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Capítulo 45 (Crónicas de Anaiho - Segunda parte)

Tras permanecer ajenos a los acontecimientos del resto del mundo durante años, en el año 756 del calendario de Tálwer, un grupo de humanos llegó al pasaje montañoso que delimitaba la frontera de Anaiho. Liderados por Álklanor, caminaron sin descanso durante catorce días, esperando captar la atención de los sònegans.

Al decimoquinto amanecer, Wekampa decidió hacer visible el portón oculto y salió a recibirlos, acompañada de sus guerreros de confianza.

El líder humano explicó la grave situación que amenazaba a Tálwer, pero sus súplicas parecían insuficientes para convencer a los cuatrobrazos. Álklanor intentaba persuadirlos de que se unieran a la lucha contra el demonio, pero la negativa de los sònegans fue rotunda.

Todo cambió cuando el hombre introdujo su mano derecha en un bolsillo, y sacó algo que hizo que Wekampa comenzara a escuchar con interés: el «Mitólor» el libro sagrado creado por el Dios Supremo, en el cual se profetizaba la llegada de un salvador.

Sin dudar, Álklanor le ofreció el libro. Wekampa, al tomarlo entre sus manos, permitió inmediatamente que el grupo accediera a Anaiho. Al sostener el Mitólor, la líder no solo reconoció su valor espiritual, sino que también detectó que su cubierta contenía fragmentos de un inusual y poderoso mineral.

Durante los siguientes veinte días, los humanos permanecieron en Àrolf, forjando lazos profundos con los sònegans. Algunos aprendieron su idioma, mientras que otros se sumergieron en su conocimiento espiritual y en los misterios de la radniturgia. Álklanor, en particular, desarrolló un vínculo especial con Ewonda, la hija menor de Wekampa, y su relación se transformó en amor.

Mientras tanto, Wekampa estudió meticulosamente cada página del libro. En él, el Dios Supremo detallaba la creación de Tálwer, la guerra entre demonios y dioses, y la llegada de un salvador: un humano al que el todopoderoso otorgaría parte de su poder para enfrentar al último antidiós. Además, el Mitólor desvelaba un secreto trascendental: para proteger sus páginas de la destrucción, el libro había sido confeccionado con el último fragmento de Piedra Radnital que quedaba en las Montañas Primigenias.

El penúltimo día de su estancia en Àrolf, ambas razas matizaron las condiciones de una alianza, que más tarde se oficializaría en Álonar con el Pacto del Concilio.

Los sònegans aceptaron unirse a la guerra contra el demonio bajo dos condiciones:

Primero, los humanos debían proveerles de los minerales y conocimientos necesarios para fabricar acero.

Segundo, el Mitólor debía permanecer en Anaiho para siempre, sin posibilidad de ser reclamado.

Álklanor aceptó las condiciones, ignorando que el libro sagrado contenía un poder mucho mayor de lo que jamás habría imaginado.

Casi sesenta días después de la negociación, un numeroso ejército de sònegans se trasladó a Álonar, la ciudad donde tendría lugar la firma del tratado. Allí, las tres principales razas de Tálwer: los habitantes de las Montañas Primigenias, los sònegans y los humanos, hicieron oficial el acuerdo que los unía bajo una misma bandera.

El Pacto del Concilio marcó un punto de inflexión en la historia de Tálwer. Por primera vez, las razas mortales se unieron para enfrentar una amenaza común. No solo consolidó la alianza entre humanos y sònegans, sino que también abrió las puertas a un intercambio cultural y espiritual que transformaría el destino de ambas razas.

Una vez unieron sus fuerzas, las razas aliadas marcharon hacia el norte, abriéndose paso hasta Ûnkkur, la imponente fortificación enclavada entre las montañas que separaban el Paso Eminente de las tierras del norte. Desde allí, el rey demonio gobernaba el mundo y dirigía sus oscuros ejércitos. Este bastión, cuyos cimientos comenzaron a forjarse décadas atrás con la apertura del portal del infierno, se había convertido en el centro del poder del último antidiós.

En aquel lugar maldito tuvo lugar la batalla más grande en la que los mortales jamás hayan participado. Fue una contienda feroz, marcada por el caos, la destrucción y el rugir de los poderes arcanos. A pesar de la abrumadora superioridad numérica del enemigo, los aliados lograron prevalecer gracias a la unión entre las razas, que por primera vez cooperaron bajo un propósito común.

Finalmente, en un momento crucial de la batalla, Álklanor logró atravesar al rey demonio con su espada, desatando un cataclismo. Su muerte provocó la descomposición inmediata de todos sus esbirros, liberando el mundo de la oscuridad que los había sometido.

La victoria trajo consigo el reconocimiento definitivo de Álklanor como el guerrero de la profecía. Proclamado héroe y salvador, tomó las riendas de la humanidad. Una de sus primeras acciones fue desterrar a las cuatro antiguas monarquías que durante siglos habían imperado en los territorios humanos de Tálwer. En su lugar, instauró un único reino, buscando unir a su raza bajo una misma bandera.

