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Capítulo 16 (Caminando sin regreso)

Día 31, Periodo del Viento, año 1314

Los primeros rayos de luz que se filtraron por el ventanillo de la habitación me despertaron.

—Menuda noche —murmuré entre bostezos, estirándome.

Me giré para acariciar los largos cabellos dorados de mi compañera, pero mi mano no encontró nada.

—¡¿Naizy?! —grité sobresaltado, al darme cuenta de que estaba solo.

Me incorporé de un salto, con el corazón acelerado.

—¡Será desgraciada! —exclamé enfadado—. ¡Se ha marchado!

Revisé toda la habitación, buscando el diario de mi abuelo, pero no había ni rastro. Mi mirada se detuvo entonces en una nota sobre la mesilla, junto a un pequeño puñado de monedas.

Cogí el papel con manos temblorosas y lo leí:

Éliar, me caes bien, no es nada personal, pero necesito llevarme el diario escrito por Dorge Alonsuar. Creo que me será de gran ayuda para encontrar a mi hermana. Lamento decirte que no podemos seguir avanzando juntos; el ejército te está buscando, y solo me traerías más problemas de los que ya tengo.

Te dejo el caballo para que viajes a Álonar y un poco de dinero para que puedas comprar comida a un mercader. Ten mucho cuidado y no te fíes de nadie.

P.D.: También me he llevado la chaqueta, pertenecía a mi padre antes de que muriera, y me da fuerzas para seguir adelante.

P.D.2.: Los orgasmos no han sido fingidos, idiota.

Por extraño que parezca, empecé a reír.

—Soy un pobre pardillo —me dije, sacudiendo la cabeza. Era la segunda vez que esa ladrona me robaba.

Me pasé las manos por la cara, tratando de despejarme, y luego reuní mis cosas. Rellené el zurrón con los restos de comida de la cena, metí las monedas y la plantiquina en los bolsillos de mi pantalón, junto con el papel de maíz, y salí.

El viejo Noguro estaba sentado junto a la salida, con una sonrisa pícara en el rostro.

—Buenos días. ¿Has pasado buena noche?

Su tono socarrón dejó claro que había oído más de lo que debería. Asentí, incómodo, y me apresuré a buscar el caballo.

—Tranquilo —le murmuré al animal mientras me acercaba despacio—. Vamos a llevarnos bien, ¿vale?

Le acaricié el rostro y le rasqué detrás de las orejas, hablando en voz baja para tranquilizarlo.

—Seamos amigos, prometo portarme bien contigo.

El caballo resopló suavemente, y yo le froté el mentón antes de darle un beso en la frente.

—Voy a subir, ¿de acuerdo? —le susurré.

Con cuidado, monté a lomos del corcel. Para mi sorpresa, no opuso resistencia.

—Lo has hecho muy bien —comentó Noguro desde la puerta de la posada, con los brazos cruzados—. El corcel te ha aceptado.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté, mientras me acomodaba en la silla.

—He visto cómo apoyaba su cabeza en tus hombros —explicó el anciano—. Además, está relajado, fíjate en cómo resopla.

Sacó de su alforja una chaqueta con una caperuza y me la ofreció.

—Toma, necesitarás algo que te proteja del frío cuando caiga la noche.

—Gracias, Noguro —dijo mientras me la ponía—. Me vendrá bien.

Me incliné hacia el caballo para acariciarlo de nuevo. Aunque el animal parecía tranquilo, mi corazón latía con fuerza. Yo no sabía montar. La única vez que lo había hecho fue el día anterior, con Naizy, y ella había llevado las riendas todo el tiempo.

—Nunca he guiado a un caballo —admití, intentando disimular mi nerviosismo.

—No te preocupes, si te acepta, confiará en ti. Escúchale y sigue su ritmo —me animó Noguro con una sonrisa calmada.

Levanté la vista, tratando de orientarme con el sol y el paisaje que nos rodeaba.

—Debes ir hacia allí —indicó el anciano, señalando con el dedo hacia el horizonte.

Seguí su gesto y resoplé.

—Naizy me pidió que te indicara el camino —añadió.

—Gracias por todo, señor Noguro —respondí con sinceridad.

El anciano esbozó una sonrisa cálida.

—Buena suerte, chico, me has causado muy buena impresión. ¡Toma!

Me lanzó una bota de cuero llena de agua.

—Acéptalo como un pequeño obsequio.

—¡Gracias! —respondí, guardando la bota en el zurrón.

Con una última mirada al anciano, levanté el pulgar en señal de agradecimiento, tiré suavemente de las riendas, y emprendí mi camino hacia las montañas.

Aunque mi semblante lucía una sonrisa, he de admitir que por dentro estaba aterrorizado. La compañía de Naizy había servido de escudo para mi cobardía, suavizando la sensación de vulnerabilidad que ahora me invadía. Con solo el caballo como mi compañero, la soledad parecía ampliarse con cada paso. Mi futuro era un enigma, pero no podía permitirme retroceder.

Con el sol alto en el cielo, galopamos hacia las montañas que se desvanecían en el horizonte. La sensación de llevar las riendas por primera vez era desconcertante, pero confié en que mi corcel sabría cuándo necesitar un descanso. A decir verdad, dominar al animal estaba resultando mucho más sencillo de lo que había imaginado.

Continuamos avanzando hasta que, cerca del mediodía, mi compañero cuadrúpedo se detuvo frente a una peña escarpada.

—¿Quieres descansar, amigo? —le pregunté mientras desmontaba.

Con las riendas en la mano, caminamos hacia la sombra de un árbol imponente, cuyas ramas estaban cargadas de hojas verdes y rugosas.

—Vaya, está lleno de frutos —murmuré, observando las esferas ovaladas y de un vibrante color púrpura.

Nunca había visto nada igual. Apoyé los pies en el tronco y me sujeté de una rama gruesa para alcanzar uno de esos extraños frutos. Sin embargo, antes de arrancarlo, las palabras de Naizy resonaron en mi mente: «Todo tiene dueño».

Salté al suelo, metí la mano en el bolsillo y saqué las monedas que Gatita Dorada había dejado junto a la nota.

—Imagino que con esto será suficiente —dije, sin tener idea del precio que debía pagar.

Levanté la palma con las monedas, mirando a ambos lados.

—Quiero comprar uno de estos frutos —anuncié en voz alta—. ¿A quién debo pagar?

Solo el piar de los pájaros respondía a mis preguntas. Intenté nuevamente, pero nadie apareció.

—Supongo que no pasará nada si cojo uno —murmuré, resignado.

De nuevo me apoyé en el tronco, estirándome hasta alcanzar un fruto de buen tamaño.

—¡Genial! Veamos a qué sabe...

Cuando me disponía a darle el primer mordisco, el relincho del caballo me detuvo.

—¿Tú también tienes hambre?

El animal avanzó hacia mí, estirando el cuello.

—Está bien, toma —le dije con una sonrisa, entregándole el fruto.

Mientras él comía, me subí nuevamente al árbol y recogí más. Le di más de una docena de aquellas delicias púrpuras, observando cómo las devoraba con entusiasmo.

—De acuerdo, ya es mi turno —anuncié mientras me llevaba uno a la boca.

El primer bocado fue una revelación.

—¡Qué dulce! —exclamé, sorprendido por su sabor—. Está buenísimo.

Masticaba incluso la piel, sin desperdiciar nada. Cuando ya iba por el quinto, una voz grave y desconocida irrumpió en el silencio, sobresaltándome.

—¿Hace cuánto que no comes, chico?

Me levanté de inmediato, tosiendo de manera incontrolable. El trozo de fruto se me había atragantado.

—¡Tranquilo, debes comer con menos ansia! —exclamó el hombre, golpeándome repetidas veces en la espalda.

Finalmente, logré tragar el pedazo que se había quedado atorado.

—Lo lamento mucho —me disculpé, todavía recuperándome—. Quería pagar por la comida...

Metí la mano en el bolsillo, saqué las monedas y se las ofrecí.

—¿De qué estás hablando? Esta higuera no tiene dueño.

—Discúlpeme, creía que...

Me detuve al notar algo extraño en él: llevaba los ojos tapados con una gruesa tira de cuero oscura, ajustada con un nudo detrás de la cabeza. A pesar de aquello, parecía percibirlo todo con una claridad inquietante.

Acercó sumano a mi cara y acarició mi pendiente. Luego, estalló en carcajadas, como siacabara de presenciar algo muy divertido

Cuando terminó de reír, me agarró por el hombro con firmeza.

—Oye, chico, ¿no habrás visto por a un anciano merodeando por aquí? —preguntó, con un tono mucho más serio.

Por un instante, pensé en Noguro, pero pronto descarté la idea y negué con la cabeza.

—¿Estás seguro? —insistió, frunciendo el ceño—. Es un viejo delgado, sin pelo, le llaman «el Pescador Fantasma» porque siempre lleva consigo una caña de pescar.

Aquella descripción me tranquilizó. No se refería al dueño de la posada, cuya melena grisácea era inconfundible.

—La verdad, no he visto a nadie, lo siento mucho —respondí con sinceridad.

—Ya veo —murmuró, pensativo, mientras se acariciaba la barba—. Hazme un favor, chico. Si le ves, dile que su buen amigo Erdin le está buscando.

