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Capítulo 37 (El rescate)

El tiempo transcurría con una lentitud desesperante, y cada sonido parecía amplificar nuestra ansiedad. Pero de repente, escuché el ruido de unos pequeños derrumbes de tierra cerca, un sonido apenas perceptible que me hizo girar la cabeza con un sobresalto.

—Ya hemos regresado.

La voz del anciano resonó cerca de mí, y al instante, Naile y Earan se materializaron frente a nosotros, dejando atrás el hechizo de invisibilidad.

—¡Earan! —grité al reconocerla. Naile había conseguido rescatarla, y verla sana y salva me llenó de alivio—. ¡Creí que nunca más volvería a verte!

Koris se lanzó hacia su hermana, abrazándola con fuerza.

—¿Te encuentras bien? ¿Te han hecho daño? —le pregunté mientras ella me miraba fijamente.

Earan se acercó y me olisqueó el cuello, cerrando los ojos durante un instante. Por un breve momento, sentí una tensión extraña

—Estoy mejor que nunca —respondió con una leve sonrisa.

Naile miró por encima de su hombro, observando una vez más el campamento desde la distancia.

—Hemos tenido mucha suerte —dijo en voz baja, con una seriedad poco habitual en él—. El rescate fue más sencillo de lo que esperaba. Pero no debemos tentar más a la suerte. Debemos retomar nuestro viaje al país de los cuatrobrazos de inmediato.

—¡¿Al país de los cuatrobrazos?! —Earan se sobresaltó, interrumpiéndole.

—Creí que ya sabías cuál era nuestro destino —replicó Naile, mirándola con un gesto entre extrañado y molesto.

Las palabras del anciano parecieron golpear a Earan con fuerza, dejándola inmóvil y con la mirada perdida.

—¿Ocurre algo, Earan? —insistió Naile, ahora más preocupado—. ¿Tu padre te dijo algo sobre ese lugar? ¿Hay algo que debamos saber?

Finalmente, ella pestañeó y volvió en sí, negando con la cabeza.

—No, lo siento... Me quedé en trance, debe ser por la tensión acumulada.

—Oye, un momento —interrumpí, recordando algo importante—. ¿Qué pasa con la niña que veníamos a rescatar? No podemos irnos sin ella. ¿Verdad, Earan?

—¿Niña? —repitió ella, ladeando la cabeza con una confusión que me resultó desconcertante.

—La hija de la mujer enmascarada que murió en la cantera, ¿lo recuerdas?

—Es cierto... —murmuró con un tono extraño, casi vacío—. Lamento decirte que no podemos hacer nada por ella. Ya la han matado.

Sentí cómo la carga de esa revelación me golpeaba, hundiéndome de rodillas en el suelo.

—Pero... Se lo prometí a su madre... —balbuceé, con los ojos fijos en el polvo que se levantaba a mi alrededor.

Earan se acercó y colocó una mano en mi espalda, dándome unas suaves palmadas que no lograban consolarme.

—No te culpes por ello —dijo, con una voz que pretendía ser calmante—. Debemos hacer caso al anciano y partir cuanto antes a Anaiho. Este lugar es demasiado peligroso.

Mientras me abrazaba, sentí un repentino mareo que me obligó a apoyarme en el suelo para no caer de bruces.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Earan, soltándome de inmediato.

—No es nada... —respondí con dificultad, parpadeando para despejar mi vista—. Solo un pequeño vahído.

—¡Vamos, salgamos de aquí! —ordenó Tío Honoris, interrumpiendo cualquier otra pregunta—. Earan, me contarás todo lo que ha pasado ahí abajo durante el camino.

NiNi, que había estado revoloteando cerca, aterrizó en mi hombro. Su voz, aunque calmada, llevaba un deje de inquietud.

—Éliar, hay algo extraño... siento una presencia diferente —me susurró—. Tengo un mal presentimiento.

—¿De qué estás hablando? Todo está en calma —le respondí, intentando tranquilizarme.

No había terminado de hablar cuando la tierra comenzó a temblar bajo nuestros pies, como si algo enorme estuviera moviéndose a través de las galerías.

—Algo se acerca... —advirtió Tío Honoris, con una expresión de gravedad en el rostro.

En efecto, un numeroso ejército de hombres montados en una especie de lagartos gigantes irrumpió con bravura en el asentamiento de los Cosechadores del Progreso.

—¡¿Quiénes son?! —pregunté, incapaz de ocultar mi nerviosismo.