Mientras tanto, sus aliados regresaron a sus feudos, exhaustos y diezmados. La devastación de la guerra había sido especialmente cruel con los cuatrobrazos, cuya población se redujo drásticamente tras el conflicto. A pesar de las pérdidas, los supervivientes aguardaron con ansias que el nuevo soberano cumpliera las promesas hechas en el Pacto del Concilio, confiando en que la alianza forjada con tanto sacrificio no sería olvidada.

Tras más de un año de espera para que Álklanor cumpliera con lo acordado, un hombre apareció en el Paso Eminente. Caminó solo, desarmado y envuelto en una determinación silenciosa durante tres días, hasta que Wekampa decidió hacer visible el portón.

Aquel hombre era Irgorn Páradan, uno de los tres únicos supervivientes de la compañía de Álklanor. Se presentó ante los sònegans con dos propósitos: informar y advertir. Con voz solemne, comunicó que pronto el rey de Félandan n tardaría en llegar con los minerales necesarios para la fabricación del acero, cumpliendo con la promesa firmada en el tratado. Sin embargo, detrás de sus palabras había un propósito más oscuro: alertar a los cuatrobrazos de los verdaderos planes del monarca.

Según Irgorn, Álklanor había trazado un plan para robar el Mitólor. El héroe de la gran batalla en Ûnkkur planeaba presentarse en el Paso Eminente con un numeroso contingente de soldados y un gran cargamento de hierro y carbono, pero su verdadera intención no era cumplir con el acuerdo, sino sustraer el libro sagrado por la fuerza.

El rey, cegado por la ambición, creía que la población de los cuatrobrazos estaba lo suficientemente diezmada como para no representar una amenaza en un enfrentamiento directo. Álklanor estaba dispuesto a derramar sangre para conseguir lo que deseaba.

Agradecida por la advertencia, Wekampa observó a Irgorn con atención. Había algo en él, una fuerza espiritual que no correspondía a la de un humano corriente. Intrigada, le pidió que sostuviera el libro sagrado.

Aunque dudó al principio, Irgorn aceptó. En el instante en que sus manos tocaron el Mitólor, este se abrió misteriosamente por la página doce, que daba inicio al apartado seis. De pronto, el segundo párrafo comenzó a brillar con intensidad:

«La tinta arcana de la que se compone este escrito reaccionará al tener contacto con el elegido, pues podrá oler la sangre divina que corre por sus venas».

En un giro inesperado, la tinta de los escritos empezó a subir por el brazo de Irgorn, extendiéndose como un río vivo hasta cubrir la parte izquierda de su cabeza. Simultáneamente, el fuego de las seis almenaras que rodeaban la peana de la sala secreta donde se encontraban se avivó, iluminando el lugar con un resplandor sobrenatural. Entonces, como si de un milagro se tratara, el cuerpo de Irgorn quedó envuelto en llamas. Para su sopresa, estas no lo lastimaron.

Al ser testigo de aquel prodigio, Wekampa comprendió que Irgorn no era un hombre común. Él era el verdadero guerrero de la profecía. Reconociendo la importancia de protegerlo, decidió otorgarle el conocimiento de la contraseña y el sello secreto que permitían la entrada a Anaiho.

Con un gesto solemne, la líder de los sònegans selló su decisión: Irgorn sería custodiado, pues el destino del mundo dependía de él.

Días después, tal y como Irgorn les había advertido, Álklanor apareció en el Paso Eminente acompañado por cientos de adeptos.

Se desplazaban en formación cerrada, escoltando media docena de carruajes cubiertos con pesadas capuchas de tela. A simple vista, ninguno de los humanos parecía ir armado, lo que otorgaba al grupo una apariencia engañosamente pacífica.

El soberano de Félandan posicionó a su batallón en el mismo lugar donde había contemplado la majestuosidad de la Gran Puerta por última vez. Pero, para su sorpresa, los sònegans ya estaban allí, aguardándolo con una firmeza imperturbable.

Tras un intercambio de palabras frío y distante, Álklanor solicitó permiso para entrar en Anaiho y entregar el cargamento de minerales. Sin inmutarse, Wekampa replicó que no era necesario; les propuso dejar la mercancía allí mismo, asegurando que ellos se encargarían de recogerla.

La insistencia del rey no se hizo esperar. Alegó que era imperativo explicarles cómo debían trabajar los minerales para conseguir la aleación del acero. Pero la Salvadora no titubeó en su negativa. Fue entonces cuando Álklanor, al notar la determinación de los cuatrobrazos y su hostilidad apenas disimulada, comprendió que ya conocían su plan.

Con un gesto rápido, ordenó a sus hombres destapar los carruajes, dejando al descubierto el cargamento de minerales. Sin embargo, el silencio que siguió fue aún más tenso. Wekampa, con una mirada penetrante que no dejó lugar a dudas, le indicó que levantara los tablones traseros de los carros.

En ese momento, el rey supo que alguien de su círculo más cercano lo había traicionado. quedó al descubierto el verdadero contenido de los carruajes: armas ocultas bajo las pilas de hierro y carbono.

