Capítulo 36 (Ugmalu)
Día 40, Periodo del Viento, año 1314.
Avanzamos con premura a través del pasadizo situado a la derecha, alcanzando finalmente el último tramo que nos separaba de nuestro destino.
—Esa es la salida principal —dijo NiNi, señalando una galería ancha y bien conservada—. Pero creo que primero deberíamos asomarnos por otra pequeña abertura situada un poco más al fondo. Ugmalu es un lugar peligroso; es aconsejable echar un vistazo antes de adentrarnos de lleno en el asentamiento.
El caloto tenía razón. No sabíamos cuántos de esos tipos con máscara podría haber en el exterior, ni tampoco conocíamos la zona. Salir a ciegas sería una imprudencia peligrosa.
Seguimos al murciélago por un pasaje mucho más estrecho, tan angosto que tuvimos que agacharnos para poder progresar.
—Hemos llegado —murmuró NiNi en cuanto avistamos la luz del exterior filtrándose por una pequeña abertura.
Yo fui el primero en asomar la cabeza.
—No veo nada desde aquí —advertí.
—¡Sal fuera, idiota! —me abroncó el caloto—. Estamos en las montañas que delimitan el asentamiento.
Con cuidado, saqué todo el cuerpo del túnel, seguido de mis compañeros.
—Hablad bajo —nos alertó Tío Honoris en un susurro apremiante—. Puedo sentir a nuestros enemigos muy cerca.
Nos desplazamos de cuclillas hasta unas rocas que sobresalían del despeñadero y, con cautela, observamos el campamento de los Cosechadores del Progreso.
—No puedo creer lo que veo... —murmuré atónito.
Rockern Núndior, el mismísimo rey de Félandan, estaba allí, en persona, conversando con varios enmascarados.
—¡¿Qué hace aquí el monarca?! —Naile, igual de desconcertado que yo, no podía creer lo que veía—. ¿Mis ojos me traicionan?
—No —le aseguré con firmeza—. Es él, no tengo la menor duda. Jamás podría olvidar esa cara.
Earan y Koris tampoco pudieron disimular su desconcierto.
—¿Habláis en serio? ¿El monarca ha venido al desierto?
Todos asumimos que habría llegado hasta allí viajando por los túneles.
—Manteneos en silencio. Voy a intentar escuchar lo que dicen.
Tío Honoris cerró los ojos, y concentrándose profundamente, intentó agudizar nuestros oídos mediante un hechizo de radni ingenial.
—He venido hasta aquí porque mis remolinos de arena me han alertado —dijo Rockern, con una sonrisa que destilaba malicia—. Han avistado a un anciano y a un joven encapuchado montados en una liebre gigante, cruzando el desierto de Rajasa.
El silencio entre los presentes se hizo denso, roto solo por el sonido del viento arrastrando granos de arena.
—No hay duda de que se trata de ellos. Nadie más podría escapar de esa manera por este terreno inhóspito —continuó, antes de dar varios pasos hacia delante.
Observó con detenimiento a los prisioneros y a los enmascarados. Su presencia era sofocante, y cada palabra suya parecía tener un peso abrumador.
—Mis hombres han encontrado a estos individuos en la frontera entre el desierto y las tierras del norte —dijo Rockern, con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados—. Aseguran haber visto a un joven y a un anciano adentrándose en Rajasa.
Se refería, sin lugar a dudas, al grupo de emigrantes que conocimos poco después de adentrarnos en la región arenosa.
El rey giró su atención hacia el cabecilla de los enmascarados, que se mantenía rígido bajo su implacable mirada.
—Tengo entendido que habéis sufrido un percance en la vieja cantera...
El hombre de la máscara tragó saliva antes de responder:
—Majestad, es cierto que nos enfrentamos a un anciano, pero... no sé si será el mismo.
Rockern alzó una ceja y comenzó a caminar lentamente hacia el prisionero.
