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Capítulo 25 (La tempestad del desierto)

Día 37, Periodo del Viento, año 1314

—Vamos, debemos continuar la marcha —dijo Tío Honoris con firmeza, despertándome de mi letargo—. Ya hemos descansado lo suficiente.

—Ni siquiera ha salido el sol —murmuré entre bostezos, estirando los brazos con desgana—. Apenas había logrado conciliar un sueño profundo.

—Cállate y déjame concentrarme —replicó con un rostro serio que pocas veces mostraba—. Alguien se acerca desde el sureste.

Sus ojos permanecieron fijos en el horizonte mientras yo crujía los huesos de mi espalda, intentando despejarme.

—Es un grupo de siete personas, deben ser residentes del desierto —murmuró sin apartar la vista—. Deseo intercambiar unas palabras con su guía, pero no quiero que nos vean viajando en una liebre gigante. Avanzaremos a pie hasta cruzarnos con ellos.

Sin protestar, acepté la cantimplora y un par de frutas que me ofreció antes de comenzar la caminata por el yermo.

—Esa alforja tuya tiene algo especial, ¿verdad? —comenté entre mordiscos—. Parece que no hay límite para todo lo que sacas de ahí.

En lugar de responder, dejó escapar una carcajada jubilosa que resonó en el silencio del desierto.

El sol despuntó finalmente sobre la línea que separaba el cielo de las dunas interminables. En poco tiempo, el calor abrasador convirtió nuestro avance en una tarea ardua.

—Allí están —susurró Tío Honoris, señalando a un grupo que se acercaba lentamente entre los montículos de arena—. Mantén la boca cerrada y deja que yo hable.

Desde lejos, distinguí a seis figuras envueltas en túnicas y turbantes.

—¿No dijiste que eran siete? —le susurré, puntilloso—. Parece que no eres tan perfecto después de todo.

Tío Honoris me lanzó una mirada que bastó para que me callara.

—Hola, paisanos del sur —saludó alzando la mano en un gesto de cordialidad—. Somos exploradores del norte, venimos a inspeccionar el estado de la región arenosa.

El líder del grupo, un hombre de mirada endurecida por la vida, levantó una mano para silenciar a una mujer que sollozaba desconsoladamente.

—Permitidme daros un consejo —dijo con voz grave y solemne—. Daos la vuelta y regresad de donde habéis venido. En estas tierras no encontraréis más que muerte y sufrimiento.

El llanto de la mujer continuó, desgarrador y persistente.

—¡Deja ya de lamentarte! —rugió el hombre de forma repentina, haciéndome dar un pequeño respingo—. ¡Nuestro hijo no volverá por mucho que lo implores!

Se arrodilló frente a ella, sujetándola por los hombros con una mezcla de firmeza y desesperación.

—Escúchame, por favor —susurró—. No quiero perderte a ti también, con un entierro es más que suficiente. Necesito que te levantes, que encuentres fuerzas para ayudarme a guiar al resto.

La intensidad de sus palabras hizo que se me erizara la piel. El rostro desencajado del hombre confirmó las palabras de mi compañero: cuando divisó al grupo, realmente eran siete.

—Lamento mucho vuestra situación —intervino Tío Honoris con tono solemne, notablemente afectado por la escena—. Sé que puede sonar insensible en este momento, pero necesito haceros algunas preguntas.

El hombre se levantó de inmediato, plantándose frente a nosotros con una expresión de cansancio y recelo.

—Viejo, debemos llegar a las montañas que delimitan el desierto con las tierras del norte antes de que la muerte nos arrastre al más allá —dijo con gesto enfadado—. El tiempo nos apremia, no nos queda agua ni comida.

—Seré breve —aseguró—. ¿Cuál es la situación actual de la región?

—¡¿Te estás riendo de mí?! —el hombre le agarró de la pechera—. ¡Ya te he dicho que no hay vida en este desierto!

—Pero... ¿Qué hay de los pueblos y sus gentes? ¿Y Niake? Siempre fue una ciudad prospera y opulenta.

El líder de los migrantes le soltó a la vez que negaba con la cabeza.

—Niake era la encargada de abastecer a todos los pueblos de la región —respondió—. Pero hace veinticinco años que la ciudad ha quedado completamente incomunicada.

Veinticinco eran los años que yo tenía, por lo que el suceso que narraba coincidía con mi presencia en la Ceremonia del Aventurado y la tragedia de Quinnata.

—¿Quieres decir que desde el año mil doscientos ochenta y nueve, nadie ha vuelto a saber nada de Niake y sus gentes? —cuestionó Tío Honoris.

—Exacto —afirmó—. Una terrible tormenta de arena apareció de repente en la metrópoli de Rajasa y desde ese día no ha amainado.

El hombre hizo un gesto a sus compañeros para que continuasen la marcha.

—Desde entonces, los pueblos del desierto hemos vivido en penuria —desveló—. Al principio, podíamos sobrevivir con las reservas guardadas para épocas de sequía. Pero veinticinco años sin lluvia son demasiados, nos hemos quedado sin agua, sin plantas y sin animales a los que sacrificar.

Su aspecto desnutrido le acreditaba.

