
Capítulo 32 (La voluntad del fuego)
Nuestros corazones dieron un vuelco al ver cómo varios enmascarados armados comenzaban a correr hacia nosotros. Las caretas que portaban eran idénticas a las de los tipos que irrumpieron en la cantera de los refugiados. No había duda, se trataba de los Cosechadores del Progreso.
—¡Rápido, gira los extremos de la barra que nos dio Tío Honoris! —me dijo Earan, con la voz cargada de pánico.
—¡No la encuentro! —exclamé nervioso.
Tiré el cigarro al suelo y me apresuré a sacar todo lo que llevaba entre mis ropas.
—¡Aquí está! —grité, al tiempo que un golpe con la empuñadura de un arma me impactó directamente en la cara.
El ataque fue tan fuerte que solté la barra y caí al suelo.
—Earan... —Un pitido ensordecedor retumbaba en mi cabeza mientras intentaba levantarme.
Cuando por fin logré ponerme de pie, el horror se apoderó de mí: cuatro de aquellos enmascarados se estaban llevando a mi amiga.
—¡Earan! —grité angustiado, sin importarme mi propia seguridad.
Uno de los bandidos que me rodeaban alzó su sable y, sin piedad, lo hundió en mi clavícula.
—Muere, desgraciado —murmuró, con un tono tan frío como el acero que acababa de atravesarme.
En ese momento pensé que mi vida había llegado a su fin. Mi mente se llenó de imágenes de mi familia, de mis amigos y, sobre todo, de mi hermano pequeño. Las palabras de nuestra última conversación repicaban en mi cabeza, como el eco persistente de una campana. Caí de rodillas al suelo, sujetando la herida con mis manos ensangrentadas.
La hemorragia era abundante, y mi cuerpo se sentía cada vez más débil.
—¿Creéis que nos darán lo prometido a cambio de esa zorra? —preguntó uno de los agresores.
Aunque mi conciencia comenzaba a desvanecerse, pude escuchar con claridad la conversación que mantenían los miembros de los Cosechadores del Progreso.
—Seguro que sí —respondió otro—. Su padre se llevó por delante a un montón de Lenguas Negras.
—En efecto, así fue —agregó un tercero—. Es una suerte que anoche desvelase su parentesco.
La voz de este último me resultó terriblemente familiar. Aunque no podía alzar la vista, estaba seguro de que era uno de los asaltantes que irrumpieron en la cantera.
—Vamos, llevémonos este cadáver antes de que vuelva el viejo —ordenó el líder del grupo con voz grave—. Si nos encuentra, será un problema. Es mucho más poderoso de lo que aparenta.
Dos de los bandidos me agarraron por los pies y comenzaron a arrastrarme, dejando tras de mí un reguero de sangre que marcaba el camino.
—¿Sigo vivo? —me pregunté, sin entender cómo mi cuerpo aún podía soportar el dolor.
El sufrimiento en mi torso empezó a mitigarse de forma inexplicable. Desde lo más profundo de mis entrañas, un calor descomunal surgió de repente. Era como si una fuerza ajena a mí estuviera intentando responder al ataque, una energía latente que nunca antes había sentido.
El pendiente en mi oreja comenzó a emitir un leve resplandor, y con cada destello, sentía que mi fuerza regresaba poco a poco. Mi desconcierto no hacía más que aumentar.
—¡¿Qué sucede?! —gritaron aterrados. Los dos hombres que me sostenían las piernas soltaron de inmediato su agarre, sus manos quemadas humeaban al contacto con mi cuerpo—. ¡Está ardiendo!
El pendiente que llevaba colgado en la oreja brillaba con una intensidad cegadora. De repente, el calor que me consumía se manifestó en forma de llamas vivas que envolvieron todo mi cuerpo.
—¿Por qué no me muero? —murmuré, perplejo. Sentía un calor abrasador, pero, sorprendentemente, no me resultaba desagradable. Mi piel no se chamuscaba, y lejos de sentir dolor, experimentaba una fuerza creciente en mi interior.