—Habla —ordenó con voz grave, cargada de amenaza—. ¡Descríbeme al viejo!
El rehén, con el rostro cubierto de sangre y la voz temblorosa, respondió con esfuerzo:
—Llevaba una boina negra sobre la cabeza... Para su avanzada edad, parecía un tipo fuerte... Estaba decidido a cruzar el desierto.
El hombre de la máscara asintió, ahora más seguro de sí mismo.
—Definitivamente es él. ¿Qué otro anciano tendría semejante descaro? —gruñó, apretando los puños—. Tengo una cuenta pendiente con ese vejestorio.
El guardia que sujetaba al prisionero alzó la mirada hacia Rockern, esperando órdenes.
—Señor, ¿qué hacemos con esta escoria?
Rockern apenas le dedicó de atención.
—Ya no nos sirve, matadlo —ordenó, con voz imperturbable.
El soldado no lo dudó. Con un rápido movimiento, hundió la punta de su alabarda en la sien del prisionero, que cayó al suelo sin vida.
El rey observó el cadáver con indiferencia antes de continuar:
—Por más que le he preguntado por el chico, no ha sabido decir si poseía una cicatriz en la parte izquierda de la cara. Según él, iba cubierto con una caperuza —Sus ojos recorrieron a los enmascarados con una mezcla de desprecio y amenaza—. ¿Vosotros llegasteis a ver el rostro del muchacho?
El cabecilla negó con la cabeza, incapaz de sostener su mirada.
—Os doy hasta mañana al anochecer. Si no lo encontráis, daré nuestro acuerdo por finalizado y acabaré con todos vosotros —advirtió, con una frialdad que heló el aire.
Rockern hizo una pausa, mirando al horizonte como si ya supiera el desenlace.
—Yo permaneceré en los alrededores —añadió con tono firme—. Supervisaré personalmente que vuestra incompetencia no comprometa mi objetivo.
—Pero, Majestad...
—¡No hay excusas! —rugió colérico—. ¡Mañana, al ponerse el sol, volveré por aquí!
Sin más, Rockern giró sobre sus talones y se dirigió a la entrada de las excavaciones, seguido por sus soldados. Pero antes de desaparecer, se detuvo en seco.
El rey alzó la cabeza y olisqueó el aire. Sus fosas nasales se dilataron, y una perturbadora sonrisa comenzó a formarse en su rostro.
—Este olor... —murmuró, como si estuviese hablando con alguien invisible, mientras sus ojos se volvían inquietantemente atentos.
En ese instante recordé lo que había ocurrido en la conferencia de Dárasen.
—Es igual que aquella vez —susurré, con el corazón acelerado—. Por algún motivo puede olerme desde la distancia, al igual que debió suceder en la Ceremonia del Aventurado.
Tío Honoris comenzó a ponerse nervioso, incapaz de decidir cómo reaccionar.
—Dejad que sea yo quien actúe —Earan me agarró de la mano, mirándome con una determinación abrumadora—. Tengo muchas cuentas pendientes con ese miserable. Cada vez estoy más convencida de que él es el culpable de nuestra desgracia.
—¿Qué vas a hacer? —la cuestioné, incrédulo por sus palabras.
—Quiero que me confiese el motivo por el que abandonó a mi pueblo y a su gente. Y también, la razón por la que mi padre fue asesinado.
Koris movía la cabeza de un lado a otro, negándose rotundamente.
—Ni se te ocurra, hermana. No dejaré que te sacrifiques.
Earan, esbozando una leve sonrisa que apenas podía ocultar el dolor en sus ojos, acarició el cabello de su hermano pequeño y le dijo lo mucho que le quería.
—¡Allí arriba! —Mientras conversábamos, el monarca alzó la vista hacia nuestra posición—. ¡Rápido, hay alguien escondido!
La joven acarició el brazalete que me había regalado y, acto seguido, colocó sus manos en mis mejillas.
