Capítulo 2 (El filo de la forastera)
La figura del centro dio un paso adelante. No era un hombre, como inicialmente pensé, sino una mujer. Su mirada atravesaba el lugar como una hoja afilada.
—¡Hola! —dijo con voz clara, cargada de autoridad.
La taberna quedó en silencio absoluto. Nadie osó abrir la boca.
—Estamos buscando a un joven de pelo negro. Tiene un pendiente cilíndrico color grana en la oreja izquierda —dijo la mujer, mientras se echaba hacia atrás la capucha y sacaba de su bolsillo un frasco de licor—. Según nos han informado, pertenece a un grupo llamado «la Banda del Lazo Blanco», y los testimonios de varios transeúntes nos han guiado hasta este antro.
—¿Sois de por aquí? —preguntó Oslok, entre desconfiado y curioso—. Nunca os había visto antes.
La mujer alzó el frasco con indiferencia y comenzó a beber. Su gesto provocó una reacción inmediata en el tabernero.
—¡Nadie puede entrar en mi local con su propia bebida! —gritó, enojado, mientras golpeaba la barra con un paño manchado de sangre—. ¡Vas a lamentar...!
La forastera no esperó a que terminara. Con un movimiento rápido y lleno de rabia, le lanzó el frasco. Este rozó la cabeza de Oslok y terminó impactando contra las damajuanas de las baldas, rompiéndolas en cientos de añicos.
—¡Guarda tu oscura lengua, esbirro del demonio! —espetó la mujer, con voz cortante.
La determinación en sus palabras dejó a Oslok mudo y retrocediendo instintivamente hacia la bodega. La mujer giró la vista hacia los clientes.
—¡Vamos, borrachos! ¡Decidme dónde está el muchacho o tendré que sacároslo a la fuerza!
—¿Por qué levantas la voz de esa manera? —intervino Boraku, uno de los tipos más peligrosos del pueblo, mientras se levantaba pesadamente de su silla—. Me has despertado de la siesta.
Boraku, todavía mareado por el alcohol, caminó tambaleándose hacia los recién llegados. Su imponente altura obligó a la mujer a alzar la vista para mirarlo directamente.
—¿Qué demonios quieres? —dijo Boraku con un gruñido, mientras se acercaba un paso más—. ¡Fuera de aquí!
Aproveché el enfrentamiento para poner mi chaqueta a Saloscon y esconderme rápidamente debajo de la mesa.
—Maldito farsante —susurró la mujer entre risas contenidas—. Si te alzas sobre el resto, supongo que tienes la información que necesito.
El comentario no hizo más que sacar de quicio a Boraku, que, con un rugido, levantó su puño derecho, listo para golpearla.
—Yo no tengo miedo a nada ni a nadie —dijo la mujer, apretando los dientes mientras desenvainaba la espada que llevaba oculta bajo su capa.
El filo del arma cortó el aire, dejando tras de sí un leve destello que parecía chispear como rayos fugaces, y alcanzando el cuello de Boraku antes de que pudiera siquiera rozarla. Un profundo tajo hizo que la sangre brotara en borbotones, empapando el suelo. Boraku cayó al piso con un gemido desgarrador.
—¡Aaagghhh! —su agonía trajo el terror a la taberna.
La mujer no vaciló. Con un movimiento preciso, cortó el cuello de su víctima, y la cabeza rodó por el suelo hasta detenerse contra la barra. Los presentes, atónitos, quedaron paralizados.
—No lo volveré a repetir —dijo la forastera, con tono afilado, como la espada que sostenía—. Decidme dónde está el tipo del pendiente.
La determinación en sus ojos hizo que incluso los borrachos más temerarios comenzaran a señalar en nuestra dirección, aterrados. Mis amigos permanecieron en silencio, pero la tensión en sus cuerpos era evidente.
La mujer avanzó con pasos firmes y agarró al único que estaba de espaldas.
—Vas a venir conmigo —le susurró con un tono que helaba la sangre—. Tú y yo tenemos que hablar.
Cuando tiró de la caperuza y vio que no era quien buscaba, dejó escapar un grito ensordecedor, lleno de frustración.
—¡¿Dónde diantre está?!
Saloscon intentó hablar, pero su boca solo emitió torpes balbuceos. La mujer, al ver su reacción, apretó su mano alrededor del cuello de mi amigo.
