Capítulo 38 (La organización secreta)
Una vez dejamos atrás las montañas que incomunicaban el asentamiento de los Cosechadores del Progreso con el desierto, nos dirigimos con premura hacia la fortaleza del batallón de desconocidos.
Los animales en los que íbamos montados eran reptiles únicos en su especie, con el cuerpo cubierto de pelo en lugar de escamas. Además de ser ligeramente más grandes que un caballo, eran monturas capaces de luchar junto a sus jinetes. Una máscara hecha con huesos de ceratomorfos cubría la parte frontal de sus cabezas, potenciando la fuerza de sus embestidas. Así mismo, los dientes afilados que componían sus mandíbulas los convertían en predadores formidables.
La velocidad de aquellos reptiles era vertiginosa. Gracias a ello, conseguimos llegar a nuestro destino antes de que amaneciese.
—¡Rápido, llamad a los curanderos! —ordenó Kénfer mientras los vigilantes del fortín giraban con esfuerzo las enormes manivelas para abrir la puerta.
Cuartel Flama era una fortaleza construida hacía apenas una década, situada cerca de la costa sureste de la Región de Rajasa. Una sólida empalizada protegía el recinto, destacando un imponente torreón de madera en el centro. La falta de lluvias en la región había permitido que las vigas de castaño que componían la muralla se conservasen en óptimas condiciones.
Una vez dentro, me llevaron al interior de un cuartelillo donde me tumbaron en una cama improvisada.
—¿Se pondrá bien, ¿verdad? —preguntó Earan con evidente preocupación, sin apartar la mirada de mí—. No me mintáis, os lo ruego.
—Sí, te lo prometo. Pero ahora necesita descansar —le aseguró Kénfer con tono tranquilizador—. Mis camaradas os acompañarán a Koris y a ti hasta vuestra habitación. Allí tendréis agua y comida. Aquí estaréis a salvo; ni los Cosechadores del Progreso ni los ejércitos del rey conocen este lugar.
Aunque con gesto resignado, Earan obedeció a su pariente mientras los médicos comenzaban a tratarme.
Cuando la joven y su hermano se marcharon, Tío Honoris se acercó al arquero.
—¿Quién eres realmente? Nunca había oído hablar de la existencia de ningún grupo revolucionario.
—Mi nombre es Kénfer Lágamo, nativo de Nasud y capitán de uno de los escuadrones pertenecientes a una poderosa organización secreta —respondió Kénfer con calma.
—¿Organización secreta? —replicó Naile, claramente intrigado—. ¿De qué estás hablando?
—No tengo claro que deba pronunciarme sobre ello... al menos no sin que antes me hables de ti —respondió Kénfer, tras acomodarse en una silla cercana—. Lo que utilizaste para abrir una abertura en el acantilado fue radniturgia, ¿no es así?
El anciano asintió, sin intentar ocultarlo.
—Desconocía que todavía hubiese personas en el continente capaces de usarla —murmuró Kénfer, cruzándose de brazos.
—¿Dentro del continente? ¿Qué quieres decir? —preguntó Tío Honoris con el ceño fruncido, acercándose a él—. ¿Acaso vosotros venís de algún lugar más allá del mar?
Antes de que Kénfer pudiera responder, uno de los curanderos interrumpió la conversación:
—Capitán, lamento comunicarle que la situación del chico es delicada. Le hemos suministrado el antídoto, pero la cantidad de veneno que fluye en sus venas es considerable. Debemos esperar para ver cómo evoluciona; en estos momentos no podemos hacer más por él.
Kénfer se levantó con una expresión seria y asintió.
—Está bien, volved al atardecer —les indicó con tono firme.
—De acuerdo, capitán. Ese murciélago de fuego no se separa de su lado; le vendrá bien para mantener la temperatura corporal —añadió el médico antes de salir junto a su equipo.
Con el silencio que siguió a la marcha de los curanderos, Naile atravesó el rayo de luz del alba que entraba por la ventana y se arrodilló junto a mi lecho, inclinando la cabeza en un gesto solemne.
—Éliarag... —Colocó una mano en mi frente.
Kénfer se quedó observando al anciano con una mezcla de respeto y desconfianza, mientras NiNi, inquebrantable en su lugar junto a mi pecho, me proporcionaba un calor reconfortante.