—No sabes lo feliz que me ha hecho conocerte —susurró con una dulzura que me desgarró el corazón—. Prométeme que cuidarás de mi hermano. Por favor, consíguele el hogar que se merece.
Los guardias ya estaban subiendo hacia nosotros. No teníamos escapatoria.
—Tío Honoris, ocultaos con uno de tus hechizos y marchaos de aquí. Sé que puedes hacerlo —ordenó con firmeza.
—¿Estás segura de esto? —preguntó el anciano, visiblemente preocupado.
—¡Haz lo que te digo! —replicó con determinación—. Sé que lograréis salvar esta región.
La rabia y la impotencia me devoraban, pero no podía detenerla.
—Earan, por favor... —susurré con un nudo en la garganta—. Ocúltate con nosotros, te lo ruego.
Ella negó con la cabeza.
—Sabes perfectamente que eso no serviría de nada. El rey puede olerte... —contestó entre lágrimas—. ¡Huid mientras yo gano algo de tiempo!
Me dirigió una última mirada cargada de afecto.
—Gracias por darme esperanza.
Miré al anciano con el rostro descompuesto, incapaz de aceptar lo que estaba ocurriendo.
—¡No lo hagas, Naile! ¡No la dejes! —supliqué desesperado, pero él no titubeó.
Con gesto sombrío, pronunció las palabras necesarias para insonorizarnos y volvernos invisibles. Antes de que pudiera reaccionar, movió los dedos en el aire y un extraño calor envolvió mis piernas.
—Perdóname, muchacho... —murmuró el anciano con tristeza, mientras un nuevo hechizo comenzaba a arrastrarme hacia atrás.
Intenté resistirme, pero mis pies se movían contra mi voluntad, alejándome de Earan mientras mi corazón se rompía con cada paso.
La vimos por última vez cuando los soldados llegaron hasta ella.
—¡Hay una mujer! —gritó uno de ellos, mientras la agarraban del pelo y la arrastraban colina abajo.
Mis gritos, aunque desgarradores, se ahogaron en el silencio que nos envolvía. Traté de luchar contra el hechizo que me contenía, pero era inútil. La angustia e impotencia que sentí en aquel momento fue tan fuerte, que noté como mis entrañas se entumecían.
Finalmente, decidimos regresar al lugar. Naile parecía debatirse internamente, con el rostro endurecido por una mezcla de culpa y determinación.
—Sé que quedándonos aquí podríamos ser descubiertos en cualquier momento —Naile habló con un tono grave, su mirada perdida en dirección al asentamiento—. Pero no puedo permitir que esa chica enfrente sola su destino.
Tío Honoris se quedó en silencio unos segundos, como si buscara las palabras correctas. Finalmente, suspiró, dejando ver el peso de su remordimiento.
—Soy un pobre desgraciado... —admitió con voz quebrada—. Pero no tan desalmado como para dejarla atrás sin saber qué ha sido de ella. Al menos debemos asegurarnos de que sigue viva.
—¡Entonces bajemos a por ella! —grité, tratando de liberarme del hechizo que aún me retenía.
Naile negó con la cabeza.
—Eliar, no seas insensato. Si bajas ahora, estarás firmando la sentencia de muerte de todos. El rey podría olerte antes de que logremos acercarnos siquiera.
Aunque sus palabras tenían lógica, no disminuían la rabia y la impotencia que sentía.
Tío Honoris me miró con seriedad y señaló al caloto que revoloteaba inquieto cerca de nosotros.
—Éliarag, pídele a tu amigo que baje a echar un vistazo al asentamiento —murmuró con tono urgente—. Necesitamos información antes de hacer cualquier movimiento.
Asentí con desgana y llamé a NiNi, que se posó en mi hombro, parpadeando rápidamente.
—Necesito que hagas un reconocimiento de la zona —le pedí, tratando de sonar calmado a pesar de mi agitación.
El murciélago agitó las alas con fuerza, como si mi petición le hubiera ofendido.
