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Capítulo 46 (Crónicas de Anaiho - Tercera parte)

Todo cambió en el año 1277, cuando un hombre desarmado y de aspecto solitario apareció en el Paso Eminente, acompañado por una muchacha que avanzaba a regañadientes. La tensión en sus movimientos reflejaba la gravedad de un propósito desconocido.

Caminaron hasta el lugar donde se ocultaba el acceso invisible a Anaiho. Para asombro de los exploradores que patrullaban la zona, el hombre fue capaz de abrir la Gran Puerta sin ayuda, pronunciando las palabras exactas del sello secreto. Su nombre era Frouran Páradan, y la joven de quince años que lo seguía era Kíria, su hija mayor.

Afortunadamente, fueron avistados por un grupo de exploradores de la tribu de los Verdes, quienes los escoltaron de inmediato hasta Numaèl, que había asumido el liderazgo de Àrolf casi dos siglos atrás

En el salón principal del bastión, Frouran relató su historia. Explicó que tanto él como su hija eran descendientes directos de Irgorn Páradan, el legendario guerrero que había traicionado a Álklanor para proteger el Mitólor. También reveló que conocía el suceso extraordinario que había tenido lugar cuando Irgorn tocó el libro sagrado y propuso haber desentrañado parte de su misterio.

Según su interpretación, la frase que había brillado en el Mitólor hacía referencia a que uno de sus descendientes sería el elegido. Frouran teorizó que la clave del enigma podía estar en el año de nacimiento de su hija. Apoyándose en el simbolismo de los números, sugirió que la página doce, el apartado seis y el párrafo dos del Mitólor apuntaban al número 1262, el año en que Kíria había nacido.

En reconocimiento a los actos heroicos de Irgorn en el pasado, Numaèl accedió a la petición de Frouran. Con una mezcla de solemnidad y cautela, permitió que padre e hija ingresaran al salón sagrado donde se custodiaba el Mitólor.

Frouran fue el primero en tocar el libro. En cuanto sus manos rozaron la cubierta, el Mitólor reaccionó con la misma fuerza que años atrás. El libro se abrió por sí solo, revelando la página doce, el apartado seis y el párrafo dos, que brillaban con una intensidad cegadora.

La tinta arcana, como un río vivo, ascendió desde las páginas y se extendió por el brazo de Frouran, recorriendo su cuerpo hasta alcanzar la parte izquierda de su cabeza. A su alrededor, las seis almenaras que rodeaban el salón sagrado se encendieron con llamas vivas y brillantes, iluminando la sala con un resplandor sobrenatural. Por un instante, su cuerpo quedó envuelto en fuego, pero este no le causó daño alguno.

Cuando llegó el turno de su hija, Kíria, el Mitólor volvió a abrirse por la misma página. Sin embargo, esta vez, la reacción fue diferente. La tinta no ascendió a su cabeza, sino que se concentró en la palma de su mano izquierda, trazando intrincados patrones que parecían escritos en un idioma desconocido.

En lugar de ser envuelta por llamas, un fulgor de rayos comenzó a crepitar a su alrededor. La energía recorría su cuerpo con una intensidad que sobrecogió a los presentes, iluminando la sala con destellos azulados y proyectando sombras danzantes sobre las paredes.

El contraste entre las llamas de Frouran y los rayos de Kíria era inconfundible. Aquello no era una mera coincidencia; el Mitólor parecía estar comunicando algo más profundo, algo que escapaba al entendimiento de los presentes.

Mientras Numaèl y Frouran intercambiaban impresiones sobre lo sucedido, Kíria, con apenas quince años, aprovechó un descuido para tomar el Mitólor entre sus manos y salir corriendo de la torre ovalada. Impulsada por un instinto desconocido, la joven cruzó los jardines del bastión con una determinación que nadie logró detener.

Cuando Numaèl dio la alarma, la calma en Àrolf se transformó en caos. Los habitantes se movilizaron de inmediato para buscar a la joven ladrona. Sin embargo, el destino tenía otros planes: un grupo de espías de los Púrpuras interceptó a Kíria antes de que alguien más pudiera alcanzarla. Con rapidez y precisión, le arrebataron el libro sagrado y emprendieron una huida desesperada hacia el muro de zarzas. Su intención era cruzar la frontera y regresar triunfantes a su tribu, donde serían reconocidos como héroes.

Estaban a punto de forzar el acceso al muro cuando Numaèl apareció para detenerlos. Con un gesto solemne y cargado de poder, canalizó un poderoso hechizo de radni elemental. La tierra bajo los pies de los traidores comenzó a temblar, resquebrajándose con una fuerza aterradora. En un instante, el suelo se abrió y se tragó a cinco de ellos, dejando tras de sí un silencio sepulcral que heló la sangre de los testigos.

Cuando los fieles de Numaèl llegaron para recuperar el Mitólor, encontraron a cuatro de los cinco sònegans muertos. El único superviviente, agonizante, era nada menos que Okempa, el hijo de Sylèwer, quien había trabajado en secreto para los Púrpuras durante el último año.

Sylèwer corrió hacia su hijo, desesperado por salvarlo, pero una estaca de madera atravesaba su pecho, dejando claro que no había esperanza. En sus últimos momentos, Okempa, con voz débil y cargada de arrepentimiento, pidió perdón a su padre por haberle fallado. Entre lágrimas y desconsuelo, el comandante de los Verdes sostuvo a su hijo hasta que exhaló su último aliento.

Este trágico incidente marcó el punto de quiebre en el frágil pacto de respeto mutuo entre los Verdes y los Púrpuras. La tribu exiliada declaró abiertamente la guerra a sus hermanos, justificando su enemistad en la decisión de Numaèl de perdonar la vida a la humana que había intentado robar el libro sagrado.

La división interna se agudizó aún más cuando varios seguidores de Numaèl, indignados por sus decisiones, abandonaron Àrolf para unirse a los Púrpuras.

Desde entonces, los sònegans han estado sumidos en un conflicto despiadado que persiste hasta el día de hoy, treinta y siete años después del fatídico día en que Kíria escapó de la sala sagrada con el Mitólor en sus manos.


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