La violencia con la que asaltaron el campamento fue brutal; en un abrir y cerrar de ojos arrasaron el emplazamiento. Tanto los guardias del rey, que aún permanecían en Ugmalu, como los miembros de los Cosechadores del Progreso, fueron abatidos sin posibilidad de defenderse.

—¡Qué fiereza! —exclamé mientras me asomaba a ver cómo todo el asentamiento ardía a consecuencia de las flechas envueltas en fuego.

Justo en ese instante, NiNi generó un imprevisto estallido de fuego que delató nuestra posición.

—¡Lo siento! —se disculpó con un rostro aterrado—. ¡Tenía una araña en el lomo! ¡Odio las arañas!

—¡Serás idiota! —le repliqué, furioso—. ¡Asustarte por semejante tontería!

—Tú no lo entiendes —protestó el caloto, temblando—, los calotos somos la comida favorita de los arácnidos de las cuevas del desierto.

—¡Allí arriba! —gritó uno de los asaltantes, señalando nuestra posición.

Earan y Naile tiraron de mí hacia atrás, pero antes de que pudieran ponerme a resguardo, dos venablos se incrustaron en mi pecho.

—¡Éliar! —exclamó Tío Honoris, horrorizado, mientras veía cómo mi cuerpo comenzaba a convulsionar—. ¡Aguanta!

Earan y los demás intentaron ayudarme desesperadamente, pero apenas podía respirar.

—Tenemos que sacarle las flechas —dijo Naile, al percatarse de que las puntas estaban untadas con un potente veneno—. ¡NiNi, en cuanto las extraiga, quema los agujeros para cerrar las heridas!

El anciano agarró el astil de ambas flechas y, con un movimiento preciso, las arrancó de mi pecho. Sin dilación, el caloto hizo su parte, emitiendo un calor abrasador que cauterizó las heridas al instante.

—¡Alto al fuego! —gritó Tío Honoris mientras se asomaba con las manos levantadas, poniéndose a merced de los asaltantes—. ¡No somos enemigos!

Sus alaridos convencieron a los hombres, que subieron hasta nuestro emplazamiento con cautela.

—¿Quiénes sois y por qué estáis aquí? —preguntó el cabecilla con tono enfadado—. ¡Dadme una respuesta rápido o moriréis!

—Venimos del norte, solo queremos cruzar el desierto —respondió Naile con firmeza—. No pertenecemos al ejército ni a ese grupo criminal de enmascarados. ¡Por favor, debéis creerme!

El hombre de melena rojiza desmontó de su lagarto y se acercó al anciano con suspicacia.

—¿Por qué habría de confiar en tus palabras? —cuestionó, mientras examinaba al grupo con detenimiento. De repente, sus ojos se posaron en Earan, y su expresión cambió por completo.

—¿Earan? ¿Eres tú?

Empujó a Naile a un lado y se abalanzó hacia la joven, sujetándola con ambas manos.

—¡¿Acaso no me recuerdas?! —preguntó, con lágrimas brotando de sus ojos—. ¡Soy yo, tu tío Kénfer!

Todos los presentes se quedaron sin palabras, incluida Earan, que lo miraba incrédula.

—Yo lideraba el grupo de exiliados que salió del pueblo —dijo, con la voz cargada de emoción—. Sé que te prometí que regresaría, pero al poco de abandonar el grupo fui atacado por los Cosechadores del Progreso. Lo que pasó después es una larga historia. Por favor, perdóname, te lo suplico.

Finalmente, su sobrina le devolvió el abrazo.

—Kénfer... —murmuró—. No sabes cuánto te he echado de menos.

Koris se acercó tímidamente, observando a aquel hombre con una mezcla de curiosidad y recelo.

—Tú debes de ser Koris —dijo el hombre, esbozando una amplia sonrisa—. ¡Cuánto has crecido! Cuando me marché, eras solo un bebé.

Un saurio blanco, que había estado quieto a su lado, se arrimó a ellos, olisqueándolos antes de frotar suavemente su cabeza en las espaldas de los jóvenes.

Naile, agachándose con rapidez, colocó una mano bajo mi cuello.

—Por favor, debéis tener el antídoto —les suplicó, dirigiéndose a Kénfer—. Salvadle, os lo ruego.

Earan, con el rostro lleno de angustia, también imploró ayuda a su tío. Finalmente, Kénfer asintió con determinación.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó, haciendo referencia a la madre de sus sobrinos.

Earan bajó la cabeza, evitando su mirada, mientras Koris daba un paso al frente.

—Esos desgraciados con máscaras la mataron —respondió tajante, con un tono que no admitía discusión.

