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Capítulo 33 (Juntos en la esperanza)

Día 39, Periodo del Viento, año 1314.

El sonido de las olas retumbaba con fuerza mientras caminaba hacia la grieta de una formación rocosa. La apertura parecía estrecha, apenas visible entre las sombras, pero me ofrecía una posibilidad, una esperanza. Apreté los dientes y pasé con cuidado, llevando a Earan contra mi pecho para protegerla de los bordes irregulares

Miré a todos lados como si alguien fuese a ayudarme, pero estábamos solos. La oscuridad dominaba el lugar, iluminada únicamente por el reflejo de la luna sobre el agua que provenía del exterior. El frío se hacía cada vez más insoportable, entumeciendo mis extremidades y nublando mi mente. Por más que intentaba transmitirle calor frotando mi cuerpo contra el suyo, parecía inútil. El frío estaba a punto de vencerme.

De pronto, una criatura de pelaje anaranjado comenzó a revolotear a mi alrededor.

—¿Qué es esa cosa? —susurré, observando cómo sus antenas brillaban débilmente con una tenue luz.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, avancé hacia ella con Earan en brazos. La criatura iluminó sus antenas y comenzó a moverse hacia el fondo de la cueva, como si quisiera guiarme.

—Es un milagro —murmuré, sin poder creer lo que veía.

La grieta por la que habíamos entrado era, en realidad, el acceso a una vasta caverna. En su interior, decenas de criaturas como la que había visto antes, descansaban sobre las rocas y las paredes. Eran murciélagos de fuego, con una cola larga y estrecha que ardía en su extremo como una antorcha viviente. El calor que emitían llenaba el espacio, proporcionando una calidez inesperada en medio de aquel gélido entorno.

—Gracias... —susurré, sin saber si me entendían.

Apoyé a Earan en el suelo y las criaturas comenzaron a acercarse, formando un círculo alrededor de ella. Sentí que comprendían su estado, como si supieran exactamente qué hacer. Con manos temblorosas, le quité la ropa mojada, dejando su piel expuesta al calor que irradiaban los murciélagos. Hice lo mismo con mi atuendo y lo extendí sobre una roca para que se secara.

Después de asegurarme de que estaba bien, me tumbé a su lado, dejando que las llamas naturales de aquellos animales nos envolvieran en su calidez.

Cuando los primeros rayos de sol se colaron por la grieta, Earan abrió los ojos, confundida, pero viva. Estaba arropada por nuestras prendas ya deshumedecidas, a excepción de mi pantalón, que yo llevaba puesto.

—Buenos días, ¿cómo te encuentras? —pregunté, aliviado de verla despierta.

Se frotó los ojos con suavidad y se incorporó lentamente.

—Me duele un poco la cabeza... —murmuró—. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Antes de que pudiera responderle, miró su cuerpo y se dio cuenta de que estaba desnuda. Sus mejillas se colorearon al instante, y se cubrió con las manos.

—¡Eh, tranquila! —dije apresuradamente, alzando las manos en señal de inocencia—. No tienes de qué preocuparte, solo intenté mantenerte cálida para salvar tu vida.

Earan me miró con una mezcla de vergüenza y gratitud, pero no bajó las manos.

—Eres el primer hombre después de mi padre que me ve desnuda... —confesó con nerviosismo.

—¡Qué tontería! —exclamé, soltando una carcajada—. Alguna vez tenía que ser la primera, ¿no?

La joven me lanzó una mirada entre divertida y exasperada antes de obligarme a girarme para que pudiera vestirse en privacidad.

Mientras le daba la espalda, aproveché para contarle lo ocurrido antes de llegar a la cueva.

—¿Hablas en serio? —preguntó Earan, con el ceño fruncido y evidente incredulidad—. ¿Me estás diciendo que crees que este brazalete nos salvó de morir ahogados?

Asentí, aunque sabía lo descabellado que sonaba.

—No puedo asegurarlo, ni siquiera estoy completamente seguro de lo que pasó —respondí, llevándome la mano al pendiente que colgaba de mi oreja—. Pero desde que esos malhechores nos encontraron, las cosas han sido extrañas. Diría que tanto tu brazalete como mi pendiente, jugaron un papel en todo esto.

—Es absurdo —murmuró, con una mezcla de desconcierto y curiosidad—. Lo que dices no tiene sentido.

—Lo sé, pero algo dentro de mí me dice que no estoy equivocado —insistí—. Creo que nuestras alhajas se apoderaron de nosotros para salvarnos.

Earan se quedó en silencio, mordisqueándose el labio mientras escrutaba la joya en su muñeca.

—¿Y si tienes razón? —susurró finalmente—. ¿Y si eso fue lo que llevó a esos hombres a matar a mi padre?

Mientras ella se perdía en sus pensamientos, mis dedos rozaron el pendiente, intentando desentrañar el misterio que encerraba.