—¡Acabad con él! —vociferó el líder de los Cosechadores del Progreso—. ¡Atravesadle el sable las veces que haga falta!
El ritmo frenético de mis latidos resonaba en mis oídos, como si mi corazón estuviera a punto de explotar. Cuando los bandidos se lanzaron contra mí, una ráfaga de aire ardiente, cargada de brillantes pavesas, les obligó a retroceder.
—Acaba con ellos.
Una voz grave y desconocida retumbó en mi cabeza, reverberando como el eco de un abismo.
—¿Quién eres? —pregunté, con la mente dividida entre el miedo y la confusión.
—Si no lo haces tú, tendré que apropiarme de ti.
El pendiente brilló con más intensidad, y un torrente de energía recorrió mi cuerpo, emanando desde la parte izquierda de mi rostro.
—¡Es un monstruo! —exclamaron los bandidos, paralizados por el miedo.
Mi cuerpo comenzó a moverse por sí solo, como si estuviera bajo el control de una fuerza ajena. Aunque mi alma seguía conectada a mí, no era dueño de mis acciones.
—¿Dónde está la chica? —mi voz había cambiado. Era más grave, más potente, y claramente no era mía.
Sin que pudiera evitarlo, mis manos se cerraron alrededor de la garganta de uno de los hombres.
—¡¿Dónde os la habéis llevado?! —grité con un tono que parecía salir de las entrañas de la tierra.
Con un giro de mis dedos, le rompí el cuello.
—¿Qué estoy haciendo? —pensé, horrorizado—. Acabo de matar a alguien.
Antes de poder procesarlo, mis manos ya habían atrapado a otro de los enmascarados.
—La llevan a Ugmalu... —balbuceó, ahogándose en mi agarre.
—¡No lo hagas! —rogué internamente, luchando por retomar el control.
—Deja que yo me encargue —replicó la voz con una calma inquietante—. Duérmete.
De repente, mi visión se nubló. Mis pupilas y mi iris se desvanecieron, dejando mis ojos completamente blancos. Sentí cómo la fuerza que me había poseído tomaba control absoluto de mi cuerpo, y entonces, todo se volvió oscuridad.
—¡Reacciona! —Una voz aguda y desconocida me sacó del letargo.
Cuando abrí los ojos, me encontré sumergido en un mar embravecido, rodeado por un oleaje que amenazaba con arrastrarme al fondo. Cada bocanada de aire que lograba tomar parecía un milagro en medio de la vorágine.
—¡Trata de mantenerte en la superficie, yo te sacaré de aquí! —gritó Earan, con una voz mística que no era del todo suya. Sus ojos, completamente blancos, irradiaban una luz que contrastaba con la oscuridad de las aguas.
Aunque mi mente estaba confusa y desorientada, entendí que, si no actuaba rápido, el mar me engulliría para siempre.
—Agárrate a mí —ordenó, extendiendo su mano hacia mí.
Cuando la tomé, sentí una energía vibrante recorrer mi brazo. El brazalete grana que Earan llevaba en su muñeca brillaba con una intensidad cegadora. Por un instante, me pareció que no solo ella me sostenía, sino que el propio mar parecía apartarse, como si algo o alguien nos ayudara a llegar a salvo a la base de un acantilado costero.
Mis recuerdos de cómo llegamos a tierra firme eran borrosos, como si la realidad y el sueño se hubiesen entremezclado. Solo sabía que, cuando volví a abrir los ojos, Earan yacía a mi lado, agotada y jadeante, tumbada en la arena húmeda. Su piel estaba extremadamente fría, y su respiración, aunque presente, era débil. Sin pensarlo dos veces, la tomé en brazos, decidido a buscar refugio.
Sentí como mis pasos se hundían en la arena mojada, dificultando mi avance, pero no me detuve.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro