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Capítulo 20 (La Ciudad del Concierto)

Día 34, Periodo del Viento, año 1314

Cuando abrí los ojos, un dolor punzante me recorrió la cabeza. Parpadeé varias veces, tratando de aclarar mi visión.

—¿Dónde diantres estoy? —murmuré, sintiéndome completamente desorientado.

El sol ya estaba alto, indicando que había amanecido hacía tiempo. Miré a mi alrededor, tratando de entender mi situación, y para mi sorpresa, mi caballo estaba pacíficamente a mi lado. Intenté incorporarme, pero mis piernas no me respondieron y caí al suelo.

—¿Qué me ocurre? —protesté en voz baja.

El corcel, con un gesto que parecía lleno de comprensión, utilizó su cabeza para ayudarme a levantarme. Me apoyé en él mientras trataba de ordenar mis pensamientos.

—No recuerdo cómo he llegado hasta aquí... —murmuré, boquiabierto.

Al observar mi entorno, noté que estaba en una ciudad bulliciosa y desbordante de actividad. Las fachadas de los edificios eran de un blanco reluciente, y sus tejados, de un azul intenso. No cabía duda: estaba en Álonar.

—¿Cómo es posible? —pregunté en voz baja, incapaz de encontrar respuestas—. ¿Qué ha pasado?

Antes de poder procesarlo, un comerciante pasó junto a mí, tirando de su carro cargado de mercancías.

—¡Aparta del camino, chico! —me recriminó con brusquedad.

Me apresuré a moverme hacia un lado, llevando las riendas del caballo conmigo. Me senté en un muro de piedra cercano y me froté los ojos, todavía abrumado por el espectáculo de la ciudad. Mientras buscaba en mis bolsillos la plantiquina para calmar mis nervios, mis dedos tropezaron con algo inesperado.

—¿Qué es esto? —saqué un pequeño grupo de hongos y los observé con atención—. ¿Hongos alucinógenos?

No pude evitar reír. Los reconocí como una peligrosa especie de níscalos que, si se ingieren, provocan alucinaciones antes de dejarte inconsciente. Los había visto crecer en las zonas más húmedas y sombrías de las arboledas que rodeaban mi villa.

—Debí comerlos en algún momento del camino, sin darme cuenta —concluí entre carcajadas—. Eso explicaría cómo llegué aquí sin ser consciente.

Con una sonrisa irónica, aplasté los níscalos con la mano y me levanté, todavía riendo como un loco.

—Seguramente todo esto empezó justo antes de toparme con esos cazadores idiotas —me dije a mí mismo—. ¡Qué imaginación tengo! Un hongo parlante y una tierra con plantas y animales humanizados... ¡Qué disparate tan entretenido!

La gente a mi alrededor me miraba con desconcierto, algunos incluso con cierto temor, pero no me importaba. Las carcajadas seguían brotando de mí como una corriente incontrolable.

—¿Un árbol que transforma plantas en humanoides y un pico que otorga forma humana a los animales? ¿Granjas donde se crían personas como ganado? ¡Qué historia tan ridícula... pero fascinante!

Aunque mi mente había perdido el recuerdo de cómo llegué a Álonar, la realidad era que me encontraba dentro de sus vastas calles. No quise darle demasiadas vueltas a la manera en que logré entrar en la ciudad; supuse que ingerir aquellos hongos alucinógenos me había hecho perder la memoria.

Me levanté del muro donde había estado sentado y alcé la vista al frente.

—Es increíble —murmuré fascinado.

La Ciudad del Concierto era un lugar cautivador. Sus edificios, con fachadas blancas impecables, resaltaban sobre el suelo cubierto de guijarros azul cobalto. El sol irradiaba con fuerza sobre los tejados celestes, haciendo que las avenidas repletas de comercios brillaran aún más. Torres imponentes rodeaban la ciudad, adornadas con banderas que lucían el símbolo de la monarquía. Entre ellas, unas enormes almenaras destacaban por su diseño meticuloso y su estratégica disposición.

Avancé despacio, llevando las riendas del caballo en la mano, y no pude evitar comparar este lugar con mi hogar en Ástbur. Incluso las palomas parecían tener qué comer. Migas de pan que en mi pueblo habrían desatado peleas, aquí eran simplemente alimento para los pájaros.

Mientras caminaba, algo llamó mi atención: un puesto de comida.

—¿Puedo comprar uno de esos? —pregunté, señalando la mercancía sobre el mostrador.

—¿Una brocheta de pollo asado?

Asentí mientras mi boca comenzaba a salivar.

—¡Todo depende de si tienes dinero! —bromeó el tendero, entre risas.

