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Capítulo 4 (Esclavos del apellido)

Caminaba a paso ligero hacia la casa de mi familia, procurando que nadie me viera el rostro, cuando una voz ronca detuvo mi avance.

—¡Oye, muchacho! ¿A dónde vas con tanta premura?

Me volví lentamente y vi a cinco hombres siguiéndome.

—No tengas prisa —dijo el más osado mientras me agarraba del hombro y tiraba de mi capucha, dejando mi rostro al descubierto.

—¿Qué queréis de mí? —pregunté con miedo.

El grupo me rodeó, y uno de ellos crujió los nudillos con una sonrisa burlona.

—No hay duda de que tú eres el joven que buscan. Ese pendiente que llevas es inconfundible —dijo el cabecilla mientras me sujetaba la cara y apretaba mis pómulos con fuerza. Su otra mano acarició el pendiente color grana con curiosidad—. ¿De dónde lo has sacado? Nunca había visto nada igual. Se parece a las joyas que llevan los nobles.

De pronto, un intenso calor emanó del pendiente, abrasándole la mano.

—¡¿Qué demonios significa esto?! —gritó, soltándome mientras agitaba su mano dolorida.

Mi corazón latía con fuerza, incapaz de encontrar una salida.

—Dame ese pendiente —ordenó el hombre, ahora furioso—. Diremos que no lo llevabas puesto cuando te encontramos.

—¡No! —exclamé, nervioso—. ¡No puedo entregároslo! Es un regalo de mi difunto abuelo, tiene un valor incalculable para mí.

—¡Dámelo si quieres preservar tu vida! —bramó.

Intenté escapar, pero los hombres me derribaron al suelo y comenzaron a golpearme con saña. Traté de proteger mi rostro con los antebrazos mientras los puñetazos caían sin piedad.

—¡Lo tengo! —gritó el cabecilla, logrando agarrar el pendiente de nuevo—. Parece que está encajado. ¡Le arrancaré la oreja si hace falta!

Pero apenas terminó de hablar, el pendiente volvió a quemarle la mano, esta vez carbonizándosela por completo.

—¡Mi mano, mi mano! —gritaba, desesperado.

El misterioso fuego que emanaba del pendiente se extendió rápidamente por su brazo, consumiéndolo hasta el codo. Los gritos del hombre eran desgarradores.

—¡Ese pendiente está maldito! —gritaron sus compañeros, aterrados y sin saber cómo socorrerle.

Yo solía acariciar el pendiente con frecuencia y jamás había sentido ningún tipo de quemazón. No entendía lo que estaba ocurriendo, pero no me quedé para averiguarlo. Aproveché la confusión para levantarme del suelo y correr despavorido.

La retirada del sol me ayudó a darles esquinazo, y tras asegurarme de que ya no me seguían, retomé el trayecto a casa de mis padres.

Al llegar, golpeé la puerta con los nudillos.

—¿Quién es?

—Soy yo, Éliar.

Sin más dilaciones, la puerta se abrió y accedí al interior.

—Buenas tardes, Nerin —saludé—. ¿Cómo va todo por aquí?

—Qué interrogante más estúpido.

El rostro apagado de mi hermana reflejaba un evidente cansancio. Su tono estaba cargado de desgana.

Avancé por el pasillo hasta llegar al salón, donde mis padres, Álanar y Nirane, dormían profundamente en las sillas.

—No les despiertes —me advirtió Nerin en voz baja—. El trabajo les deja completamente agotados.

Aunque ya no podían rendir como los jóvenes, seguían siendo obligados a completar la jornada diaria en Bajos Hornos. Sus tareas eran menos exigentes físicamente, pero seguían siendo humillantes, marcadas por la monotonía y el desprecio de los capataces.

—¿Dónde están Avenio y Kinóbol? —pregunté por mis otros dos hermanos.

—Avenio está en el cobertizo quitando la roña y el moho de los pocos alimentos que nos quedan. A diferencia de ti, suele ser muy cuidadoso con la comida —respondió con cierto reproche—. Aunque tenga tres años menos, hace mejor de hermano mayor que tú.

Saqué un liadillo de maíz y lo encendí con el yesquero.

—No me sermonees, Nerin. Si por mí fuera, todos tendríamos comida y agua saludable —respondí, soltando el humo tras la primera calada.

