Capítulo 27 (La cantera de la desesperanza)
Con la noche enfriando la arena del desierto, seguimos a Earan con paso firme hacia el refugio. En el camino, Naile mencionó el radni como explicación para el tamaño de la liebre. Earan, lejos de parecer desconcertada, reaccionó con una calma que sugería que no era la primera vez que oía hablar de ello.
—Es allí —anunció, señalando con un dedo hacia la oscuridad—. Desde que la tempestad de arena devoró Nasud, nuestro pueblo, hemos vagado por el desierto. Hace un año encontramos esta antigua cantera y nos hemos refugiado en sus túneles desde entonces.
Tío Honoris redujo a la liebre con un movimiento de sus manos, y juntos descendimos al interior de un socavón.
En cuanto pusimos pie dentro, varias figuras surgieron de las sombras, asomándose cautelosas desde los conductos que conectaban las galerías.
—¿Quiénes son estos forasteros? —se atrevió a preguntar un hombre de aspecto demacrado, mientras daba un paso hacia nosotros.
—Los encontré perdidos en el desierto —respondió Earan, manteniendo su tono firme—. Parecen buenas personas. Tal vez puedan ayudarnos.
Sus palabras parecieron calmar, aunque no del todo, a los habitantes de la cantera. Poco a poco, el gentío comenzó a mostrarse con rostros desconfiados y hambrientos.
—¿Traen comida? —preguntó alguien al ver la liebre en brazos de Tío Honoris.
—No —respondió con claridad, dejando claro que no permitiría que el animal fuera sacrificado—. La necesitamos para continuar nuestro viaje.
Earan nos hizo un gesto para que la siguiéramos.
—Venid conmigo.
Mientras avanzábamos por los pasadizos oscuros, una mujer de ojos enrojecidos se acercó a Earan.
—¿Los has encontrado? —preguntó con un hilo de voz que apenas podía escucharse.
La joven agachó la cabeza y respondió con suavidad:
—Lo lamento.
El suelo pareció derrumbarse bajo la mujer, que cayó de rodillas emitiendo un desgarrador alarido de dolor.
—Su hijo fue uno de los que salieron en busca de comida —nos susurró Earan con tristeza, inclinándose para colocar una mano en el hombro de la madre.
Proseguimos por los túneles en silencio hasta llegar a una sala más amplia, iluminada tenuemente por un fuego improvisado. Allí, un niño lanzaba pequeñas piedras contra la pared, sin prestar atención a nada más.
—¡Koris, ya estoy aquí! —gritó Earan.
El niño alzó la vista, sus ojos se iluminaron y salió corriendo hacia ella.
—¡Has vuelto! —exclamó, rodeándola con sus brazos—. ¡No vuelvas a irte!
Pero cuando notó nuestra presencia, su rostro se oscureció, y se escondió tras su hermana.
—Tranquilo, no tienes nada que temer —le aseguró Earan con ternura—. No son nuestros enemigos.
Earan volvió la mirada hacia nosotros.
—Podéis pasar la noche aquí, bajo la protección de estas paredes.
—Te lo agradezco —respondió Tío Honoris con un tono serio—. Pero, si no te importa, quisiera hacerte unas preguntas antes de que descanses.
Earan se inclinó hacia un pequeño agujero en la roca y bebió el agua que había acumulado en su interior.
—Cada día, este boquete recoge unos pocos sorbos de agua —explicó mientras señalaba el hueco con un gesto tranquilo.
Tío Honoris se acercó, observándolo con atención.
—Debe ser una filtración subterránea —comentó Naile—. Quizá haya más como esta en otros puntos de la cantera.
Earan asintió.
—Las hay. Sé que puede sonar extraño, pero tengo la capacidad de localizarlas.
El anciano frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—No sé cómo explicarlo, pero lo siento dentro de mí —respondió con honestidad—. Es como si hubiera sido bendecida con este don.