—¿Es tu nieto? —preguntó Kénfer, acercándose con cautela.
—Es vástago de mi mejor amigo —respondió Naile con voz temblorosa—. Pero le quiero como si fuese mío.
—Confiemos en que Proudon se apiade del chico —murmuró el pelirrojo, juntando las manos como si rezara.
Al escuchar el nombre del dios del fuego, Tío Honoris se incorporó con una rapidez que denotaba su sorpresa.
—Pronuncias el nombre del Dios del Fuego con naturalidad, como si lo mencionaras por costumbre —observó—. Dime, ¿con qué intención asaltasteis el campamento de esos enmascarados?
Kénfer no respondió de inmediato. Llenó dos vasos de licor de hierbas que había sobre la mesa y le ofreció uno antes de volver a sentarse.
—Nuestra intención era matar al rey de Félandan —dijo al fin, tajante, mientras daba un trago a la bebida.
Naile se quedó en silencio por unos instantes antes de articular su siguiente pregunta:
—¿Cómo sabíais que se encontraba allí?
El capitán se terminó el vaso de un solo trago y lo dejó con un golpe seco sobre la mesa.
—Kirara, mi futura esposa, me dio la información —confesó—. No sé cómo lo averiguó, pero me pidió que no lo mencionara a los altos mandos de la organización. Te confío este secreto como muestra de gratitud por habernos salvado de ese monstruoso escorpión.
Naile, visiblemente intrigado, se acomodó en una silla cercana.
—Discúlpame, pero estoy perdido. ¿Podrías empezar desde el principio?
Kénfer asintió y comenzó a narrar las peripecias vividas desde que abandonó al grupo de exiliados, entre los que estaban su hermana y sus sobrinos.
Relató cómo, después de separarse de ellos con la intención de encontrar respuestas al origen de la sequía, fue atacado por los Cosechadores del Progreso. Estuvo a punto de ser asesinado, de no ser por un inesperado salvador: un gigantesco lagarto de pelaje blanco. El saurio, al que luego bautizó como Gunla, desguazó a los atacantes con una ferocidad brutal.
—Apenas podía mantenerme en pie —dijo, esbozando una sonrisa de alivio al recordar—. Fue él quien me llevó a un pequeño asentamiento rocoso y curó mis heridas con su saliva.
Continuó narrando cómo Gunla le trajo agua y alimento durante tres días, hasta que un grupo de desconocidos les encontró.
—Esa fue la primera vez que la vi, Kirara, la capitana del Escuadrón de Tres Llamas —dijo, con un brillo en los ojos.
—¿Escuadrón de Tres Llamas? —preguntó Naile, inclinándose hacia adelante.
Kénfer se acercó al anciano, casi en un susurro:
—Escucha atentamente. Voy a revelarte algo muy importante, como agradecimiento por haber cuidado de mis sobrinos. Los partisanos que me rescataron, y a los que luego me uní, son fieles a una de las antiguas monarquías.
El impacto de sus palabras fue inmediato; Naile se quedó atónito.
—Somos seguidores de la dinastía Sálzar y veneramos a Proudon, el Señor del Fuego.
—¿Hablas en serio? —preguntó el anciano, perplejo—. ¿Es posible que todavía existan seguidores de su corona?
Kénfer sonrió y se inclinó hacia él.
—No solo eso, querido amigo. Su sangre todavía perdura.
El anciano escupió el trago que acababa de llevarse a la boca.
—¡¿Cómo dices?! —exclamó, incrédulo.
Kénfer explicó que, tras la derrota del demonio por Álklanor Núndior y la fundación del Reino de Félandan, las cuatro monarquías que gobernaban previamente fueron despojadas de sus derechos. Sin embargo, Álilad, última heredera del linaje Sálzar, desafió la autoridad del héroe y huyó con sus fieles hacia el este.
—Robaron varios barcos atracados en Álonar y escaparon más allá del continente —reveló Kénfer, con voz grave.
Naile, anonadado, negó con la cabeza.
—No tenía conocimiento de este suceso...
—Álklanor asumió que perecerían en el mar, pero la realidad es que llegaron a las costas de una tierra nueva —aclaró Kénfer—. Tras la descomunal batalla librada entre dioses y demonios hace siglos, emergieron varias islas alrededor de Tálwer. Allí, los Sálzar forjaron una vida lejos de los Núndior y su reino.