—Ahora que lo pienso... —dije, con la mirada fija en el vacío—. Desde que era niño, siempre que he estado en peligro de muerte, he sentido un calor intenso en el lado izquierdo de mi cara. ¿Te ha pasado algo similar con tu brazalete?

Ella negó con firmeza.

—Nunca he sentido calor ni nada parecido —respondió con un leve encogimiento de hombros—. Pero sí he percibido, en algunas ocasiones, una especie de energía extraña dentro de mí. Tal vez es solo imaginación, pero es posible que este brazalete tenga algo que ver con mi habilidad para encontrar filtraciones de agua.

—¿Crees que esa energía te guía? —pregunté, intrigado.

—No lo sé... —admitió, desviando la mirada—. Pero cuanto más lo pienso, más lógico me parece.

Intenté distraerme haciendo un liadillo, pero la plantiquina estaba completamente arruinada.

—Todo esto es demasiado extraño —admití, levantándome del suelo con un suspiro—. Aun así, creo que estamos sacando demasiadas conclusiones. Debemos reunirnos con Tío Honoris y Koris. Cuando estemos juntos, hablaremos con él. Si alguien puede arrojar algo de luz sobre lo ocurrido, es el anciano.

—¿Crees que estarán bien? —preguntó, con un destello de preocupación en los ojos.

Acaricié su mentón, intentando calmarla.

—No tienes nada de qué preocuparte. Naile es increíblemente fuerte, estoy seguro de que cuidará de tu hermano como si fuera suyo.

Earan esbozó una sonrisa, aunque sus ojos seguían reflejando inquietud.

—Tal vez podamos avisarles de dónde estamos usando esas pequeñas criaturas aladas —propuse.

Ella me miró confundida.

—¿De qué hablas?

—Los murciélagos que nos ayudaron —expliqué—. Sin su calor, no habríamos sobrevivido.

—¿Estás hablando en serio? —preguntó, parpadeando con incredulidad.

—Totalmente —afirmé—. Además, también se encargaron de secar nuestra ropa.

Earan miró a su alrededor, buscando señales de los animales.

—¿Dónde están ahora?

—Mira con atención —respondí, señalando las paredes de la cueva—. Poco antes del amanecer, se escondieron en los recovecos de la roca. Si te fijas bien, puedes ver las puntas de sus antenas asomando.

Ella entrecerró los ojos, fascinada.

—¡Es verdad! —exclamó con entusiasmo.

—Uno de ellos aún está por aquí —añadí, señalando una roca cercana—. Voy a intentar atraparlo.

Me acerqué sigilosamente, pero la pequeña criatura escapó con un rápido aleteo.

—¡Éliar, espera! —exclamó Earan, con una chispa de alegría en el rostro—. ¡Mira lo que tengo!

Con un gesto triunfal, sacó de su bolso la extraña barra que Naile nos había dado.

—¡Aún la tengo! —anunció, con una sonrisa que iluminó el momento—. La recogí del suelo mientras esos bastardos me arrastraban... ¡Creí que la había perdido!

Se trataba de la extraña barra que Tío Honoris nos había entregado justo antes de separarnos.

—¿Crees que seguirá funcionando? —preguntó Earan, con un destello de emoción en los ojos.

—Vamos a comprobarlo.

Sujeté el objeto con firmeza y salí al exterior de la cueva. El mar, que durante la noche había mostrado su furia, ahora se movía en un vaivén tranquilo; las olas apenas acariciaban las rocas con suavidad.

—Allá vamos —murmuré, girando los extremos de la barra.

De inmediato, esta comenzó a flotar y a emitir un zumbido sutil. No pasó mucho tiempo antes de que expulsara una polvareda amarilla que se elevó hacia el cielo, generando una explosión sonora y centelleante que iluminó el horizonte por un instante.

—Ese viejo nunca deja de sorprenderme —comenté con una risa entre dientes, mientras me ajustaba el pantalón.

Earan y yo nos sentamos en la entrada de la gruta, dejando que el fresco aire marino nos despejara mientras observábamos el ponto.

—¿Recuerdas como acabaste en el mar? —pregunté, rompiendo el silencio—. Yo no soy capaz de rememorarlo.

Earan, que estaba ajustándose las mangas de su túnica, se detuvo un momento y frunció el ceño.

—No —admitió—. La última imagen que tengo es de esos malnacidos con máscara. Me estaban arrastrando y forcejeé con todas mis fuerzas para soltarme... pero después de eso, todo se vuelve borroso.

La miré fijamente, tratando de encontrar alguna pista en sus ojos.

—¿Nada más? ¿Ni siquiera un destello? —insistí.

—Nada —respondió, sacudiendo la cabeza—. Recuerdo el ruido de las olas, pero no sé si fue real o algo que mi mente inventó antes de desmayarme.

Suspiré profundamente, frustrado.

—Oye, Éliar... —murmuró ella, con voz tímida.

Me giré hacia ella mientras terminaba de atarme el pañuelo blanco al brazo izquierdo.