—De no ser por nuestra desesperanza no nos veríamos obligados a migrar al norte —aclaró—. Dejar atrás nuestro hogar y el de nuestros antepasados no es fácil, ¿pero, que otra cosa podemos hacer?

El anciano le dio la razón.

—Estáis en vuestro derecho de reclamar vuestro lugar en las tierras del norte —aseguró—. Al fin y al cabo, sois residentes de Félandan.

El grupo de seis comenzó a alejarse de nuestra posición.

—Si a pesar de mis advertencias decidís continuar, debéis saber que, además del temporal, tenéis que tener mucho cuidado con un grupo de criminales que se hacen llamar a sí mismos cómo «los Cosechadores del Progreso» —nos avisó—. No sé exactamente cual es su propósito, pero se dedican a recoger los cadáveres de nuestros compatriotas caídos.

Tío Honoris le agradeció la información y les deseo mucha suerte en su éxodo.

—No me has dejado acabar la prevención —añadió—. Esos tipos son asesinos sin escrúpulos, cuando no tienen cadáveres que recoger, no dudan en matar a cualquiera que no sea de su organización.

—¡Estaré avizor! —exclamó con rostro preocupado.

Una vez nos alejamos de ellos, el viejo decidió que ya era momento de aumentar de tamaño a la liebre.

—Tal vez sea insensato, pero quiero ver esas tormentas de arena con mis propios ojos —dijo con rostro decidido—. Retrocederemos si percibo que nuestras vidas corren peligro.

Nos subimos a lomos del gigantesco animal y pusimos rumbo a Niake.

Al poco de avanzar en dirección a la ciudad más grande del desierto, nos dimos cuenta de que el temporal empeoraba considerablemente. La arena, impulsada por ráfagas cada vez más violentas, azotaba nuestras caras como pequeñas cuchillas.

—Casi no puedo abrir los ojos —dije con dificultad para respirar y la boca reseca por el polvo—. Creo que deberíamos retroceder.

—¡Aguanta un poco más!

Incluso la liebre, que hasta ahora había demostrado ser un transporte formidable, comenzaba a flaquear.

—El viento sopla demasiado fuerte, y la arena nos impide ver más allá de un palmo —añadí, cubriéndome el rostro con el brazo—. No seas terco, volvamos por donde vinimos.

La expresión de Tío Honoris reflejaba claramente su indignación.

—¿Qué habrá oculto tras esta descomunal galerna? —murmuró, más para sí mismo que para mí, mientras fruncía el ceño con evidente frustración.

De repente, su mirada enfurecida se transformó en puro temor.

—¡Éliarag, cúbrete el rostro con la capucha, rápido! —me advirtió con urgencia.

—¿Qué ocurre? —pregunté, confuso, mientras ajustaba mi capucha.

Sin responder, el viejo tiró bruscamente de las riendas de la liebre, obligándola a retroceder con un movimiento desesperado.

—¡Ese tornado de allí tiene ojos! —gritó fuera de sí—. ¡No dejes que descubra la cicatriz de tu cara!

Miré hacia los ciclones y mi sangre se heló. A través de la tempestad de arena, pude distinguir lo que parecían ojos oscuros y despiadados, brillando con una vida siniestra. Los tornados no eran solo fenómenos naturales; tenían intención, un propósito. Y estaban observándonos.

Los ciclones comenzaron a avanzar hacia nosotros como si tuvieran voluntad propia, girando cada vez más rápido, y Tío Honoris no tuvo más remedio que recurrir a sus poderes.

—¡Astnefed iruz! —exclamó, extendiendo ambas manos hacia adelante.

Un aura blanquecina apareció de la nada, envolviéndonos en una esfera protectora que bloqueó el impacto de los pedruscos de caliza que el viento arrojaba contra nosotros.

—¡No mires atrás! —ordenó con un tono que no admitía réplica—. ¡Agacha la cabeza y sujétate!

Obedecí sin rechistar, sintiendo cómo el escudo vibraba con cada embate de la tormenta. Finalmente, tras una angustiosa huida, logramos alejarnos lo suficiente para que los ciclones se detuvieran, como si hubieran perdido interés en nosotros.

—¿Qué demonios eran esas cosas? —pregunté con la respiración entrecortada y el corazón todavía acelerado—. Juraría que estaban vivos.

—Temo que mis peores presagios puedan cumplirse —murmuró Tío Honoris, todavía con el rostro desencajado—. Esto solo puede ser obra del séptimo dios... el traidor.

Sus palabras me dejaron atónito. Intenté procesar lo que acababa de escuchar, pero no lograba entender.

—¿Los dioses no son solo leyendas del pasado? —cuestioné, intentando encontrar lógica en sus palabras.

El anciano se llevó una mano a la frente.

—Tienes mucho que aprender acerca de este mundo —respondió cabizbajo—. Pero conmigo al lado, irás adquiriendo conocimiento conforme avancemos en el viaje.

Volteó la cabeza para mirar en dirección a las tormentas, que ahora eran poco más que remolinos distantes en el horizonte.

—Está claro que esas galernas están ocultando la ciudad de Niake por alguna razón —añadió—. Y me irrita el hecho de ser incapaz de averiguarlo.

Aunque resignado, decidió rodear la tempestad de arena y continuar hacia el país de los cuatrobrazos, tomando el camino que atravesaba el sur de la Región de Rajasa.

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