El anciano se llevó una mano al mentón, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.
—No sé qué tipo de clima y criaturas habrá en las demás ínsulas esparcidas por el mar, pero puedo asegurarte que, en Nuevo Lauros, tenemos todo lo necesario para subsistir, prosperar y triunfar.
—Lauros era el nombre del feudo de los Sálzar... —murmuró Tío Honoris, como si hablase para sí mismo—. ¿Quieres decir que existe un nuevo reino más allá del mar del este?
—Exacto —afirmó Kénfer con rotundidad—. Y poseemos fuerza militar suficiente como para destronar a Rockern Núndior.
El anciano negó levemente con la cabeza, su incredulidad era evidente.
—¿Cómo es posible que los Sálzar hayan podido mantenerse ocultos durante tanto tiempo? ¿Ningún descendiente de Álklanor sospechó nunca de semejante sedición?
Kénfer suspiró y negó con la cabeza.
—Los líderes de la organización siempre han sido extremadamente cautelosos —explicó—. Hasta ahora, no nos han permitido actuar. Han pasado siglos elaborando un plan meticuloso para irrumpir en Tálwer y recuperar el trono que les arrebataron.
—Pero acabáis de atacar un asentamiento en el que se encontraba el mismísimo rey de Félandan. ¿Me tomas el pelo? —cuestionó Naile, incrédulo.
Kénfer se levantó de la silla y comenzó a caminar por la habitación con las manos entrelazadas tras la espalda, como si tratase de ordenar sus pensamientos.
—Los líderes de la institución no saben nada de este asalto —admitió con rostro sombrío—. Ha sido idea de mi futura esposa...
Se detuvo en seco y se cubrió el rostro con ambas manos, dejando escapar un suspiro tembloroso.
—No sé cuáles serán las consecuencias de este acto —balbuceó con voz impregnada de remordimiento—. Ni siquiera estoy seguro de si hemos acabado con el monarca.
Aunque no podía moverme, escuchaba cada palabra con atención.
—¿Podría hablar con tu futura esposa? —preguntó Tío Honoris, en un intento por obtener más información.
Kénfer bajó las manos y negó con la cabeza.
—No está aquí, se encuentra en el puerto —respondió, claramente agobiado—. Y no sé si he hecho bien desvelándote todo esto. Por más que lo pienso, no encuentro respuesta a cómo Kirara conocía la reunión de Rockern con los Cosechadores del Progreso. Necesito hablar con ella cuanto antes.
Tío Honoris asintió con calma, tratando de tranquilizarle.
—Estoy de tu parte, yo también tengo información que podría ser de tu interés.
El capitán lo miró con el ceño fruncido, evaluando sus palabras.
—¿De qué información hablas?
El anciano tomó aire antes de responder, con un tono solemne.
—Tengo motivos para pensar que este chico al que habéis herido es el verdadero guerrero que anuncia la antigua profecía.
—¿Hablas del Mitólor? —susurró Kénfer, entre dientes.
Una ligera sonrisa se dibujó en los labios de Naile.
—Veo que conoces el nombre del libro sagrado. Entonces, estarás de acuerdo en que, considerando la situación actual del mundo, Álklanor no fue el verdadero elegido.
Kénfer se acercó con cautela al lecho donde yo yacía.
—¿Qué te hace pensar que este muchacho...? —dejó la pregunta en el aire, claramente intrigado.
—Es una historia muy larga —respondió Naile—. Nos dirigimos a Anaiho, el lugar donde los cuatrobrazos custodian el libro. Allí saldremos de dudas.
El capitán alzó una ceja, escéptico.
—Esos salvajes no os permitirán cruzar su frontera. Os matarán antes de que podáis entablar conversación.
—Es un riesgo que estamos dispuestos a correr.
Kénfer frunció el ceño y cruzó los brazos.
—No voy a impedir que te suicides, pero no dejaré que mis sobrinos os acompañen —declaró con firmeza.
En ese instante, el crujido de la puerta interrumpió la conversación. Ambos hombres giraron la cabeza hacia la entrada.
—¡Earan! —exclamó Kénfer al verla aparecer—. ¡Deberías estar descansando!
La joven entró con paso decidido, su mirada era firme y su voz clara.
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TÁLWER AÑO 732
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