—De acuerdo.

El hombre, que aparentaba unos cincuenta años, se dio la vuelta lentamente, pero antes de marcharse, me dirigió otra pregunta, esta vez sin mirarme directamente.

—Si no es indiscreción, ¿podrías decirme hacia dónde te diriges?

Me quedé en blanco por un instante. El nombre de la ciudad se me había olvidado por completo, y aunque lo hubiese recordado, no estaba seguro de si debía decírselo.

—Hacia las montañas que se pierden en el horizonte —respondí, esforzándome por aparentar seguridad.

—Ya veo.

Sin más, se despidió con un gesto de la mano.

—¡Te deseo mucha suerte, chico! —dijo, y de repente, su tono cambió, como si quisiera asegurarse de que la entendiera por completo—. Ojalá encuentres un sentido... —hizo una pausa, dejando que el eco de la palabra flotara en el aire, y luego continuó—, que guíe tu destino.

Sus palabras quedaron repicando en mi cabeza, y por un instante, me sentí desconcertado. Había algo en su forma de hablar, en esa pausa cargada de intención, que me inquietaba. ¿Sabía más de lo que aparentaba? ¿Debía confiar en él, o preocuparme por la posibilidad de que me estuviera siguiendo?

Sacudí la cabeza con fuerza, tratando de disipar mis dudas. y monté de nuevo en mi caballo.

Continuamos la marcha hasta el atardecer, atravesando los cerros que nos separaban de las vastas llanuras que se extendían hasta las faldas de las montañas al sudeste. Cuando el sol comenzó a esconderse tras el horizonte, decidí buscar un lugar para pasar la noche. Encontramos cobijo en una pequeña arboleda.

—Descansaremos aquí —murmuré, dejándome caer junto al caballo.

El calor que emanaba del animal resultaba reconfortante y pronto me quedé dormido, arropado por la tranquilidad del lugar.

A la mañana siguiente, el piar de los pájaros anidando en los chopos me sacó del sueño. Me desperecé, sintiendo las extremidades algo entumecidas.

—Reanudemos el viaje —le dije al caballo, acariciando su mentón.

Me subí a su lomo y retomamos la marcha con las fuerzas renovadas.

Mientras cabalgábamos, bebí un poco de agua de la bota que Noguro me había regalado.

—Tú también tienes sed —murmuré al escuchar los sonidos que emitía mi compañero de viaje.

Decidí que pararíamos en cuanto encontrásemos agua, y pronto el sonido de un río fluyendo rompió el silencio del entorno. Guiado por el murmullo del agua, me acerqué al cauce, donde descubrí un arroyo rodeado de altos pinos y cipreses. Al llegar a la orilla, nuestra presencia ahuyentó a un majestuoso ciervo albino que merodeaba por la zona.

—Buen chico —le dije al corcel mientras metía el hocico en el agua, saciando su sed.

El sonido del agua al ser absorbida por el animal era extrañamente relajante, pero el momento de calma se desvaneció con la llegada de varios hombres.

—¡Maldito tipejo! —gritó el más corpulento, que encabezaba el grupo.

Al girarme, vi cómo tres individuos armados se acercaban, arrastran-do un carro de madera cargado con animales muertos. No había duda, eran cazadores furtivos.

—¡Nos has espantado a nuestra presa! —vociferó el hombre obeso, acercándose con paso decidido.

Me tensé al notar la furia en su semblante.

—Ese ciervo de pelaje blanco vale una fortuna. ¡¿Ni siquiera te vas a disculpar!! —bramó, colocándose frente a mí.

—Lo siento... —murmuré, intentando calmar los ánimos—. No era mi intención espantar al venado.

El hombre no pareció aplacarse. Con un movimiento brusco, me agarró de la pechera y me levantó parcialmente del suelo.

—¿De verdad crees que esas palabras bastan? —gruñó, acercando su rostro al mío—. Vas a tener que compensarnos, o juro que te haré pagar con tu vida.

—Tranquilízate, Boster —intervino uno de sus compañeros, colocando una mano en su hombro—. No pierdas la calma.

—¡No me lleves la contraria! —gritó fuera de sí, empujándole con fuerza—. ¡Sabes perfectamente que ese ciervo albino nos habría dado una fortuna!

El hombre que intentó calmarlo retrocedió, comprendiendo que Boster no estaba en condiciones de razonar.

—Por muy enfadado que estés, te aseguro que matarlo no resolverá nada —insistió, tratando de apaciguarlo con un tono conciliador.

—¡Cállate de una maldita vez! —le interrumpió, lanzándole una mirada cargada de odio—. Si vuelves a abrir la boca, serás tú quien pague las consecuencias.



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