Capítulo 31 (Dogmas)
Día 38, Periodo del Viento, año 1314.
Dormir abrazado a Earan hizo que tanto mi cuerpo como mi mente descansaran a la perfección. El calor que emitía su piel era infinitamente más confortable que el que producía el fuego de la hoguera.
Gozaba de un sueño profundo y placentero, cuando de pronto, el grito de Tío Honoris me despertó.
—¡Vamos, hemos de retomar la marcha!
Abrí los párpados y me percaté de que la joven estaba dibujando formas con su dedo índice sobre mi frente.
—Lo siento —se disculpó avergonzada—. No tenía intención de molestarte.
Abrí los brazos y estiré la espalda.
—No digas tonterías, hacía mucho tiempo que no dormía tan bien.
La miré fijamente y noté cómo sus mejillas se sonrojaban. Sus ojos azules eran tan hipnotizantes que, inconscientemente, comencé a acercarme a su boca.
—¡Hermana! —Koris se interpuso y estropeó nuestro dulce momento—. Tengo sed, ¿podrías darme un poco de agua?
—No seas impaciente, estamos en medio de las dunas —contestó ella—. Te daré de beber en cuanto localicemos una filtración subterránea.
Tío Honoris sacó la redoma de cerámica y se la ofreció.
—No creo que encontremos acuíferos fuera de esa cantera, tendremos que apañarnos con mi pequeña damajuana —dijo con gesto resignado—. Podremos sobrevivir varios días más si la sabemos racionar.
—¿Por qué no creas agua con uno de tus hechizos? —cuestioné.
—Ya lo hago, pero mis poderes son limitados y tengo que mantener bien hidratada a la liebre —respondió—. Sin ella no podemos movernos por el desierto.
Earan se levantó del suelo y agarró el frasco.
—Seguro que encontramos una pequeña filtración, confía en mi instinto —añadió—. Como bien te dije en el interior del pedregal, hay algo en mi interior que me lleva hasta ellas.
—Ojalá estés en lo cierto —concluyó antes de aumentar el tamaño del animal—. ¡Subid!
Una vez los cuatro nos sentamos sobre su lomo, comenzó a brincar.
Avanzamos raudos hacia el sudeste de la región, en dirección al pueblo de Alogna. El arenal parecía no tener fin, la línea entre la arena y el cielo que delimitaba el horizonte se perdía en la inmensidad.
—¿Estamos muy lejos de nuestro destino? —pregunté cansado—. El sol es muy fuerte.
—Deja de quejarte —me reprendió el viejo—. Toma ejemplo del niño.
Earan se echó a reír justo antes de señalar con el dedo.
—¡Mirad hacia allí, hemos llegado!
La joven tenía razón, aunque a consecuencia del calor el pueblo se avistaba distorsionado, lo teníamos enfrente de nosotros. Tío Honoris ordenó a la liebre dar un último arreón y, cuando alcanzamos sus aledaños, la disminuyó de tamaño para guardarla en su bolsillo.
—Por alguna razón, este lugar aún no ha sido tragado por la arena —murmuró Naile—. Debemos encontrar la entrada secreta al asentamiento de los Cosechadores del Progreso, pero no será fácil, todas las casas parecen estar abandonadas.
—Sí, tendremos que dividirnos —propuso Earan.
—No sabemos si este lugar podría ser peligroso —le reprochó el anciano.
Tras echar un primer vistazo, apoyé la propuesta de nuestra compañera.
La gente que habita esta villa está desnutrida, apenas pueden dar tres pasos sin caer al suelo —dije apenado—. Son víctimas de la sequía que castiga el desierto, no tenemos de qué preocuparnos.
Tío Honoris se frotó la nariz antes de asentir con la cabeza.
—Está bien, nos separaremos en dos grupos —concluyó—. Koris y yo inspeccionaremos la parte oeste del pueblo, y vosotros haréis lo propio con la zona este.
Todos estábamos de acuerdo.
—Si encontráis el pasaje secreto o tenéis cualquier tipo de percance, utilizad esto —me entregó una extraña barra metálica—. Girad sus extremos con fuerza y arrojadla al suelo, eso bastará para que pueda encontraros.
Earan y yo comenzamos a alejarnos, confiados de lograr nuestro cometido.
—¡Tened mucho cuidado! —exclamó preocupado—. ¡No converséis con nadie acerca de nuestro objetivo, no sabemos qué relación podrían tener con el enemigo!
Le hice un gesto con la mano para hacerle saber que lo habíamos entendido.
Caminamos a través de las desamparadas calles de Alogna. La mayoría de la villa estaba en ruinas, y la gente apenas tenía fuerzas para señalarnos con el dedo.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —la pregunté con gesto confuso.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Lo escuchaste igual que yo, Éliar —respondió tras resoplar—. La mujer dijo que la entrada secreta a ese campamento se encuentra en la puerta trasera de una casa abandonada.
—¡Es cierto! —exclamé— Habló de una cerradura rota y un dibujo desgastado de una rata grabado en la madera.
Me eché a reír y entramos en la primera casa.
—Si se trata de la entrada a un pasaje subterráneo, debe haber una trampilla en el suelo que conecte con unas escaleras, o algo por el estilo —dedujo de forma perspicaz.
Tras inspeccionar la totalidad de la morada ante la atónita mirada de los inquilinos, no fuimos capaces de encontrar nada extraño en su interior.
—Disculpad la intromisión —dije al mismo tiempo que agachaba la cabeza.
Los moradores estaban tan desfallecidos que ni siquiera se inmutaron.
Después de examinar cinco casas más, Earan se sentó en el suelo.
—Así no encontraremos nada —se lamentó—. Debe haber otra manera para facilitar la búsqueda.
—Podríamos preguntar a los residentes de este pueblo... ¿no crees? —murmuré.
—Pero ya has oído a Tío Honoris, ¿qué pasaría si conversáramos con alguien que guarda relación con los Cosechadores del Progreso?
—A veces el que no arriesga no gana —contesté tras hacerme un liadillo de plantiquina.
Agarré un matojo seco que rodaba por el suelo y lo coloqué debajo del trozo de cristal de una ventana rota.
—Las imposiciones no tienen por qué ser siempre correctas —añadí.
Gracias al vidrio que sostenía en la mano, la fuerza del sol logró prender las hojas secas amontonadas en el suelo.
—¿Quieres? —le pregunté tras encenderme el cigarrillo.
—Nunca en mi vida lo he probado —respondió ofendida—. En mi cultura está muy mal visto que las mujeres fumen.
Di una buena calada y eché el humo hacia arriba.
—Malditas prohibiciones sin sentido —murmuré tras negar con la cabeza y arrimarme a ella—. Si quieres probarlo, hazlo. No dejes que nadie te obligue a actuar de una manera que implique cumplir sus ideales sin importarle los tuyos. Tienes que tener tus propios principios y criterios.
La joven, aunque indecisa, se atrevió a romper el dogma de su educación y dio su primera calada.
—¡Qué asco! —gritó tras hartarse a toser—. ¡No volveré a hacerlo!
Tras varias carcajadas, le agarré de la mano.
—Me parece genial —dije en voz baja—. Ahora eres tú la que decide por voluntad propia. No es el pensamiento o creencia de otra persona lo que te manipula.
Earan tragó saliva y me agarró la mano con fuerza.
—Gracias, Éliar, a tu lado estoy aprendiendo muchísimo.
Nuestras bocas comenzaron a acercarse, cuando de pronto, el grito de un hombre nos sobresaltó.
—¡Allí están!
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