Metí la mano en el zurrón que llevaba colgado y saqué un puñado de las monedas que Naizy me había dejado.

—Son cinco alpequines —dijo el hombre, sin perder la sonrisa.

—Uno, dos, tres... —comencé a contar en voz alta.

Mientras enumeraba las monedas, un grupo de guardias armados pasó a caballo justo detrás de mí.

—¿A dónde irán con tanta prisa? —preguntó intrigado el tendero.

—¿Acaso no te has enterado? —respondió uno de los clientes—. Están buscando a un joven que atacó al rey en la conferencia de Dárasen hace unos días. Dicen que tiene una cicatriz característica en la parte izquierda de la cara. Además, han descubierto que es un marginado a la fuga.

Mis manos temblaron ligeramente mientras cogía la brocheta y dejaba el dinero sobre el mostrador. Sin perder un instante, desaparecí entre la multitud. Tenía que darme prisa.

Debía encontrar el lugar que se me había aparecido en la visión antes de que el ejército, alertado por mi condición y cicatriz, lograse dar conmigo.

Mientras avanzaba con rapidez, no pude evitar que mi mente se desviara hacia mi familia. ¿Estarían bien? Mi huida podía haberles supuesto un castigo terrible. El simple pensamiento de que mi imprudencia pudiera haberles puesto en peligro me retorcía el estómago...

Me cubrí la cabeza con la capucha y, con las riendas del caballo en la mano, subí hacia la zona alta de la ciudad. Desde allí podría tener una vista panorámica de la urbe y sus alrededores.

En efecto, no tardé en divisar las colinas que rodeaban la ciudad, coronadas por molinos de viento.

—Debe de ser por allí —murmuré.

Subí al caballo y le ordené avanzar hacia la pasarela de piedra que comunicaba con los cerros. Para mi fortuna, no había ningún guardia patrullando la salida hacia las montañas. Quizá no creían que el fugitivo al que buscaban hubiera llegado tan lejos.

Con el corazón acelerado y mi mente fija en la visión, emprendí el camino hacia el destino que me había marcado el extraño sueño.

Finalmente, tras dejar atrás los molinos, la vi. Una curiosa casa de haya situada sobre un pequeño collado. A la izquierda de la fachada, una roca con forma de lobo parecía vigilar la entrada, como un guardián silencioso.

Me bajé del caballo, pero el intenso piar de dos aves me sobresaltó.

—No puede ser... —murmuré incrédulo—. Son los dos pájaros que solían acompañarme en las visitas a la tumba de mi abuelo. ¿Qué estáis haciendo tan lejos de Ástbur?

Las aves cantaban con fuerza, revoloteando a mi alrededor, como si intentasen decirme algo.

—¡Apartad! —exclamé, agitando una mano para alejar al de plumaje rojo, que intentaba posarse sobre mi hombro—. ¡No tengo tiempo para dos estúpidos pájaros!

Dejé al caballo atado al tronco de un árbol cercano y avancé hasta la entrada de la casa. Toqué la puerta varias veces.

—¿Hola? —voceé, aunque mi voz se perdió en el silencio.

Nadie respondió. Me fijé en una ventana que permanecía entreabierta, y tras asegurarme de que no había nadie cerca, decidí entrar.

—¿Hola? —repetí mientras exploraba el interior.

Avancé con pasos cautelosos, observando cada rincón. Los dibujos enmarcados que decoraban las paredes captaron mi atención. Había paisajes magníficamente detallados, pero también algunos retratos.

—¿Qué narices...? —susurré al detenerme frente a un enorme lienzo en una de las habitaciones.

Dos personas se abrazaban en la pintura. Reconocí de inmediato a una de ellas: era mi abuelo.

Toqué suavemente el cuadro con mi mano izquierda, como si con ello pudiera obtener alguna respuesta.

—¿Qué significa esto? —murmuré, con la voz apenas audible—. ¿Por qué está el retrato de mi abuelo en una casa fuera de la villa de marginados?

El desconcierto no me detuvo. Continué explorando los pasillos acogedores, buscando el cofre que había visto en mi visión, y al llegar al salón, un curioso mueble de caoba llamó mi atención. Era idéntico al que había aparecido en mi mente tras el contacto con el rey. Me acerqué con cautela, pero el cofre no estaba. Tan solo un montón de papeles desordenados ocupaban el lugar.

—¿Dónde buscaré ahora? —me pregunté mientras comenzaba a revisar los pliegos con manos temblorosas.

Uno de los documentos sobresalió del resto, y mi curiosidad me obligó a leerlo:

ORDEN DE BUSCA Y CAPTURA.
Culpado por traición a la corona real, el peligroso malhechor, Urbirus Menser, deberá pagar ante la justicia por los delitos que se le imputan. Se ofrecen cincuenta mil alpequines por su cuerpo, con vida o sin ella.
Firmado: Su Majestad Rockern, rey de Félandan.

