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Capítulo 48 (El libro sagrado)

Le relató la presencia del rey en Ugmalu y sus sospechosos viajes a través de los túneles antiguos.

—Entiendo —reflexionó el Magnánimo, frunciendo levemente el ceño—. Aun así, resulta extraño que no haya vuelto a hacer acto de presencia en su feudo.

Cerró los ojos con suavidad, sumido en un pensamiento profundo, y los volvió a abrir con la misma calma.

—A lo largo de toda mi vida he tratado de averiguar el posible paradero del demonio, pero jamás he encontrado ningún vestigio que me lleve hasta él —afirmó con voz clara—. No obstante, es innegable que el mal de Tálwer no se ha extinguido por completo. Tres de los cuatro «Odiosos» aún siguen en nuestro mundo.

—¿Qué es eso de los Odiosos? —pregunté, incapaz de ocultar mi curiosidad.

Tío Honoris colocó una mano firme sobre mi hombro y me miró con gravedad.

—¿Recuerdas el escorpión gigante que nos atacó en Ugmalu? Fue justo después de que te hiriesen con las flechas envenenadas.

Asentí tímidamente.

—Kougre, la Oruga; Luthor, el Escorpión; Arzia, la Mantis y Rander, la Serpiente —enumeró Numaèl con precisión—. De los cuatro, solo la última pereció a manos de Álklanor y su compañía. Los otros tres aún deambulan por el mundo, alejados de su lugar de origen: el inframundo.

—¿Una oruga? Espera un momento... Al poco de abandonar Ástbur, me encontré con alguien mencionó una oruga demoníaca. Me habló de cómo apareció de una neblina y devoró a dos hombres frente a sus ojos. Decía que podía hablar y que obligó a los supervivientes a entregarle sus sombras para sobrevivir.

—¡¿Y no se te ocurrió contarme esto antes?! —exclamó, golpeándome en el hombro con el dorso de la mano—. ¡¿Sabes lo importante que es esa información?!

—Lo siento —murmuré, bajando la mirada, con un deje de cansancio en mi voz—. Han pasado demasiadas cosas últimamente. Apenas he tenido tiempo de asimilar lo que ocurre a mi alrededor.

En ese momento recordé que el mismo monstruo aparecía mencionado en el diario antiguo que Naizy había robado tras nuestra noche juntos en la posada. Sin embargo, decidí no decir nada. La situación ya era bastante complicada, y añadir más detalles solo incrementaría la tensión.

—Sabemos con certeza que los Odiosos siguen en nuestro mundo, eso es suficiente —interrumpió el cuatrobrazos.

—Entonces, la existencia del demonio tiene sentido... —murmuré, mientras mis pensamientos se aceleraban—. El Mitólor deja claro que, una vez derrotado el antidiós, todas las criaturas provenientes del infierno desaparecerían con él.

Numaèl se giró hacia mí lentamente.

—Exacto, muchacho. Si los Odiosos aún caminan por Tálwer, eso solo puede significar que la batalla librada hace quinientos años no fue tan definitiva como nos hicieron creer.

—Pero... ¿Por qué los Odiosos no desaparecieron, mientras el resto de las criaturas infernales que servían al demonio sí lo hicieron? —preguntó Naile con el ceño fruncido.

—Es una muy buena observación —respondió El Magnánimo, asintiendo con gravedad—. Mis antepasados fueron testigos de ese momento. Cuando Álklanor hundió su espada en el pecho del demonio, todos sus esbirros pertenecientes al inframundo se desintegraron. Sin embargo, los Odiosos, por alguna razón, permanecieron.

Ambos intercambiaron una mirada inquieta antes de suspirar casi al unísono.

—Además de eso, hay algo más que resulta intrigante —intervino mi anciano compañero, llevándose una mano a la nariz mientras su tono se volvía reflexivo.

—Te refieres al color de la lengua de los miembros del ejército, ¿verdad? —le interrumpió el sònegan, adelantándose a su pensamiento.

—Sí —afirmó rotundo—. Tal vez sea una coincidencia, pero todos sabemos quiénes poseían esa misma característica.

Carraspeé suavemente para captar su atención.

