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Capítulo 13 (La marca reveladora)

—No perdamos la calma —ordenó, con una mezcla de severidad y condescendencia—. Puedes retirarte, orador. Yo mismo me encargaré de responder.

El gesto del monarca arrancó una ovación de la multitud, ansiosa por escuchar su voz.

—Estimados compatriotas, comprendo vuestra inquietud, pero os aseguro que no hay motivos para alarmarse —declaró con tono desenfadado—. Rajasa es un desierto, el más grande de todo el mundo, a decir verdad. No es de extrañar que pasen años sin lluvias. Es normal que algunos nativos exageren su situación para buscar refugio en el norte. Al fin y al cabo, todos sabemos que la calidad de vida aquí no tiene comparación.

Los murmullos se extendieron entre los asistentes mientras el rey continuaba hablando.

—En el Reino de Félandan hay espacio para todos sus residentes, da igual si nacéis en el desierto o en la montaña. Todos tenéis los mismos derechos —proclamó con firmeza—. ¡Paisanos! Desde que Álklanor fundó este maravilloso reino, hemos vivido en paz y armonía. La humanidad dejó atrás las guerras y las disputas innecesarias. La misericordia de Álklanor nos hizo mejores. ¡Sigamos elevando el legado del héroe que derrotó al demonio!

La muchedumbre estalló en aplausos y vítores, encantada por el carisma del monarca. Rockern, satisfecho, volvió a su asiento antes de que el orador retomara el control.

—¿Alguna pregunta más? —preguntó, señalando a un hombre de cabello canoso.

—Majestad —dijo el hombre, con voz firme—. De entre los cuatro reinos en los que se repartía el territorio de los hombres, hubo uno, el de los «Sálzar», que intentó hacer frente al demonio con valor y honor. ¿Por qué cree usted que Álklanor no reconoció su coraje?

Rockern se inclinó ligeramente hacia adelante, evaluando al interrogador.

—Buena pregunta, pueblerino —respondió, entrelazando las manos con gesto pensativo—. Es sencillo. Mi antepasado sabía que, si alguna de las antiguas monarquías mantenía el trono, las disputas entre reinos serían inevitables tarde o temprano. Por ese motivo, aunque con pesar, decidió juzgarlos con el mismo criterio. Fue un sacrificio necesario por el bien de la humanidad.

La respuesta arrancó murmullos de asentimiento, y el orador señaló al siguiente interrogador.

—¿Es cierto lo que dicen algunos de los migrantes que llegan al norte? —preguntó un hombre con voz trémula—. ¿Los cuatrobrazos han comenzado a atacar a los de nuestra especie?

La expresión de Rockern cambió al instante. Su semblante alegre se tornó sombrío mientras se rascaba la barba, como si evaluara las implicaciones de la pregunta.

—Estamos investigando los hechos —dijo finalmente, con un tono grave—. Pero os doy mi palabra: si resulta ser cierto, su traición no quedará impune. Les haré pagar muy caro cada gota de sangre humana derramada.

Un murmullo inquieto recorrió la multitud, pero fue rápidamente acallado por la siguiente intervención. Una mujer levantó la mano con urgencia y fue señalada para hablar.

—Majestad, mi hija está empeñada en entrar al bosque. No logro hacerla entrar en razón —dijo con voz preocupada, mientras empujaba a la joven de catorce años hacia adelante—. ¿Podría usted explicarle lo peligroso que es? Tal vez, si lo escucha de su propia boca, desista de su obstinación.

Rockern se inclinó levemente, y contestó con un matiz que alternaba entre autoridad y amenaza.

—¡Niña! Haz caso a tu madre. Más allá del bosque hay un lugar habitado por seres que no querrías conocer —advirtió, clavando su mirada fría en los ojos de la muchacha—. Personas crueles, sin escrúpulos, capaces de arrancarte el corazón para devorarlo sin vacilación. Su naturaleza perversa no tiene límites. Fue mi antepasado quien, con sabiduría, decidió encerrarles allí, aislándoles del mundo civilizado. Si alguna vez llegas a la villa de marginados, no esperes piedad. Te asesinarán de la manera más brutal.