—Aquella vez no me contestaste... —continuó, sus ojos fijos en el horizonte—. Esa marca que llevas en la espalda...

Apreté el nudo del pañuelo y la miré directamente a los ojos.

—Sí, soy un marginado —confesé, con voz firme—. ¿También en el desierto os han hablado de nosotros?

Earan asintió con una expresión que mezclaba pena y cautela.

—¿Y qué se dice de los míos? —pregunté, sin apartar la mirada.

—Se dice que sois despiadados, sin escrúpulos. Que seríais capaces de matar a vuestra propia madre por codicia —admitió en un susurro, como si aquellas palabras le dolieran al salir de su boca.

Mi ceño se frunció al escuchar semejante calumnia.

—¿Y tú? ¿Crees en esas mentiras? —le pregunté—. En mi villa hay personas buenas y malas, como en cualquier otro rincón del mundo. ¿Por qué los humanos insistimos en juzgar, basándonos en los relatos que dictan quienes ostentan el poder?

Antes de que pudiera continuar, Earan me abrazó con fuerza, sorprendiéndome.

—Mi padre nunca creyó en esas historias infundadas sobre los marginados —murmuró, con voz quebrada por la emoción—. Siempre decía que, si alguna vez miraba a alguien desde arriba, sería solo para tenderle la mano y ayudarle a levantarse.

Sentí cómo su llanto mojaba mi ropa, y el nudo en mi garganta se hizo más difícil de contener.

—De pequeña, siempre pensé que mi padre era un ingenuo, que dejaba que los demás se aprovecharan de él —confesó entre sollozos—. Discutía a menudo con mi madre porque permitía que personas con malas intenciones nos robaran comida o agua. Pero ahora entiendo lo que quería decir cuando decía que todos merecían una oportunidad, porque muchas veces, esos «ladrones» solo intentaban salvar a sus familias.

Apreté los brazos a su alrededor, devolviéndole el abrazo con toda la calidez que podía ofrecerle.

—Tu padre debía ser un gran hombre —susurré con una sonrisa sincera—. Me habría encantado conocerlo.

Earan levantó la cabeza y me miró con una mezcla de gratitud y melancolía.

—Antes de morir, me dijo algo que nunca olvidé —susurró—. Me aseguró que, si alguna vez el destino me daba la oportunidad de conocer a un marginado, comprendería mejor lo que él siempre intentó enseñarme.

Acaricié su espalda suavemente antes de apoyar su cabeza en mi pecho.

—Eres una buena persona, Earan. Tu padre estaría muy orgulloso de ti —murmuré.

Ella secó sus lágrimas con los nudillos antes de remangarse para mostrarme el brazalete color grana.

—Conocerte me ha dado esperanza —confesó, con un brillo de determinación en su mirada—. Si no fuera por ti, nunca habría salido de la cantera. Tarde o temprano habría muerto allí, resignada, sin luchar por el futuro de Koris o el mío. Te seguí porque prometiste que, junto a ti, encontraría un hogar donde pudiéramos ser felices.

Con manos temblorosas, soltó los enganches de su brazalete y me lo ofreció.

—Quiero que te quedes con mi tesoro —susurró, con una intensidad que me desarmó—. Así, pase lo que pase, me aseguraré de que nunca me olvides.

Tragué saliva, abrumado por su sinceridad, y negué con la cabeza.

—No puedo aceptarlo, Earan.

—¡Por favor! —exclamó, mirándome con ojos llenos de esperanza—. Mi corazón estaba atrapado en una oscuridad sin fin, y tú me has devuelto la luz. Es lo mínimo que puedo hacer.

Tomó mi antebrazo izquierdo con delicadeza y colocó el brazalete en mi muñeca.

—Mi padre estaría de acuerdo —afirmó, mientras cerraba los casquetes con cuidado—. Antes de que lo asesinaran, me dijo que esta joya me protegería cuando más lo necesitara. Ahora te protegerá a ti, pero sé que, mientras esté contigo, yo también estaré a salvo.

Apenas el brazalete color grana rodeó mi muñeca, una sensación extraña se extendió por mi brazo. Era como si, además de sangre, algo nuevo fluyera por mis venas, algo poderoso.

—Gracias, Earan... —murmuré, tocándome la alhaja mientras trataba de procesar el momento—. No sé cómo podré devolverte este gesto. Sé cuánto significa para ti.

Ella se acercó más, con los ojos brillando entre una mezcla de ternura y deseo.

—Consígueme ese hogar que me has prometido —susurró, justo antes de besarme con una pasión desbordante.

Su lengua cálida encontró la mía, y el mundo pareció desvanecerse a nuestro alrededor.

—Prométeme... —dijo, separándose apenas para respirar— que viviremos juntos en una pequeña casa rodeada de naturaleza y animales.

Le rodeé la cintura con mis brazos, tumbándola suavemente sobre el suelo mientras me inclinaba para besarla de nuevo.

—Te lo prom...

—¡Éliarag! —El grito de Tío Honoris rompió nuestro momento.




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