—¡¿Bajar ahí?! —exclamó, horrorizado—. ¡Ni hablar! Esos enmascarados son unos salvajes, podrían atraparme en un instante.
—Por favor, NiNi, te lo estoy pidiendo.
—¡No, no y no! —reiteró, sacudiendo la cabeza.
Respiré hondo, intentando mantener la compostura.
—NiNi... Tú eres mi Amakan, y te necesito ahora más que nunca.
El caloto detuvo sus protestas y me miró con ojos brillantes. Aunque su cuerpo diminuto temblaba de miedo, dejó escapar un profundo suspiro.
—Maldita sea, no puedo decirte que no... —rezongó, desplegando sus alas—. Pero que conste que lo hago solo porque somos un equipo.
—Gracias, NiNi.
—¡Si me atrapan, te lo haré pagar, viejo! —dijo, justo antes de desaparecer en la dirección del campamento.
Mientras lo observaba alejarse, sentí una punzada de culpa. Sabía que le estaba pidiendo algo peligroso, pero no había otra opción.
Durante lo que pareció una eternidad, permanecimos ocultos, observando desde las rocas cómo los soldados patrullaban el asentamiento.
Finalmente, NiNi regresó con las respuestas que tanto necesitábamos.
—Eso es todo —dijo el caloto, con un tono más grave y contenido de lo habitual, mientras me detallaba el número de defensores y sus ubicaciones estratégicas con precisión.
Transmití la información a Naile, quien se tomó un momento para procesarla en silencio antes de dar su veredicto.
—Iré yo —declaró con una firmeza inquebrantable—. Ejecutaré el rescate.
—Yo también quiero ayudar —protesté, decidido a no quedarme al margen.
—Escúchame, Éliar —respondió con una calma que contrastaba con la tensión del momento—. Ayudarás más si te quedas aquí. Déjame tomar las riendas de esta situación. No te defraudaré.
Sus ojos, sinceros y llenos de convicción, lograron desarmar mi resistencia. Aunque mi corazón ardía con ganas de acompañarle, entendí que debía confiar en él.
—De acuerdo... —acepté a regañadientes, bajando la mirada antes de volver a alzarla con una chispa de esperanza—. Pero no nos falles.
Naile suspiró profundamente y me liberó del hechizo de inmovilidad. Sentí cómo mis músculos recuperaban su fuerza mientras el viejo se inclinaba hacia mí, con el rostro marcado por la preocupación.
—Escúchame bien, Éliar. Quiero que me hagas dos promesas —dijo con un tono firme, casi paternal—. Primero, que no bajarás al campamento bajo ninguna circunstancia y esperarás aquí mi regreso.
Me quedé mirándole, sin responder de inmediato.
—¿Y la segunda? —pregunté, notando la intensidad en su mirada.
—Si la situación se complica, huirás de aquí con Koris. No te arriesgues por algo que no puedas cambiar.
Sentí cómo mi pecho ardía.
—Te prometo que no bajaré al campamento —dije con voz seria, pero sin apartar los ojos de los suyos—. Pero lo siento, viejo. No puedo prometerte lo segundo.
Tío Honoris apretó los labios, claramente insatisfecho, pero no discutió.
—No esperaba menos de ti —murmuró con un leve amago de sonrisa—. Está bien, muchacho, pero no olvides lo que te he dicho.
Se giró hacia NiNi, quien revoloteaba nervioso sobre mi hombro.
—Cuida de él, caloto —le pidió antes de desaparecer con sigilo hacia el campamento.
Lo vi alejarse con paso decidido, aunque no pude evitar notar la resignación que cargaba sobre sus hombros.
Desde las rocas observamos cómo Tío Honoris se adentraba en el campamento. Su figura parecía desvanecerse mientras utilizaba su radni para escabullirse entre las sombras. No podíamos hacer más que esperar, presos de una ansiedad que parecía corroer el aire mismo.
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