En medio del cruce de miradas cargadas de tensión, Ewonda, la hija menor de Wekampa, no pudo contener su angustia. La idea de que el hombre al que amaba estuviera conspirando contra los suyos, la destrozaba por dentro.

Ignorando los intentos de su madre por detenerla, descendió por el acantilado con pasos inseguros y se posicionó frente a Álklanor. Se percató enseguida de que su rostro estaba marcado por una expresión desconocida, como si la codicia hubiera transformado su esencia.

Se acercó al carro más cercano, quebrada por la duda, y rompió los tablones traseros con un movimiento desesperado. Las armas, ocultas bajo las pilas de hierro y carbono, quedaron al descubierto, revelando el engaño. Al contemplar el contenido, Ewonda se tambaleó, incapaz de sostenerse, y cayó al suelo con el peso de la verdad sobre sus hombros.

Desplomada frente a Álklanor, lo miró con lágrimas en los ojos y, entre sollozos, le recordó su promesa. Ambos se habían jurado amor eterno al cortar las palmas de sus manos en torno al tronco de una ceiba, un pacto sagrado que ahora parecía vacío de significado.

Pero el monarca, sin rastro de arrepentimiento, desenvainó un puñal oculto en su cinturón y, con un movimiento certero y despiadado, lo hundió en la garganta de Ewonda.

El cuerpo de la joven quedó inerte en el suelo, mientras el silencio caía como un manto sobre el Paso Eminente. El rey, sin apartar la mirada de los sònegans, llevó el cuchillo a sus labios y lamió la sangre que aún goteaba de la hoja, como si saboreara su propia traición.

Aquel despiadado acto desató la furia incontrolable de Wekampa. Enloquecida por el dolor, intentó lanzarse contra Álklanor, dispuesta a luchar a muerte. De no ser por la intervención de sus hijos, quienes la sujetaron con fuerza, habría enfrentado al héroe que una vez derrotó al rey demonio.

El Paso Eminente se llenó de gritos y tensión, como si el aire mismo estuviera cargado de inminente violencia. Sin embargo, la batalla que pudo haber estallado quedó contenida por el liderazgo de la Salvadora. A pesar del dolor y la traición que la consumían, comprendió que debía anteponer la seguridad de su pueblo. Luchar en ese momento sería un acto de venganza egoísta que pondría en peligro el futuro de su raza, ya demasiado diezmada por la guerra.

Esa noche, tras regresar a Anaiho, Wekampa tomó una decisión que cambiaría para siempre la historia de los sònegans. Incapaz de soportar la pérdida de su hija menor, la líder se quitó la vida en la soledad de su alcoba.

Su trágica muerte desató una profunda división entre los habitantes de Anaiho. Dos de sus siete hijos clamaron venganza contra los humanos, acusándolos de haber traído consigo nada más que sufrimiento y muerte. Los otros cinco, en cambio, optaron por preservar la paz, confiando en la armonía que siempre había definido la vida dentro de las fronteras de Anaiho. Mientras tanto, Irgorn, consumido por el desprecio hacia Álklanor, abandonó el país y comenzó a tramar un plan para derrocar al monarca traidor.

Tras intensas y acaloradas discusiones, Angora, uno de los hermanos pacifistas, fue coronado como el nuevo Gran Guardián. Sin embargo, los dos hermanos que se oponían a sus ideales se negaron a aceptar su liderazgo. En un acto de desafío, abandonaron Anaiho y formaron un nuevo clan fuera de la protección de los muros de espinos.

Compartiendo el linaje y la kènkia de Anuralba, estos disidentes se autoproclamaron como los «verdaderos Sacros». De entre los dos, el mayor asumió el mando y adoptó el título de Gran Indómito, consolidándose como líder de los rebeldes.

Muchos sònegans, atraídos por las promesas de fuerza, justicia y venganza del Gran Indómito, abandonaron Anaiho para unirse a su causa. Los exiliados encontraron su nuevo hogar en las cuevas de Kyara, donde las amatistas incrustadas en las paredes tiñeron su piel escamosa de un tono púrpura. Este cambio físico los diferenció de sus antiguos hermanos, marcando el inicio de una nueva tribu conocida como los Púrpuras.

Aunque tardaron en encontrar un lugar adecuado para reproducirse, finalmente hallaron una arboleda de ceibas al norte del país que sirvió como su nuevo Bosque del Comienzo. Allí continuaron con las tradiciones de su raza, a pesar de haber roto sus lazos con los residentes de Àrolf.

Al ser conocedores de la contraseña y el sello de la Gran Puerta, los Púrpuras podían entrar y salir de Anaiho a voluntad. Esta ventaja estratégica les permitió sembrar el caos en la región arenosa, alimentando el miedo y el odio de los humanos hacia los cuatrobrazos.

A pesar de las diferencias, los Verdes y los Púrpuras coexistieron durante siglos, respetando sus territorios y manteniendo una frágil tregua. Sin embargo, las tensiones entre ambas tribus nunca desaparecieron del todo. En las profundidades de la selva, se libraron enfrentamientos esporádicos, motivados por rencillas y diferencias irreconciliables. No obstante, a pesar de sus disputas, lograron preservar una paz inestable durante más de quinientos años.


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