Tío Honoris cruzó los brazos, pensativo.
—Entonces, toda esta gente depende de ti. Si algo te pasara, estarían condenados.
Earan se sentó junto a Koris y lo abrazó con delicadeza. Su mirada, aunque cansada, destilaba la misma fuerza que había mostrado desde que la conocimos.
—Dejemos este asunto peculiar por ahora —dijo Earan, mirando a Tío Honoris con cierto recelo—. Dime, ¿qué es lo que quieres de mí? Te escucho.
Nos acercamos a ella mientras su hermano observaba curioso desde el rincón.
—Tengo entendido que han pasado veinticinco años desde la última lluvia —prosiguió Tío Honoris, recuperando su tono grave—. Ese momento coincide con la aparición de las tormentas de arena.
Earan asintió, pero su expresión se mantuvo sombría.
—Así es.
—¿Tenéis alguna teoría sobre el motivo de estas desgracias? —preguntó el anciano, frunciendo el ceño.
—Supongo que el infortunio ha querido cebarse con mi gente.
—Esa explicación no me satisface —replicó Tío Honoris—. Nos acercamos a Niake y comprobamos que la tempestad se intensifica cerca de la metrópoli de Rajasa. Algo muy oscuro se oculta tras esa inmensa galerna. Sea lo que sea, estoy convencido de que es el causante de la sequía y de todo este sufrimiento.
Earan se levantó lentamente, apartando a Koris con cuidado.
—Mi padre decía lo mismo. Poco después, lo mataron.
Tío Honoris dio un paso al frente.
—¿Qué dijo exactamente? ¿Quién lo mató?
La joven cerró los ojos, llevándose las yemas de los dedos a los párpados, como si tratase de contener el dolor.
—No me gusta hablar de mi padre —murmuró—. ¿Por qué debería hacerlo contigo?
—Porque si logramos entender el origen de estas tormentas, quizás podamos detenerlas —respondió Tío Honoris con firmeza—. Y con ello, acabar con la sequía.
Earan suspiró profundamente, y tras un momento de silencio, accedió a hablar.
—Mi padre fue un médico y un investigador excepcional —comenzó, con una mezcla de orgullo y tristeza en su voz—. Todos en Nasud y los pueblos cercanos acudían a él cuando enfermaban o sufrían heridas. Estaba tan dedicado a su trabajo que, a menudo, no tenía tiempo para nosotros... para su familia.
—¡Eso no es cierto! —interrumpió Koris, visiblemente molesto—. ¡Mamá siempre decía que papá era un héroe que salvaba vidas! Por eso no podía estar tanto con nosotros como quería.
Earan bajó la mirada y asintió.
—Tienes razón, Koris. Papá era un héroe. Lo siento.
Después de consolar al niño con una caricia en la cabeza, continuó:
—Con los años, la sequía empeoró. Más gente enfermaba, más personas acudían a él. Finalmente, desesperado por la situación de Nasud, decidió organizar una expedición a Niake junto a algunos amigos de confianza —Hizo una breve pausa—. Pero volvió solo... Cubierto de sangre.
Tío Honoris y yo intercambiamos una mirada tensa, pero dejamos que Earan continuase.
—Los demás murieron. Nunca supimos qué pasó allí, pero algo cambió en él, no era el mismo hombre... Una noche nos reunió a mamá y a mí, para decirnos que no tardaría en ser asesinado.
Koris, ahora sentado junto a su hermana, escuchaba en silencio, con los ojos muy abiertos.
—Antes de que lo mataran, sacó este brazalete —Earan levantó la manga de su túnica, revelando una ajorca de color grana que brillaba bajo la tenue luz—. Me lo entregó y me pidió que lo llevara siempre conmig. Dijo que este objeto me protegería de cualquier peligro.