—Ya veo —dijo con una mueca de desprecio—. Debe haberse escondido debajo de la mesa, ¿no es así?
Nuestros corazones latían con tanta fuerza que parecía que iban a explotar. La tensión era insoportable. Sabíamos que aquellos forasteros no dudarían en matarnos si no conseguían lo que buscaban.
La mujer se agachó para inspeccionar bajo la mesa, pero no encontró nada.
—¡No puede ser! —gritó, frustrada—. ¡Es imposible!
Tocó las maderas del suelo con la punta de su espada y pronto descubrió el secreto: los tablones sueltos que usábamos para entrar y salir de la taberna a escondidas, y que también utilizábamos para robar botellas y plantiquina.
—¡Vamos, no puede haberse ido muy lejos! —ordenó con furia—. ¡Tenemos que encontrarle!
Los tres forasteros se disponían a abandonar la taberna cuando, de pronto, las puertas batientes volvieron a chirriar.
—¿Alguien sería tan amable de ayudar a este pobre anciano?
Se trataba del viejo que pasaba los días sentado bajo los tilos en la entrada de la arboleda, siempre fumando y bebiendo en soledad. Un hombre extraño, rodeado constantemente de palomas. Nadie le había visto interactuar con los demás marginados, y corría el rumor de que era mudo. Aunque más de uno había intentado atracarle, los animales del bosque acudían en su ayuda, espantando a los agresores. Nadie sabía de dónde sacaba los licores ni la plantiquina que consumía, pero llevaba más de quince años con los mismos hábitos.
—Aparta de nuestro camino —gruñó uno de los encapuchados, empujándolo para abrirse paso. Sin embargo, para su sorpresa, los pies del anciano no se movieron ni un ápice—. ¿Te has quedado pegado al suelo?
El viejo esbozó una sonrisa antes de abrir la boca.
—¿Seríais tan amables de encenderme este liadillo?
La mujer que había decapitado a Boraku lo miró con desconcierto. Uno de sus compañeros, aunque irritado, se acercó para encenderle el cigarro con el suyo propio. El anciano inhaló con calma y exhaló una espesa nube de humo antes de murmurar:
—Gracias, eso es todo lo que necesitaba. ¡Jiejiejie!
—¡Idiota! ¡Se está burlando de ti! —rugió la líder de los encapuchados mientras avanzaba hacia él con pasos firmes—. Creí que este miserable estaría muerto hace tiempo, pero aquí está, más patético que nunca.
Se puso frente a él y lo miro con una mezcla entre pena y desprecio.
—De no ser por esa estúpida risa, jamás te habría reconocido. ¡Mírate! Andrajoso, sucio... hecho un espectro de lo que fuiste.
El semblante del anciano, hasta ahora alegre y relajado, se tornó serio al verla de cerca. Por un instante, sus ojos parecían estar contemplando un fantasma. La escena dejó confundidos incluso a los compañeros de la mujer.
—¿Os conocéis? —preguntó uno de los forasteros, rompiendo el silencio.
El anciano respondió con un tenso silencio, que poco después se rompió con otra de sus carcajadas extrañas.
—No tientes a la suerte —advirtió la mujer, con mirada desafiante—. Yo no titubeo ante nadie, ya deberías saberlo.
Sin perder la calma, el anciano sacó un frasco de su bolsillo y bebió más de la mitad de su contenido de un solo trago.
—Lo sé.
Con un movimiento deliberado, acercó el liadillo a sus labios. La mujer, al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, abrió los ojos con horror.
—¡Maldito desgraciado, no estás bebiendo alcohol! —gritó, fuera de sí—. ¡Eso es...!
El anciano sonrió con malicia antes de encender el cigarrillo.
—¡Poneos a cubierto! —ordenó la líder, retrocediendo apresuradamente.
Un instante después, el viejo sopló con fuerza y una descomunal llamarada salió de su boca, envolviendo la taberna en llamas. El fuego se propagó con una rapidez anormal y el humo lo cubrió todo, haciendo imposible ver más allá de un palmo. Los forasteros fueron los primeros en escapar, pero al notar un grupo de guardias acercándose a la zona, no tuvieron más remedio que huir. Cortaron las cuerdas que sujetaban a sus caballos con el carruaje y se marcharon a toda velocidad, montados en los corceles.