—¿Me podéis poner al corriente? No tengo ni idea de lo que estáis hablando.

—¿Nunca has oído hablar de los tasûnas? —preguntó el Magnánimo, observándome con interés.

—No, o al menos que yo recuerde —admití, esforzándome por encontrar alguna conexión en mi memoria.

Sin decir una palabra, Numaèl colocó su báculo frente a mí, y el zafiro comenzó a brillar con intensidad, llenando la sala con un resplandor azul.

—¡Espera! —exclamé, preocupado—. ¡¿No decías que interferir en mi mente podría acarrearme graves consecuencias a la larga?!

—Lo siento, pero es un riesgo que has de correr. El tiempo apremia —respondió con firmeza, sin titubear mientras alzaba su bastón.

Antes de que pudiera protestar, una ráfaga de conocimiento inundó mi mente. Era como si una puerta invisible se hubiera abierto, y toda la información sobre aquellos enigmáticos seres se desplegara en mi interior, desbordándome con imágenes y palabras.

A grandes rasgos, los tasûnas eran seres compuestos única y exclusivamente de huesos. Su apariencia, en tamaño y forma, era similar a la de los humanos, pero, a diferencia de nosotros, no poseían carne. Además, Solo contaban con tres órganos: una lengua negra y viscosa; unos ojos normales, carentes de expresión; y un extraño corazón cilíndrico, conocido como «kûrku». Este órgano bombeaba un fluido oscuro por el interior de sus huesos, un líquido que cumplía la misma función que la sangre en los cuerpos humanos.

A pesar de su aspecto aterrador y su devoción hacia los demonios, los tasûnas no eran originarios del infierno, sino de Tálwer. Según los relatos, fueron creados en el año 732 como una última especie mortal, nacida del odio y el rencor del séptimo dios. Cuando el portal del infierno fue abierto, los seres de hueso encontraron su propósito al aliarse con las fuerzas demoníacas y sembrar el caos en el mundo mortal.

Tras la última gran guerra, la alianza de humanos y sònegans los persiguió sin descanso, cazándolos hasta lograr su exterminio, o al menos eso se creía.

—Entonces... —me llevé la mano a la barbilla, pensativo—. Es posible que sus lenguas no sean una coincidencia

—Eso es algo que siempre he sospechado —musitó Tío Honoris, preocupado—. Pero jamás he encontrado la conexión, más allá del color de sus lenguas.

—El hecho de que parezcan no envejecer también es inquietante —agregó Numaèl—. No estoy seguro, ya que mis halcones siempre son interceptados antes de acercarse demasiado al palacio de los Núndior. Aun así, hay algo peculiar: nunca he visto ni escuchado de un funeral para sus vasallos. Podría ser que celebren los velatorios dentro del castillo, lejos de cualquier mirada externa, pero incluso eso me resulta extraño.

El Gran Guardián agarró su bastón con firmeza y se dio media vuelta.

—Ya basta de tanta charla. Bajemos a la sala secreta —concluyó—. Confío en que no hagáis ninguna tontería. Me dais vuestra palabra, ¿verdad?

Asentimos al unísono antes de empezar a caminar hacia la salida.

—¡Esperad un momento! —exclamé, deteniéndome en seco. Mi corazón latía con fuerza mientras una pregunta me atormentaba—. ¿Qué hay de mi familia y amigos? ¿Cuándo volveré a verlos?

Tío Honoris se giró hacia mí. Su rostro reflejaba comprensión, pero su tono era severo, como si buscara prepararme para una verdad difícil de aceptar.

—Éliarag, ¿es que acaso no recuerdas que te has fugado de Ástbur? —me recordó—. No puedes regresar a tu pueblo, menos aún, sabiendo que Rockern te está buscando.

Sentí cómo mis hombros se hundían bajo el peso de sus palabras.

—Es cierto... — Bajé la mirada, abatido por el recordatorio—. Pero me dijiste que cruzarían el bosque con la ayuda de alguien con experiencia. Esas fueron tus palabras. Una vez toque ese libro y despejemos las dudas sobre la hipótesis de mi abuelo, ¿me prometes que me ayudarás a encontrarlos?

Naile cerró los ojos, dejando escapar un profundo suspiro, como si mi petición reavivara un compromiso que sabía que no podía eludir.