La descripción grotesca de mi gente hizo que mis manos se cerraran en puños. Las palabras del rey calaban en mi cabeza como un latido insistente, alimentando mi ira. Mis dientes rechinaban mientras intentaba contenerme, pero sus acusaciones llenas de odio provocaron que las palabras escaparan de mi boca.

—Estoy seguro de que en ese lugar también hay personas con buen corazón —dije en voz alta.

El silencio que siguió fue ensordecedor. Todos los ojos en la plaza se clavaron en mí al instante, incluyendo los del rey.

Naizy me miró aterrorizada y comenzó a retroceder lentamente, ocultándose entre la multitud que, empezó a abrirse a mi alrededor. Mi osadía me había delatado.

—¡¿Quién ha dicho eso?! —rugió Rockern.

Sus guardias, alertas, comenzaron a inspeccionar a los asistentes con miradas acusatorias.

El corazón me martilleaba en el pecho. Traté de disimular, pero los rostros que me rodeaban ya me señalaban con expresiones de desconcierto y miedo.

—Lo siento, solo fue una pregunta sin mala intención —traté de suavizar, levantando las manos en señal de disculpa—. No quería causar problemas.

Mis palabras no sirvieron de nada. En un abrir y cerrar de ojos, varios guardias me rodearon, inmovilizándome con una fuerza brutal.

—¿Qué haremos con él? —preguntó uno de los soldados, mientras me sujetaban los brazos detrás de la espalda.

Desde la lejanía, Rockern me observaba con incredulidad, como si intentara descifrar un enigma que se le escapaba. Entonces, algo cambió en su expresión. Lentamente, descendió de la plataforma, avanzando hacia mí con pasos deliberados.

—No puede ser... —murmuró, mientras sus fosas nasales se abrían exageradamente, como si olfateara algo en el aire.

—¡Abran paso al rey! —gritaron los guardias, apartando a los curiosos para permitirle acercarse.

Finalmente, el monarca se detuvo frente a mí. Su presencia era sofocante, y sentí el peso de su mirada como si me atravesara.

—¿Cómo te llamas, chico? —preguntó, con un tono que mezclaba curiosidad y desdén.

—¿Yo? Eh... —tartamudeé, incapaz de formar una respuesta coherente.

Rockern cerró los ojos por un momento, volviendo a olfatear el aire con intensidad.

—Este olor... —murmuró, mientras su rostro adquiría un matiz de extraña emoción—. No hay duda.

—¿A qué huelo? —susurré, casi sin voz.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz en la cara? —preguntó de repente.

—Oh, Majestad, ¿esto? —señalé mi marca, con una sonrisa nerviosa—. No es más que una marca de nacimiento —contesté, intentando que mi voz sonara tranquila mientras mi mano volvía a ser apresada por uno de los soldados.

El silencio que siguió fue tan profundo que el sonido de mi garganta al tragar saliva se sintió en gran parte de la plaza. Rockern levantó su brazo y, sin previo aviso, posó su mano derecha sobre mi mejilla. Su tacto era frío, pero lo que ocurrió después, fue mucho peor.

—¡¿Qué es esto...?! —me pregunté, con el pánico aferrándose a mi pecho como una garra.

El contacto con la mano del rey provocó que mi mente se sumergiera en una tormenta de imágenes extrañas. Una visión tras otra, golpearon mi consciencia como olas en plena tempestad. Cuando finalmente volví a la realidad, su mirada enfurecida me perforaba como una lanza.

—¡Léinad Páradan! —bramó con rostro desencajado.

Su expresión, deformada por una espeluznante sonrisa, era el mismísimo reflejo de la locura.

—Dime, Léinad, ¿cómo sobreviviste al incendio de Quinnata? ¿Dónde has estado escondido todo este tiempo? —preguntó con voz cortante, como si cada palabra fuera un cuchillo.

—Disculpe, su alteza, creo que está usted equivocado —balbuceé, titubeante. Mi voz apenas era un susurro, y aun así parecía retumbar en el tenso silencio que nos envolvía.

Los labios del monarca temblaban de emoción contenida, y su semblante, que un momento antes había sido de furia, se transformó en un retorcido deleite.

—Llevo tanto tiempo esperando este momento... —murmuró con una sonrisa cruel—. Por fin te he encontrado.