El líder de la avanzadilla cerró los ojos y tragó saliva.

—Os llevaremos con nosotros —dijo con un tono firme, pero lleno de pesar—. Los curanderos que esperan en nuestra fortaleza se encargaran de tratarle.

Se giró hacia sus subordinados.

—¿Lo habéis encontrado?

—No, capitán —respondió uno de ellos—. Debe haberse marchado antes de que comenzásemos el ataque.

Naile, con los ojos entrecerrados, intervino:

—¿Os referís al soberano de Félandan? No hemos visto salir a nadie del cuartelillo.

Les señaló con el dedo el lugar indicado, y Kénfer, frunciendo el ceño, dio la orden.

—Traedlo con vida —decretó con autoridad—. No dejéis que las llamas lo consuman.

Los hombres se dispusieron a obedecerlo, pero justo cuando comenzaban a moverse, un nuevo seísmo, mucho más fuerte que el anterior, sacudió la zona, deteniéndolos en seco.

—¡Es él! —pude oír el grito desesperado de NiNi—. ¡El monstruo del desierto!

Inesperadamente, el suelo que sostenía el emplazamiento comenzó a resquebrajarse, y un escorpión gigante emergió de las profundidades.

—¡Lúthor, el Escorpión! —Para asombro de todos, Tío Honoris llamó a la bestia por su nombre.

El monstruoso artrópodo era tan grande que podría partir a un caballo por la mitad con sus pinzas.

—¡¿Qué demonios es eso?! —exclamó Kénfer con el rostro desencajado—. ¡Retirada!

El alacrán, de un color oscuro y siniestro, comenzó a arrasar el asentamiento, destruyendo todo a su paso mientras asesinaba con brutalidad a los hombres que, inútilmente, trataban de detenerle.

—¡Abandonad la misión! —voceó Kénfer, desesperado—. ¡Regresemos a la fortaleza!

Nos subieron rápidamente a lomos de los lagartos, y emprendimos la huida hacia la entrada de las galerías subterráneas que conectaban con los diferentes lugares de Rajasa. Pero, para nuestra desgracia, el escorpión nos fijó como su objetivo, interrumpiendo nuestra retirada.

—¡Cuidado!

La advertencia de Kénfer llegó demasiado tarde. Uno de sus hombres fue atravesado por el aguijón de la bestia. El monstruo levantó el cuerpo inerte hacia el aire y, con una rapidez aterradora, absorbió todos sus fluidos.

—Debemos encontrar otra salida —murmuró Tío Honoris, con el semblante grave.

—No existe otro modo de acceder a este asentamiento —le aseguró Kénfer, mirando hacia el túnel que la criatura bloqueaba—. Solo el pasaje que está obstruyendo.

—Entonces tendremos que crearlo nosotros —dijo Naile, con una resolución férrea—. Ordena a tus hombres que den media vuelta.

—¿Quieres que les ordene dirigirse hacia la pared del acantilado? —preguntó Kénfer, incrédulo.

El anciano asintió con decisión.

—¡A toda velocidad, vamos! —exclamó—. ¡Nosotros encabeza-remos el pelotón! ¡Yo me encargaré de abrir el paso!

Aunque la idea parecía insensata, Kénfer no tuvo más opción que confiar en él. Con un grito de mando, ordenó a sus subordinados avanzar hacia las rocas que componían la montaña.

—¡Obedeced! —vociferó, al notar el titubeo en los rostros de sus hombres.

Los jinetes y sus exóticas monturas dieron media vuelta, dejando al escorpión a sus espaldas mientras seguían al anciano con una mezcla de fe y desesperación.

—Espero que esto funcione —murmuró Kénfer, con el corazón en un puño.

—Confía en mí —respondió Tío Honoris, mientras comenzaba a mover las manos en un complejo ritual para preparar el conjuro—. Que nadie se detenga. La salida se cerrará enseguida.

Nos lanzamos a toda velocidad hacia la pared del acantilado, el suelo temblando bajo las patas de los lagartos.

—¡Ikeri aidnem! —exclamó Naile, con el rostro perlado de sudor.

En el último instante, cuando íbamos a estrellarnos contra la piedra, el acantilado se partió en dos. Ante nuestros ojos se abrió un pasaje que conducía al exterior, habilitando nuestra única vía de escape.

Sin detenernos ni mirar atrás, atravesamos la abertura. Justo cuando el último de los jinetes cruzó al desierto, las paredes de roca se cerraron con un estruendo ensordecedor, generando una enorme sacudida que se sintió como un eco de salvación.




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