Capítulo 43 (La decisión del Gran Guardián)
Apua —saludó el soberano de Àrolf con voz poderosa—. Vuestra visita me genera gran expectación.
El cuatrobrazos, quien hablaba nuestro idioma con una fluidez sorprendente en comparación con los demás, se giró desde el ventanal donde observaba el exterior. Todos en la sala se arrodillaron al unísono.
—Mi nombre es Numaèl, el Magnánimo —anunció, golpeando el suelo con su extraño bastón—. ¡Podéis levantaros!
Avanzó hacia nosotros con una elegancia innata, mientras el zafiro que coronaba su báculo parecía irradiar una energía propia.
—Señor de mío, humanos haber...
—¡Silencio, Sylewer! —lo interrumpió de manera tajante—. ¡Deja que sean ellos quienes hablen!
El adepto inclinó la cabeza, avergonzado, y pidió perdón.
—Gran Guardián, mi nombre es Naile Lébasi, y heredo la voluntad del Pacto del Concilio —dijo Tío Honoris, acercándose al caballo y ordenándole que se tumbase para ayudarme a descender—. He de confesaros que no soy descendiente directo de la familia heredera de tal honor. Los Páradan me otorgaron su conocimiento a cambio de que, llegado el día, cumpliera una promesa.
Comencé a toser de manera violenta, y mi amigo se apresuró a levantarme la cabeza con delicadeza.
—Frouran Páradan, vástago del revolucionario Irgorn Páradan, el hombre al que tanto honráis, me ha enseñado vuestro idioma —continuó con voz solemne—. También me ha concedido el privilegio de aprender el sello y la contraseña que dan acceso a la Gran Puerta, con una única condición: que Su Majestad pudiera conocer a su nieto.
El Magnánimo se aproximó aún más, observándome con detenimiento.
—¿Por qué querría ese hombre mostrarme a su nieto?
Tío Honoris no se anduvo con rodeos.
—Cree que el chico es el guerrero de la profecía.
Sus palabras desataron murmullos entre los soldados, pero Numaèl permaneció imperturbable, como si ya hubiera contemplado esa posibilidad.
—Dame una sola razón por la que deba daros el beneficio de la duda.
—El año de nacimiento de este muchacho —respondió Tío Honoris, con calma—. Según su abuelo, la forma en la que se ha interpretado la reacción del libro al entrar en contacto directo con una persona de apellido Páradan, podría no haber sido la correcta.
Numaèl se quedó pensativo por un instante.
—Dime, ¿en qué año nació el chico?
—En el mil doscientos ochenta y nueve.
Tras la respuesta, el cuatrobrazos volvió a golpear el suelo con su bastón.
—¡Imposible! ¿Aquel hombre memorizó los escritos hasta tal punto? —El Gran Guardián mostró una expresión de profunda sorpresa—. ¿Podría ser que la frase que brilla al tener contacto con los Páradan sea corresponda al párrafo mil doscientas ochenta y nueve del total?
Volví a sufrir otro ataque de tos, y mi compañero le suplicó que me ayudase.
—Está muy enfermo —susurró Numaèl tras agacharse a palpar las venas de mis muñecas—. Si no hacemos algo pronto, no llegará a ver el amanecer.
El sònegan miró a Tío Honoris y asintió con determinación.
—Lo salvaré.
La decisión de El Magnánimo no pareció agradar a Sylèwer, quien, con gesto enfadado, no pudo mantenerse en silencio.
—Señor de mío, ¿de verdad creer que ayudar a humanos poder cambiar destino de nuestro? Años atrás, familiares de suyo ser causantes de desgracia. ¡Por culpa de suyo, ahora vivir guerra contra hermanos! ¡Memorias de hijo de mío estar presentes!
Su líder lo silenció con un simple gesto.
—Tal vez el mundo en el que vivimos no sea como pensamos. Quizá las decisiones que creemos tomar por nosotros mismos sean hechos predestinados... —Su semblante era franco y sincero—. La vida es demasiado compleja, y la muerte... demasiado desconocida, por lo que no me considero capaz de conversar ni debatir acerca de ellas.
—Pero, Gran Guardián, ¿suyo querer decir que muerte de hijo de mío estar ya escrita? —preguntó el comandante, entre lágrimas.
—De lo único que estoy seguro, Sylèwer, es que el destino va más allá de nuestra comprensión.
El comandante no podía abrir los ojos a causa del llanto.
—Mío no poder olvidar... —murmuró, atormentado por el recuerdo de ver a su retoño morir ante sus ojos.
—Sylèwer, ¿he de recordarte que, desde aquel día, cuatro de mis doce hijos han caído en combate? —preguntó Numaèl, conteniendo las lágrimas—. Todos los seres que habitamos este mundo estamos expuestos a los caprichos del destino. Es nuestra obligación aceptar sus decisiones y, en consecuencia, actuar. Lo único que está en nuestras manos, y que nadie debería arrebatarnos jamás, es la forma en la que queremos vivir el tiempo que nos quede de existencia. Tenlo siempre muy presente.
Acto seguido, se dirigió a varios de sus guardias, mientras el comandante se dejó caer al suelo, reflexionando sobre las palabras de su líder.
—Llevad al muchacho a la sala de tratamientos especiales —ordenó—. Voy a intentar sanarlo.
No me quedaba mucho tiempo; el escozor que sentía en el pecho se hacía cada vez más insoportable.
Me llevaron a una habitación misteriosa situada en el último piso del bastión, donde me tumbaron sobre una especie de cama hecha de hojas de un verde brillante. En el cabecero, tallado en madera blanca, se distinguían símbolos desconocidos para el lenguaje humano.
—Eres fuerte, chico —murmuró el Gran Guardián al entrar en el cuarto—. Comprobemos si Madre está de tu parte.
Volteó su báculo por encima de mí, y con sus otras tres manos comenzó a concebir un sello secreto.
—Oh, Idnah Ama, kin utitnes(kin) kuz aiztneserp.
Un aura misteriosa emergió del extremo superior del báculo, extendiéndose por todo mi cuerpo.
El cuatrobrazos continuó hablando en su lengua, implorando la redención de la Gran Madre Naturaleza. Con el zafiro de su alargado báculo, me apuntó en el pecho, y el veneno que me corroía por dentro comenzó a brotar en forma de un líquido negro y espeso.
—Idnah Ama, kirrekse zerk nuztne kaerin irakse(ak).
El veneno que abandonaba mi cuerpo se fue concentrando en una pequeña esfera oscura que flotaba sobre mi torso. A medida que la sustancia letal se acumulaba, las hojas de la cama iban perdiendo su color, marchitándose lentamente. Cuando la última gota de veneno salió de mis venas, la cama quedó completamente mustia.
—Te pondrás bien —afirmó mientras sellaba la esfera negra en un frasco transparente—. Madre te ha concedido su gracia; volverás a oler el fabuloso aroma de las flores.
Numaèl tenía razón. El delirio provocado por la fiebre empezó a disiparse, y por primera vez desde que aquellas malditas flechas me atravesaron, pude incorporarme.
—Gracias... —musité con debilidad.
—No hables —Apoyó su bastón en el suelo con un gesto firme—. Tu mente y tu cuerpo necesitarán descansar durante los próximos diez días. Será entonces cuando podamos conversar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro