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Capítulo 3 (Entre maderas y sombras)

Fue una noche corta. Terminé de masticar el trozo de pan duro que había guardado para el desayuno y salí de casa rumbo a Bajos Hornos. Debíamos presentarnos allí antes de que asomase el sol. Llegar tarde no solo significaba perder la chapa correspondiente a nuestra jornada, sino también arriesgarse a los latigazos de los capataces, un castigo que se volvía más severo según el retraso.

Durante el camino, me agaché para beber las gotas de rocío que empapaban las plantas que crecían en las esquinas de las fachadas. Era una vieja costumbre que había aprendido de mi abuelo.

No me detuve a hablar con nadie. Solo quería llegar a mi puesto de trabajo y que el tiempo pasara rápido. Era el cumpleaños de mi hermano pequeño, y planeaba visitarlo en casa de mis padres tan pronto como terminase la jornada. Mientras caminaba, un dolor punzante en el estómago me recordó que el pan estaba en mal estado, pero no podía permitirme desecharlo.

—¡Hola, Éliar! —La voz de Kiora interrumpió mis pensamientos.

—Buenos días —respondí.

Kiora Néguren era una joven de pelo corto que destacaba en el uso del martillo y la sierra. Algunos decían que era la mejor carpintera de toda la serrería, aunque en mi opinión, mis habilidades superaban a las suyas. Nuestra amistad comenzó años atrás, y con el tiempo, se había convertido en alguien importante en mi vida. Intrépida y de buen corazón, siempre rechazó unirse a la Banda del Lazo Blanco, a pesar de mis múltiples insistencias.

—¿A qué viene esa cara? —preguntó, estudiándome con una sonrisa traviesa—. ¿Has trasnochado?

—No quieras saberlo.

Kiora se acercó un poco más, con ojos llenos de picardía.

—No me digas que has pasado la noche «dándole que te pego» con alguna de tus vecinas.

—Sí, he estado dándole que te pego... —confesé con semblante cansado—. ¡Pero a las botellas de mi armario!

Kiora estalló en carcajadas y me pasó un brazo por la espalda.

—¡Qué tonto eres! —exclamó, todavía riéndose—. ¿Qué celebrabas?

Cuando notó la tristeza en mi rostro, su expresión cambió de inmediato.

—¿Qué ocurre, Éliar? ¿Te ha pasado algo que deba saber?

—No es nada —respondí, negando con la cabeza—. Solo una pequeña discusión entre los miembros de mi pandilla.

Antes de que pudiera añadir algo más, tuvimos que apartarnos para dejar pasar a los guardias que transportaban media docena de balistas, parte del trabajo que habíamos completado antes de comenzar con los arietes. Eran soldados de la capital, que habían venido expresamente para llevarse las armas de asedio.

—¿Para qué crees que las usarán? —preguntó Kiora en voz baja, casi susurrando.

—No tengo ni idea. Se supone que más allá de este pueblo, el mundo es un lugar armonioso —contesté—. Sin guerras ni conflictos.

A pesar de mis palabras, mi curiosidad era inmensa. Me preguntaba cómo lograban atravesar una arboleda tan espesa con semejantes instrumentos bélicos. Una tarea así debía ser casi imposible.

Nos detuvimos a observar cómo los soldados se llevaban las balistas, cuando un capataz comenzó a gritar desde la distancia:

—¡Vamos, gusanos! —vociferó a los obreros que se habían quedado mirando—. ¡Moveos!

Reanudamos el paso hacia la entrada y cruzamos el recinto. Giré la cabeza para ver a Saloscon y los demás acercándose desde lejos, pero mi distracción no pasó desapercibida. Sentí el latigazo en mi espalda antes de escuchar la reprimenda del capataz. El sol comenzaba a asomarse por el horizonte, y la mayoría de los obreros ya se encontraban dentro de los pabellones.

Bajos Hornos estaba dividido en tres grandes secciones: la serrería, la herrería y la cantera. Kiora y yo trabajábamos en el aserradero, mientras que mis amigos tenían sus puestos en la fragua.

El aserradero era un lugar colosal, con dos edificios situados a ambos lados: la carpintería y la ebanistería. Todo el conjunto estaba estratégicamente ubicado cerca del río, cuyo caudal no solo facilitaba el transporte de troncos, sino que también empujaba las aspas de los molinos que movían las sierras mecánicas. Allí fabricábamos piezas para construir viviendas, mangos para armamento, arcos, flechas y, como mencioné antes, componentes para armas de asedio.

Mientras nos dirigíamos a nuestros puestos, sentía cómo el cansancio y el malestar en mi estómago se combinaban con el peso de los pensamientos que llevaba encima. Aquel día parecía que sería eterno.

La jornada transcurría con normalidad. Kiora y yo manipulábamos las maderas para el montaje de los arietes cuando, de pronto, uno de nuestros compañeros soltó el martillo que sostenía y se dejó caer al suelo.

—¡No puedo más! —gritó, desesperado—. ¡Ya no lo aguanto!

—Resiste un poco, pronto será el día de la repartición —le dije mientras intentaba levantarlo.

—¡Suéltame! —Me apartó de un manotazo—. ¡Tú no lo entiendes! ¡Mi mujer ha muerto esta misma noche! ¡No me quedan fuerzas para seguir luchando por sobrevivir!

Tragué saliva, conmocionado por el rostro demacrado del hombre, que parecía cargado de años de sufrimiento.

—Por favor, todopoderoso Señor del Fuego —imploró mientras se inclinaba al suelo—, ruego escuche mis plegarias y me deje reunirme con mi familia en la otra vida. Le suplico que me acoja en su seno y me permita volver a...

Antes de que pudiera terminar su rezo, uno de los encargados del pabellón se acercó con furia y le ensartó un puñal en la nuca.

—¡Los rezos están prohibidos! —exclamó enfadado—. ¡A trabajar!

El cuerpo sin vida del desdichado se desplomó frente a mí, provocando que me quedara inmóvil por un instante.

—¿Tú también quieres morir? —preguntó el capataz, clavando sus ojos en mí.

Por suerte, Kiora reaccionó antes que yo y me dio un golpe en la espalda para sacarme del trance.

—Discúlpeme, Amo —dije rápidamente, apartando el cadáver de mis rodillas—. Volveré a mis labores.

No era la primera vez que veía morir a un compañero frente a mis ojos. Todo marginado que se postraba a rezar, ya fuera dentro o fuera de Bajos Hornos, era ejecutado sin piedad.

Gracias a los libros que Ádatost ha heredado en secreto, sabemos que cuando Álklanor fundó el reino y ocupó el trono hace quinientos años, vetó todas las religiones que existían hasta entonces. Antes de su coronación, la mayoría de las personas rendían fe a Proudon, el dios del Fuego. Existían templos donde se celebraban ceremonias dirigidas por sacerdotes, también conocidos como «Los Espirituales». Estos hombres afirmaban poder comunicarse con los todopoderosos y difundían sus mensajes divinos. Sin embargo, tras la investidura de Álklanor, los templos fueron destruidos, y los Espirituales se vieron obligados a abandonar sus doctrinas.

A pesar de ese angustioso incidente, el resto del día en el aserradero transcurrió de forma rutinaria. Kiora y yo continuamos trabajando sin descanso hasta que finalizó la jornada, momento en el que recibimos la chapa correspondiente de manos de nuestro encargado.

—Si quieres, puedo acompañaros a tus amigos y a ti a tomar un trago —me dijo Kiora con una sonrisa—. Hace mucho que no bebemos juntos.

—¿Y tu madre? —pregunté.

—Parece que su enfermedad está mejorando.

—¡Qué gran noticia! —exclamé con alivio—. Lo celebraremos otro día. Hoy es el decimocuarto cumpleaños de mi hermano, y quiero pasar la tarde a su lado.

—No hay problema, Éliar. Felicítale de mi parte.

Levanté el pulgar de mi mano derecha y asentí con la cabeza.

—Mis amigos pasarán por la Cripta Escamosa, ya sabes que no perdonan ni un día. Si quieres, puedes beber con ellos —le propuse.

Kiora me dio las gracias, y luego nos alejamos en direcciones opuestas.

Ya era media tarde y me dirigía a casa de mis padres cuando, de improviso, el repetido sonido de un cencerro proveniente de la plaza central llamó mi atención. Se trataba del pregonero, que con una pequeña barra de hierro golpeaba la campana cilíndrica que sostenía con la otra mano. Había llegado al pueblo a lomos de un enorme tejón lleno de cicatrices.

—¡Atención, atención! —gritaba a viva voz—. ¡Reclamo vuestra presencia para anunciaros un mensaje de la casa real!

En poco tiempo, la explanada de piedra situada en mitad del pueblo se llenó de gente, y el divulgador comenzó a transmitir el aviso.

—Ayer, poco antes del crepúsculo, la taberna de Oslok sufrió un grave percance. Unos forasteros armados asaltaron la Cripta Escamosa y se dieron a la fuga, no sin antes prender fuego al local. El ejército está buscando a esos bandidos, y cualquier información que podáis proporcionar podría facilitar su captura —Hizo una pausa para coger aire—. Tenemos constancia de que buscaban a un joven de pelo negro, que lleva un pendiente cilíndrico color grana en la oreja izquierda. Según parece, pertenece a una desdeñable banda de ladrones llamada la Banda del Lazo Blanco.

La muchedumbre comenzó a murmurar.

—Además del joven, también queremos interrogar al anciano que entró en la taberna momentos antes del desafortunado incendio —prosiguió—. Si tenéis información acerca de estos dos individuos, deberéis comunicársela a cualquiera de los guardias que patrullan por estas repugnantes calles. Asimismo, me dirigiré a Bajos Hornos para comunicar esta primicia a sus dirigentes. Cualquier reporte verídico será gratamente recompensado.

No sé muy bien cómo describir lo que sentí en ese momento.

—Si alguno de vosotros trata de ocultarnos información, lo pagará con su despreciable vida —concluyó con voz amenazante—. Eso es todo, ratas inmundas.

Para cuando el pregonero terminó de dar su advertencia, yo ya estaba alejándome del lugar con la capucha de mi chaqueta puesta. Mantenía la cabeza gacha, mientras un sinfín de pensamientos se agolpaba en mi mente.

—¿Qué voy a hacer ahora? —me pregunté para mis adentros—. Si el ejército se entera de que esos desalmados me persiguen para recuperar las joyas que les robé, seguro que me las confiscarán.




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