—Te doy mi palabra —respondió con solemnidad.

Mientras descendíamos, le pregunté por el paradero del resto de nuestros compañeros. Me respondió que todos se encontraban sanos y salvos. Sentí un gran alivio al saberlo, pero tenía muchas ganas de verlos, especialmente a Earan; echaba de menos el agradable olor de su pelo.

—Es aquí —indicó el Magnánimo al llegar al piso inferior.

Se acercó a una esquina de la pared y, con un movimiento solemne, abrió una puerta invisible ante nuestros ojos.

—Vamos, se cerrará enseguida.

Utilizó su radni ingenial para generar un candil que iluminó tenuemente el entorno, y seguimos sus pasos por un estrecho pasadizo repleto de ceñidos escalones.

—El libro se encuentra al fondo de este pasaje —reveló—. Muy pocos han sido los afortunados que han accedido al salón sagrado. Podéis sentiros orgullosos.

Cuando alcanzamos el final, nos encontramos frente a un portón de piedra con un aspecto semicilíndrico y desgastado por el tiempo. Musgos y hongos se aferraban a las grietas de la superficie, dándole un aire antiguo y misterioso, como si hubiese estado allí mucho antes de que cualquiera de nosotros naciera. Numaèl pasó las palmas de sus manos por el centro de la puerta y pronunció unas palabras en voz baja que no pude entender.

Tras un breve instante, el acceso comenzó a temblar y, poco a poco, las dos mitades de la puerta se abrieron, dejando entrever un espacio sombrío y misterioso.

—Adelante —dijo sonriente, haciendo un gesto para que pasáramos.

El interior era un lugar frío y oscuro. El pequeño farolillo que sostenía el Gran Guardián apenas alumbraba el entorno. Sin embargo, con un simple movimiento de su bastón, encendió las seis almenaras que rodeaban la peana central. Sus llamas iluminaron la sala, revelando el estandarte colgado en la pared: una rama de laurel con dieciséis hojas, símbolo de los Verdes.

Y allí estaba, el motivo por el que Tío Honoris y yo habíamos cruzado la región de Rajasa: el majestuoso Mitólor.

Parecía que la energía del propio libro me estuviera llamando. Sin darme cuenta, mis pies comenzaron a avanzar hacia el basamento. Pero cuando estaba a punto de palparlo, Naile me agarró del brazo, deteniéndome en seco.

—Espera, deja que yo lo toque primero —murmuró, mirando al cuatrobrazos en busca de aprobación.

Subió el pequeño escalón que sostenía la peana y, entre jadeos nerviosos, agarró los escritos. El silencio en la sala era sepulcral.

—Nada —dijo Numaèl, golpeando su bastón contra el suelo, rompiendo la tensión—. Esto prueba que los Páradan poseéis algo especial.

Naile dejó el libro sobre la piedra con una mezcla de alivio y resignación. Entendí que era mi turno.

Respiré hondo, puse un pie en el peldaño, tragué saliva y, con manos temblorosas, lo cogí.

—Esta sensación... —murmuré para mis adentros—. Es muy parecida a cuando Rockern me tocó con su mano.

Nada más sostenerlo, un aura blanca comenzó a rodearme, y un golpe de aire avivó las llamas de las almenaras que circundaban el altar.

Numaèl y Tío Honoris me observaban, expectantes.

La cubierta del Mitólor se abrió por sí sola, y las hojas del interior comenzaron a revolotear de un lado a otro con rapidez, hasta que, de pronto, se detuvieron en la página doce. Entonces, como ya había ocurrido con mis antecesores, el segundo párrafo del apartado seis brilló con fuerza, iluminando la sala con un resplandor arcano. Ese párrafo correspondía al número mil doscientos ochenta y nueve del total del libro, un detalle que coincidía con mi año de nacimiento.

«La tinta arcana de la que se compone este escrito reaccionará al tener contacto con el elegido, pues podrá oler la sangre divina que corre por sus venas».

Podía sentir cómo el Mitólor ejercía una fuerza sobre mí, como si me llamara, pero, curiosamente, solo la parte izquierda de mi cuerpo parecía verse atraída.







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