Miré el brazalete con detenimiento, y una sensación extraña me invadió. Algo en mi interior parecía reaccionar a él. Mi pendiente, colgando de mi oreja, se sentía... vivo. Era como si una fuerza invisible conectara ambos objetos.
—¿Qué es esta sensación? —me pregunté para mis adentros, sin atreverme a decirlo en voz alta.
—A la mañana siguiente, un grupo de hombres enmascarados llegó a la villa en busca de mi padre —continuó Earan con un hilo de voz—. Ofrecieron damajuanas de agua a cambio de su paradero, y los vecinos, traicionándole, aceptaron.
—Después de todo lo que hizo por ellos... ¡qué miserables! —murmuré entre dientes, incapaz de contener mi indignación.
La joven volvió a cubrirse los ojos con las manos, como si intentara ahogar los recuerdos.
—Los criminales entraron en casa y lo asesinaron sin miramientos —prosiguió con voz temblorosa—. Le abrieron el estómago y sacaron sus tripas delante de mis ojos. Ni siquiera nos permitieron enterrar su cuerpo; se lo llevaron arrastrándolo por las calles, ante la mirada atónita de los habitantes de Nasud.
Earan tuvo que detenerse para tomar aire, mientras yo apretaba los puños, sintiendo su dolor como si fuese el mío.
—De eso hace ya nueve años, pero... el recuerdo de sus gritos sigue atormentándome cada noche —añadió, con lágrimas brotando de sus ojos—. No sé por qué lo mataron. Él era una buena persona. Jamás habría hecho daño a nadie.
Tío Honoris, pensativo, lanzó una hipótesis:
—Seguramente, tu padre descubrió algo importante sobre el origen del temporal. Eso podría haberle condenado.
—Tal vez... —murmuró Earan, mientras apartaba la vista—. Pero nunca sabré la verdad.
—¿Recuerdas algo más sobre esos asesinos? —preguntó Tío Honoris, con el ceño fruncido.
La joven asintió.
—Sí. Volvieron al pueblo días después bajo el nombre de «los Cosechadores del Progreso». Desde entonces, comenzaron a recoger los cuerpos de los fallecidos. Y si no había cadáveres... se encargaban de matar a alguien al azar para llevárselo —Earan miró al techo y se secó las lágrimas—. Poco después, la arena tragó Nasud, y tuvimos que vagar por el desierto.
—Esas prácticas son... extrañas, por decirlo de algún modo —murmuró el anciano, perdiéndose en sus pensamientos.
—En Ástbur ocurre algo parecido —intervine—. Los guardias recogen los cuerpos de los marginados que mueren, incluso dentro de sus casas. Estamos obligados a entregárselos.
Earan nos miró, sorprendida.
—¿Vienes de la villa de marginados?
Tío Honoris se frotó la barbilla, pensativo.
—¿Será posible que ambos sucesos estén relacionados? —preguntó con intriga, más para sí mismo que para nosotros.
Earan continuó relatando su travesía hasta encontrar la cantera, asegurando que los mismos criminales que asesinaron a su padre, no habían dejado de hostigarles desde entonces.
—¿Y tu madre? —pregunté, dándome cuenta de que no la había mencionado hasta ahora.
Fue Koris quien respondió, con la voz cargada de amargura:
—Hace un año que esos malditos bastardos la mataron.
Sentí un nudo en la garganta mientras expresaba mi más sincero pésame.
—La asesinaron en uno de esos días en los que no tenían cadáveres que llevarse —explicó Earan, con un tono apagado pero firme—. Desde entonces, cada vez que regresan a la cantera, nuestros compatriotas nos esconden y enfrentan a esos bandidos en nuestro lugar. Ahora quizás entendáis por qué os dije aquello en Úkero. Si no fuera por Koris, hace mucho que yo misma habría acabado con mi vida.
—¡Te he dicho mil veces que no quiero escucharte decir esas tonterías! —gritó Koris, con lágrimas contenidas, antes de levantarse de golpe y salir corriendo hacia la oscuridad.
