me veo obligado a encomendarte la protección del Mitólor —añadió, casi en un susurro, como si esas palabras pesaran más que cualquier otra orden que hubiese dado—. Como sabes, el libro contiene un pequeño fragmento de Piedra Radnital. Si logran hacerse con él, ten por seguro que lo utilizarán para erradicar a vuestra raza.
Naile, aún incrédulo, dio un paso al frente, con los labios tensos y el corazón acelerado.
—Usted es mucho más fuerte que yo. El libro estará mucho más seguro bajo su custodia —le reprochó, con la voz al borde de la súplica.
Numaèl negó con la cabeza, y una sonrisa melancólica apareció en su rostro.
—Es hora de que el tomo vuelva a vosotros, los humanos —indicó, con una mirada que parecía atravesarnos—. Ahora que conocemos el verdadero motivo por el que los escritos reaccionan, podemos...
El suelo tembló bajo nuestros pies, y toda la estructura de lapislázuli de la torre se estremeció con violencia, interrumpiéndolo.
—Debéis averiguar por qué el Mitólor reacciona a esos objetos. Protegedlo, tanto el tomo como las alhajas —su voz era tan seria que apenas parpadeaba mientras hablaba—. Tengo una hipótesis por la que podéis empezar a trabajar. Por lo que he observado, el pendiente atrae el fuego, y recuerdo que el anillo de la muchacha que intentó robar el libro generó rayos azulados a su alrededor.
El temblor cesó, pero las palabras de Numaèl seguían repicando en mi cabeza como una campana. Afuera, los sonidos de las defensas poniéndose en marcha llenaron el aire. La batalla estaba cada vez más cerca.
—Y este misterioso brazalete parece tener algún tipo de conexión con el agua —interrumpí, sin poder contenerme.
—Exacto —apoyó Numaèl, tajante, como si mi observación confirmara algo que ya intuía.
Tío Honoris se mordió el labio, recordando el don de Earan para encontrar filtraciones de agua incluso en los desiertos más áridos.
—Quizá... y solo quizá —murmuró el anciano, con una expresión pensativa—, estos objetos tengan algo que ver con los seis dioses caídos...
No hubo tiempo para más especulaciones. Otro violento seísmo comenzó a sacudir los cimientos de la torre, haciendo que el techo del salón crujiera y amenazara con venirse abajo.
—¡No hay tiempo que perder! —exclamó Numaèl—. Debéis salir de Anaiho antes de que Kàrkyan y sus secuaces descubran que el libro está en vuestro poder.
El cuatrobrazos comenzó a mover sus manos con rapidez, trazando sellos en el aire mientras pronunciaba palabras en su idioma.
—¡Un momento! —le interrumpí con firmeza, alzando la voz.
—¡Muchacho, necesito silencio para hacer aparecer la Gran Puerta! —gruñó, con el tono de quien no admite distracciones.
Yo negué con la cabeza una y otra vez, al mismo tiempo que metía el tomo sagrado en la faltriquera de Tío Honoris.
—Tú puedes irte si quieres —dije con seguridad—. Pero yo no voy a marcharme de aquí sin nuestros amigos.
Mis palabras los dejaron desconcertados. Tanto Numaèl como Tío Honoris me miraron en silencio, incapaces de procesar mi desafío.
—Esto no es un juego, chico —espetó Numaèl, clavando en mí una mirada cargada de severidad—. A veces, los sacrificios son necesarios. Puede que el destino de Tálwer dependa de este momento.
Sentí que algo se encendía en mi interior, una llama de furia y desafío que no pude ni quise contener.
—Es muy fácil pronunciar esas palabras cuando tú no eres el sacrificado —respondí, con una rabia que me hacía temblar—. No abandonaré a mis amigos. Me da igual lo que me digas. No puedes obligarme.
El sònegan apretó los dientes y levantó su bastón, apuntándome directamente con el resplandor del zafiro.
—¡No tienes la menor idea de todo lo que he tenido que sacrificar! —exclamó. Su mirada se oscureció al recordar a los hijos que había perdido durante las guerras.
Antes de que pudiera hacer algo más, Naile dio un paso adelante y agarró con firmeza el báculo, apartándolo de mí con decisión.
—No conseguirá nada sacándolo de Anaiho a la fuerza —le advirtió, con un tono que parecía calmar incluso las paredes tambaleantes del salón—. Una vez fuera, Éliarag no escucharía ni sus órdenes ni las mías.
El silencio que siguió fue tenso y opresivo. Lo único que se escuchaba era mi respiración agitada mientras esperaba su respuesta. Finalmente, Numaèl gruñó con rabia, como un animal acorralado.
—¡Está bien, tú ganas! —cedió, volviéndose hacia el ventanal y cerrando los ojos para concentrarse.
Instantes después, señaló con un gesto preciso.
—Los hermanos Lágamo y el caloto están al este de la ciudad —nos indicó con un tono grave, aunque resignado—. No muy lejos de las ruinas que preceden al muro de espinos. Os lo ruego, no os demoréis. Los Púrpuras no tardarán en entrar en Àrolf.
No esperé a que dijera nada más. Le di las gracias con una inclinación rápida de cabeza y eché a correr hacia las escaleras. Tío Honoris, que apenas podía seguir mi ritmo, me gritaba entre jadeos que lo esperara.
Mientras descendíamos hacia el piso inferior, un sonido ensordecedor llegó desde la sala que acabábamos de abandonar. Era un silbido agudo y penetrante que casi hizo estallar nuestros oídos.
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