Mis amigos también lograron abandonar la taberna a tiempo. Tan pronto como los vi, corrí hacia ellos.
—¿Estáis bien? —pregunté con preocupación.
Ádatost, con el rostro descompuesto por la furia, me agarró de la pechera y apretó los dientes.
—¡Desgraciado! —gritó antes de golpearme con fuerza en la cara.
Saloscon y Galiestre lo sujetaron por detrás mientras yo daba un par de pasos hacia atrás, limpiándome las gotas de sangre que caían por mi nariz.
—¡Conseguirás que nos maten a todos! —vociferó Ádatost—. ¡Esos tipos volverán para recuperar lo que les has robado, y saben que te conocemos! ¡Si les ocurre algo a mis hijas, juro que seré yo mismo quien acabe contigo!
Sus palabras me calaron hondo.
—¿A dónde crees que vas? —gritó mientras me alejaba despacio, con el zurrón al hombro—. ¡Eres un miserable cobarde! ¡Crece de una maldita vez, ya no eres un niño!
Aunque no miré hacia atrás, sabía que mis amigos podían ver las lágrimas que empezaban a llenar mis ojos. Eché a correr y pronto me alejé del lugar.
Con los sentimientos enfrentados, continué avanzando hacia el único lugar donde podía encontrar algo de paz: la tumba de mi abuelo. Rodeé el pueblo por su lado oeste hasta llegar a un matorral a la entrada del bosque. Allí, en un pequeño espacio de tierra arcillosa, mis padres enterraron su cuerpo.
—Abuelo... —musité—. Parece que poco a poco nuestro sueño va perdiendo fuerza.
Me senté junto al montículo de tierra, donde un fragmento de lanza, robado hace años en Bajos Hornos, señalaba el lugar exacto en el que yacían sus huesos. Desaté el pañuelo que adornaba el trozo de acero y lo sacudí para limpiarlo del polvo acumulado. Luego, lo volví a anudar con cuidado.
—Así está mejor —sonreí, satisfecho—. Ahora es casi tan blanco como el mío.
Me tumbé a su lado y, como siempre, comencé a hablar como si mi abuelo realmente pudiera escucharme. Por extraño que parezca, exteriorizar mis pensamientos en ese lugar me reconfortaba enormemente.
—Tal vez tengas razón —dije, fingiendo que respondía a palabras imaginarias de mi antecesor—. Si utilizo las joyas para escapar y tratar de comenzar una nueva vida, mis amigos podrían sufrir las consecuencias.
Con un suspiro, me levanté y comencé a excavar cerca de sus restos.
—Será mejor que las esconda aquí, a tu lado, para que puedas protegerlas —murmuré—. Volveré a por ellas cuando esos forasteros regresan a buscarlas.
Los dos pájaros que solían acompañarme en la entrada de la Cripta Escamosa también estaban allí, observándome con curiosidad. El de plumaje rojo se posó en mi hombro izquierdo, mientras el azul se quedó vigilante desde la rama de un árbol cercano.
—¿Vosotros también queréis darme consejo? —pregunté con entre risas—. Estoy empezando a perder la cabeza.
En ese instante, el sonido de unas pisadas me puso en alerta. Me detuve y giré rápidamente hacia el origen del ruido.
—¡Hola! —saludó una voz, despreocupada y llena de energía.
Una joven de pelo rubio y ojos verdes apareció ante mí. Nunca antes la había visto por el pueblo. Su presencia, inesperada y serena, me dejó perplejo.
—Se avecina una noche agradable, ¿no crees? —dijo, mientras pasaba muy cerca de mí.
Con un gesto despreocupado, me guiñó un ojo antes de continuar su camino hacia el bosque.
Tragué saliva, con el cuerpo tenso. Aquel gesto tan casual y confiado había logrado ponerme los pelos de punta.
—¿Quién demonios es? —me pregunté en voz baja—. ¿Por qué se ha metido en el bosque? ¿Acaso no es una marginada?
Mi mente se llenó de preguntas, pero el piar de las aves sobre mi hombro me devolvió al presente. Miré hacia el montículo y recordé que aún debía terminar de tapar la alforja. Volví a centrarme en mi tarea, aunque la imagen de aquella joven siguió rondando en mi cabeza.
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