El texto venía acompañado de un retrato. Reconocí al hombre dibujado; era el mismo que aparecía abrazado a mi abuelo en el lienzo del salón. El desconcierto se convirtió en inquietud. Continué rebuscando hasta que otro escrito capturó toda mi atención. Lo leí con el corazón encogido:

ORDEN DE BUSCA Y CAPTURA.
Culpado por traición a la corona real, el peligroso malhechor, Frouran Páradan, deberá pagar ante la justicia por los delitos que se le imputan. Se ofrecen doscientos mil alpequines por su cuerpo, con vida o sin ella.
Firmado: Su Majestad Rockern, rey de Félandan.

Mi pulso se aceleró. Aquel nombre me resultaba dolorosamente familiar... ¡Era mi abuelo!

Solté el papel con dedos temblorosos, incapaz de procesar lo que acababa de leer. El apellido que lo acompañaba era diferente, pero el retrato no dejaba lugar a dudas: aquel hombre dibujado era él. Su rostro estaba perfectamente representado, y detrás de su nombre aparecía el mismo apellido que Rockern había pronunciado cuando se dirigió a mí en la conferencia.

¿Qué significaba todo esto? ¿Quién era realmente mi abuelo? Y, lo más desconcertante, ¿por qué el rey lo había perseguido con tanto ahínco?

Al agacharme para recoger los papeles que se habían dispersado por el suelo, algo más captó mi atención: una carta, escrita con su inconfundible caligrafía.

Querido amigo:
Me temo que las sospechas se han convertido en verdades irrefutables. No cabe duda, la monarquía oculta un gran secreto que, de ser revelado, podría desmoronar su reinado. Tengo el presentimiento de que sus misteriosas actuaciones están conectadas, de alguna forma, con el demonio que Álklanor derrotó hace ya más de quinientos años.

Tal vez he pecado de ingenuo, y temo haber confiado en quienes no debía. Por ahora, no puedo compartir contigo mi teoría, ya que hacerlo pondría en grave peligro a todos los miembros del batallón. Este enigma debo resolverlo solo.

Desde este momento, «el Escuadrón de Cinco Llamas» queda oficialmente disuelto. Os pido, por favor, que seáis extremadamente cautos. Cambiad de nombres, rehaced vuestras vidas lejos de todo lo que nos vincule. Suspended todas las misiones asignadas y poned vuestra seguridad por encima de cualquier otra cosa. No intentéis contactarme. No tendréis noticias mías hasta que haya desentrañado este misterio.

Atentamente:
Frouran Páradan, capitán del Escuadrón de Cinco Llamas.

—¿Otra vez ese apellido? —me pregunté, incapaz de comprender la magnitud de lo que tenía frente a mí—. ¿Mi abuelo era capitán? ¿Qué clase de broma es esta?

Mis pensamientos fueron interrumpidos por un ronquido profundo, que delató la presencia de alguien más en la casa. Mi pulso se aceleró, y avancé con pasos lentos hacia el lugar de donde provenía el sonido.

Al llegar a una pequeña habitación, mi sorpresa fue mayúscula: un hombre de barba larga y ondulada dormía profundamente en un sillón pardo frente a una ventana redonda. Su respiración era tan fuerte que los pelos de su bigote se movían al compás de cada exhalación.

—¿Hola? —murmuré, intentando no sobresaltarlo mientras la carga emocional de las revelaciones seguía cayendo sobre mí.

Mis palabras despertaron al hombre, que abrió lentamente los párpados.

—Disculpe mi descaro, pero, ¿podría ayudarme? —le pregunté con cautela.

El hombre volvió a cerrar los ojos, dejando escapar un leve gruñido, mientras sus gruesos labios se movían en un murmullo incomprensible.

—Usted debe ser Urbirus, ¿verdad? —añadí, elevando el tono de voz con más decisión—. Solo quiero hacerle algunas preguntas.

Al escuchar su nombre, el hombre reaccionó con un grito ensordecedor que me hizo dar un brinco hacia atrás.

—¡Ahh! ¿Quién demonios eres tú? ¿Por qué has entrado en mi casa? —gritó, abalanzándose sobre mí con una agilidad sorprendente para alguien de su edad. Antes de que pudiera reaccionar, me arrojó al suelo y comenzó a presionarme el cuello con fuerza—. ¿De dónde has sacado ese nombre?

—Perdóneme, no quería asustarle —balbuceé, sintiendo cómo el aire me abandonaba—. ¡Soy el nieto de Frouran!


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