Mi hermana fijó su atención en las marcas de mi rostro.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó preocupada—. Estás lleno de magulladuras.

Antes de que pudiera responder, el sonido de la puerta interrumpió la conversación. Kinóbol entró a toda prisa y, al verme, dejó caer todo lo que llevaba en las manos. Sin decir una palabra, corrió hacia mí y me envolvió en un abrazo tan fuerte que casi me hizo perder el equilibrio.

—¡Éliar! —exclamó con emoción—. ¡Qué alegría verte por aquí!

Su entusiasmo despertó a nuestros padres, quienes levantaron la cabeza con expresión adormilada.

—He venido para felicitarte por tu cumpleaños —dije, correspondiendo a su abrazo—. Te estás convirtiendo en todo un hombre.

Notaba cómo su cuerpo temblaba de emoción.

—Desde que te fuiste de casa apenas nos vemos —murmuró con tristeza—. Me gustaría pasar más tiempo contigo.

—Lo sé, y por eso, ahora que has cumplido catorce años, voy a hacerte un regalo muy especial.

Metí la mano en mi bolsillo y saqué un pañuelo.

—Kin, ¿quieres unirte a mi banda?

Sus ojos se iluminaron como el sol. Siempre había soñado con ser parte de la Banda del Lazo Blanco.

—¡Ya basta! —El grito de nuestro padre interrumpió el momento.

Álanar se levantó de golpe, con el rostro marcado por el cansancio y la preocupación.

—¡No permitiré que tu hermano pequeño siga tus imprudentes pasos! —exclamó con firmeza—. Acaba de cumplir catorce años, debe alistarle en Bajos Hornos. No le hagas más daño del que ya ha de sufrir.

El silencio llenó la habitación. Sus palabras se clavaron en mí como una daga.

—¿De qué estás hablando? —cuestioné—. Nunca le haría daño.

Álanar se posicionó frente a mí, con el rostro cargado de furia.

—¡Mírate la cara, tienes golpes por todos lados! —señaló mi frente con un dedo tembloroso—. ¡Esto es precisamente a lo que me refiero! Tus actos tienen consecuencias, Éliar.

—Por favor, ya basta, dejad de gritar —la voz suave de mi madre rompió la tensión, haciendo que mi padre girara la cabeza hacia ella.

—Nirane, sabes perfectamente que tengo razón —continuó él, sin bajar el tono—. Éliar quiere que su hermano se una a esa estúpida banda de ladrones.

—No somos ladrones como tal —le interrumpí—. Solo robamos para intentar mejorar la calidad de vida de nuestras familias.

Álanar dejó escapar una risa amarga.

—¿Acaso ves felicidad en esta morada?

—No la veo en ninguna parte de este asqueroso pueblo —respondí con firmeza—, y esa es la razón por la que creé la banda que simboliza este pañuelo —me agarré la prenda con determinación—. Terminaré abandonando este lugar y me alistaré en el ejército. Una vez inscrito, lograré hazañas que me harán destacar y ascenderé a noble. De esa manera podré regresar y fingir que os llevo como esclavos. Se lo prometí al abuelo.

Mi padre se llevó las manos a la cabeza.

—¡No eres consciente de las estupideces que estás diciendo! Eres el descendiente de un traidor. ¡No puedes unirte al ejército!

—¿Por qué no? —repliqué—. Si nadie me ve atravesar el bosque y consigo rehacer mi vida al otro lado, no tienen por qué conocer mis orígenes.

—Éliar, ¿te has olvidado de la marca grabada a fuego en nuestras espaldas? —intervino Nerin, con tono frío y tajante—. Tarde o temprano te descubrirán, y cuando lo hagan, serás ejecutado de la forma más cruel.

Sus palabras me golpearon como una bofetada. Era cierto; a menudo ignoraba ese detalle.

—Álklanor perdonó la vida a nuestros antepasados a cambio de marginarnos en este lugar —continuó Álanar—. No importa lo que logres fuera de este cautiverio, nadie te respetará jamás. Tu apellido siempre irá contigo.

Mi madre dio un paso adelante, tomando la palabra con suavidad.