Miré desesperadamente a mi alrededor, buscando alguna vía de escape. Pero no había salida. Estaba rodeado, atrapado como un animal en una jaula.

—Voy a beberme toda tu... —dijo con voz gélida mientras se inclinaba hacia mí.

Su rostro se acercó lentamente a mi cuello, como si tuviese intenciones de morderme. Sentí el calor de su aliento, cargado de una intensidad inhumana. Mi cuerpo se quedó paralizado, incapaz de reaccionar, mientras su oscura sonrisa se ensanchaba.

De pronto, un rugido de viento cortó su amenaza. La plaza tembló, y el suelo bajo nuestros pies comenzó a fracturarse con un crujido estrepitoso.

—¡¿Qué está pasando?! —exclamó el rey, luchando por mantener el equilibrio mientras intentaba agarrarme.

Antes de que pudiera atraparme, una densa niebla grisácea brotó de las grietas del pavimento, envolviendo todo a su paso. La humareda era tan espesa que apenas podía distinguir mis propios pies.

—¡Vamos, idiota! —gritó una voz familiar detrás de mí.

Me volví justo a tiempo para ver a Naizy, quien me agarró de la mano con fuerza.

—¡Salgamos de aquí! —ordenó, tirando de mí con urgencia.

Los gritos de Rockern resonaron a través de la niebla, llenos de ira.

—¡Encontradle! ¡No permitáis que escape! ¡Acordonad el pueblo y registrad a todos los ciudadanos!

Corrimos a ciegas, esquivando figuras fantasmales que se movían en la bruma. La determinación de Naizy nos sacó del caos justo antes de que el ejército pudiera cerrarnos el paso.

En medio de nuestra huida, un movimiento a mi derecha captó mi atención. En un callejón oscuro, un anciano estaba sentado contra una pared, con un cigarro entre los dedos y una risa extraña y profunda que parecía brotar de algún lugar ajeno al caos que nos rodeaba.

Su rostro me resultó inquietantemente familiar, aunque no pude precisar de qué. Era como si lo hubiera visto antes, pero no había tiempo para detenerme.

—¡Vamos! —gruñó Naizy, tirando de mi brazo para que no me quedase atrás.

—¿Quién era...? —murmuré entre jadeos, pero ella no respondió.

El eco de la risa del anciano quedó atrás mientras continuábamos corriendo por el laberinto de callejones.

—¿Por qué has vuelto? —jadeé mientras tratábamos de alejarnos del peligro.

—Cállate y sigue corriendo —me espetó con severidad—. Si quieres vivir, no hagas preguntas.

Finalmente, llegamos a un pequeño establo en las afueras del pueblo. Naizy golpeó con insistencia las maderas de la entrada.

—¡Mara! ¡Abre la puerta! —exclamó alborotada.

Tras un momento, el chirrido del pestillo nos indicó que habían respondido, y Naizy me empujó hacia adentro sin titubeos.

—¡Cuánto tiempo sin verte! —exclamó una joven granjera que apareció en la penumbra del establo—. ¿A cuántos hombres has embaucado esta vez?

—No hay tiempo para bromas, Mara. Necesito tu mejor caballo, y lo necesito ya.

—¿Ni un saludo? ¿Ni una explicación de tus aventuras? —protestó la muchacha, aunque ya comenzaba a moverse.

—Mara, no estoy bromeando. ¡Esto es muy serio! —exclamó Naizy, perdiendo la paciencia.

La granjera suspiró y, tras un breve vistazo, tomó las riendas de un imponente caballo negro.

—Este es el más rápido que tengo. Pero devuélvemelo, ¿me oyes?

—No puedo prometer nada —respondió Naizy mientras me ayudaba a subir al lomo del animal.

Con un salto ágil, se acomodó detrás de mí, cubriéndose la cabeza con un paño oscuro.

—Procura no moverte demasiado —me susurró al oído—. Déjame manejar esto.

—Gracias, Mara —añadió con rapidez antes de soltar las riendas y espolear al caballo—. ¡Arre!

El retumbar de los cascos en el suelo alertó a los guardias que patrullaban cerca.

—¡Detenedles! —gritó uno de ellos al reconocernos.

Pero antes de que los domadores de tejones pudieran reaccionar, ya habíamos desaparecido en la distancia.


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