—¿A dónde vas? —preguntó su hermana, angustiada.
—¡Déjame en paz! Necesito tomar el aire.
Tío Honoris se levantó del suelo, cruzando las manos tras su espalda mientras observaba cómo Koris se alejaba cabreado.
—Imagino que el motivo por el que los supervivientes alojados en esta cantera os protegen es porque sienten que deben saldar una deuda por traicionar a vuestro padre —comentó con voz serena—. Aunque, claro está, también saben que eres la única capaz de proveerles de agua.
Earan asintió con la cabeza.
—Es cierto. Pero he de decir que, cuando conseguimos algo de alimento, Koris y yo somos los primeros en comer —admitió con cierto tono de resignación.
—¡Solo faltaría que fueseis los últimos! —solté, enfadado—. ¡Tú les das agua y encima traicionaron a tu padre!
Earan levantó las manos, pidiéndome que bajase la voz.
—Por favor, no lo hagas más difícil de lo que ya es... —dijo con un deje de tristeza—. De todas formas, nuestro destino está sellado, ya no quedan animales que cazar. Los suministros de comida están agotados, pero no pienso sacrificar a Egustam.
—¿Egus... qué? —pregunté, frunciendo el ceño.
—Egustam. Es el nombre de mi querido camello. Ha estado con mi familia desde antes de que yo naciera —respondió—. Lo amo. No podría matarlo, aunque eso signifique morir de hambre.
Mi anciano compañero, que había permanecido callado, alzó la vista con expresión grave.
—El comienzo de la sequía coincide con el momento en el que el rey te conoció durante la Ceremonia del Aventurado —murmuró preocupado—. Cada vez estoy más convencido de que la teoría de tu abuelo es cierta.
—¿Te refieres a lo que mencionó en su escrito sobre mi fecha de nacimiento? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
Él asintió, pensativo.
Earan, incapaz de ignorar nuestra conversación, interrumpió:
—Dijisteis que queríais ayudarnos. Pero decidme con sinceridad, ¿realmente hay algo que podáis hacer para aliviar nuestra desesperación?
Tío Honoris le sostuvo la mirada.
—La única manera de ayudaros sería traer de vuelta la lluvia —dijo, con tono firme—. Pero mientras esa tormenta siga ahuyentando las nubes, poco podemos hacer.
—¡Ya han muerto demasiados intentando llegar a Niake! —exclamó Earan, impotente—. ¡Todos los que se atrevieron a investigar jamás regresaron!
El viejo le respondió con una promesa clara:
—Si logramos llegar al final de nuestro viaje, te doy mi palabra de que volveremos y resolveremos el misterio.
Earan sacudió la cabeza, frustrada.
—Estoy harta de promesas vacías —murmuró, con el dolor asomando en sus ojos—. El líder de nuestro grupo, nuestro propio tío, dijo lo mismo hace ocho años cuando abandonamos Nasud. Prometió que regresaría con respuestas, pero nunca volvió.
Sus palabras quedaron flotando en el aire, cargadas de tristeza y escepticismo, cuando de pronto, un hombre agotado irrumpió en la sala, gritando.
—¡Han vuelto! —exclamó con el rostro descompuesto—. ¡Los Cosechadores del Progreso están llegando a la cantera!
El corazón de Earan pareció detenerse.
—¡Koris! —susurró con horror al recordar que su hermano estaba fuera, expuesto al peligro.
Echó a correr hacia la entrada de la guarida, y nosotros fuimos tras ella.
—¡Alto! —varios refugiados intentaron bloquear su paso—. ¡No salgas! ¡Es demasiado peligroso!
—¡Koris está ahí afuera! —gritó, desesperada, mientras apartaba a quienes se interponían—. ¡Que alguien lo traiga de vuelta, por favor!
Su voz retumbó como un grito desgarrador en la penumbra de la cantera.
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