—Éliar, escucha lo que tu padre intenta decirte. No es necesario que te pongas en peligro por conseguirnos ropa o alimentos. No queremos que sufras por nosotros.

Se acercó lentamente y me acarició las mejillas con sus manos temblorosas.

—Sé que tenemos poca comida y que pasamos frío cuando nieva, pero nos tenemos los unos a los otros. Tienes que entender que eso es lo más importante —Su voz se quebró ligeramente—. Prefiero pasar hambre y sentirte cerca, que llenar el estómago y no poder volver a verte.

Bajé la mirada, luchando con el nudo en mi garganta.

—Entiendo lo que tratas de decirme, pero...

—Por favor, Éliar, prométeme que nunca jamás atravesarás el bosque —me interrumpió con lágrimas en los ojos—. No podríamos soportar perder a otro hijo. Moriríamos de pena.

Sus palabras sumieron la habitación en un incómodo silencio, que fue roto finalmente por la voz de Kinóbol.

—He pensado que tal vez podríamos celebrar mi cumpleaños cenando este apetitoso pescado.

Sacó de la cesta un pez tan grande que parecía imposible que le entrara en las manos.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Álanar, incrédulo, con los ojos muy abiertos—. ¡Está fresco!

—Lo pesqué cerca de las rocas de la orilla —contestó Kinóbol, con una mezcla de orgullo y timidez.

—¡¿Has bajado los acantilados?! —exclamó nuestro padre.

Kinóbol asintió, todavía sonriendo. Pero la expresión de Álanar se oscureció, y antes de que nadie pudiera reaccionar, le dio una bofetada en la cara.

—¿Sabes cuánta gente ha muerto en ese despeñadero? —le gritó, enfadado—. ¡Y si alguien hubiera visto el contenido de tu cesta, te habrían matado para arrebatártelo!

—¡No le pongas la mano encima! —le advertí, mirándolo con furia contenida.

Mi padre se tapó los ojos con las manos y comenzó a sollozar. Su figura, normalmente imponente, parecía encogerse ante nuestros ojos.

—Solo intento protegeros —murmuró—. Siento mucho que tengáis que vivir de esta manera tan miserable. Lamento profundamente que hayáis heredado semejante apellido.

—Estoy orgulloso de mi apellido —contesté tajante—. Los hijos no deberíamos pagar por los pecados de los padres, y mucho menos aún por los de nuestros antepasados.

Me acerqué a mi padre y le pasé la mano por la espalda, intentando consolarlo.

—No debes sentirte culpable de nuestra desgracia —dije, con tono firme—. Estamos orgullosos de la educación que tanto mamá como tú nos habéis dado.

Acto seguido, recogí el pescado que se había caído al suelo.

—Yo lo cocinaré, ¿os parece bien?

Mientras comenzaba a eviscerarlo, sentí a Kinóbol acercarse por mi espalda.

—No abandones tu sueño, hermano —dijo con una voz cargada de emoción—. Nosotros decidiremos lo grande que puede llegar a ser nuestro futuro.

Me giré para mirarlo y noté que se había atado al brazo el pañuelo que le había entregado hacía apenas unos momentos.

—Gracias —murmuré con orgullo.

Justo en ese instante, Avenio entró por la puerta trasera que conectaba con el cobertizo.

—¡Éliar, qué demonios has hecho esta vez! —gritó, visiblemente enfadado—. ¡Los guardias te están buscando!

Sus palabras hicieron que todos nos pusiéramos tensos.

—¿Qué ocurre? —preguntó mi madre, con el rostro aterrado—. ¿Es eso cierto?

Les expliqué que todo se debía a un malentendido y que no había motivos para preocuparse.

—Pronto se solucionará —aseguré.

—No estés tan seguro —añadió Avenio, fulminándome con la mirada—. Según parece, los guardias van a registrar tu casa.

—¡¿Qué?!

Sin decir ni una palabra más, me dirigí hacia la puerta y eché a correr en dirección a mi hogar. Los gritos de mis familiares pidiéndome que me detuviera no frenaron mi avance. Tenía que llegar antes que ellos. Afortunadamente, la plantiquina y las botellas robadas en la taberna estaban guardadas en armarios de doble fondo, al igual que el comprometido libro que heredé de mi abuelo, pero no podía tentar a la suerte.


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