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Capítulo 11 (Gatita Dorada)

Mientras caminábamos hacia su casa, la curiosidad me carcomía.

—¿Qué le entregaste a ese tipo a cambio de las uvas? —pregunté, todavía confundido.

—Dinero —respondió con un suspiro exasperado—. ¿Acaso no sabes lo que es?

—¿Dinero? —repetí, con el desconcierto pintado en mi cara.

Naizy se pasó la mano por la frente, como si intentara armarse de paciencia.

—Es lo que se utiliza como medio de pago para adquirir cualquier bien o servicio —explicó, sacando un par de monedas de su bolsillo y mostrándomelas—. Esto que tú llamas chapas, en realidad se denominan alpequines. Hay diferentes tipos: esta pequeña vale un cuarto de alpequín, mientras que esta otra, más grande y brillante, equivale a cincuenta. En pueblos como este, todo tiene un precio, y sin alpequines no conseguirás nada.

Me fijé en las monedas brillantes, notando los grabados detallados en ellas. Nunca había visto algo parecido.

—En tu villa tal vez podías robar sin consecuencias, pero aquí no funciona así. Fuera de Ástbur todo tiene dueño, y tomar algo sin pagar te convierte en un ladrón. Y te aseguro que en Dárasen no perdonan a los ladrones.

Sus palabras pesaron en mi mente mientras avanzábamos.

—Entiendo —susurré—. Vuestro dinero es algo parecido a nuestras chapas de Bajos Hornos, pero...

—¡Furcia desgraciada!

El grito furioso de un hombre de avanzada edad me interrumpió.

—¡Has arruinado mi vida! ¡Devuélveme todo lo que me robaste!

Naizy continuó caminando, como si no hubiese escuchado nada.

—¡No me ignores!

El hombre, sosteniendo un puñal tembloroso en la mano, se lanzó hacia ella. Antes de que pudiera alcanzarla, Naizy se giró con una rapidez sorprendente, le arrebató el arma con destreza y le puso el filo en el cuello.

—Pobre infeliz —le dijo con una mirada que podría helar la sangre—. Yo no tengo la culpa de que tu mujer te haya abandonado.

—Per... Pero... —balbuceó el hombre, con lágrimas en los ojos—. Me prometiste que te casarías conmigo si te dejaba compartir todos mis ahorros.

Naizy soltó una carcajada.

—Estúpido viejo repulsivo —replicó tras soltarle y empujarle al suelo—. No me juntaría contigo ni por todo el dinero del mundo.

El hombre quedó tirado en el pavimento, mientras los testigos de la escena lanzaban advertencias hacia mí.

—¡Gatita Dorada solo te traerá problemas!

—¡Aléjate de ese demonio!

—¡Te robará el alma!

—¡Esa furcia se acostaría incluso con mi abuelo por dinero!

Esas palabras resonaron en mi cabeza mientras seguía a Naizy hacia su casa.

Poco después, llegamos a los aledaños de su morada.

—La puerta está abierta —observé, sorprendido.

—No pasa nada, es algo habitual —respondió con indiferencia.

Empujó las maderas chirriantes y entramos sin más. A simple vista, la casa parecía estar medio abandonada.

—¿Quién anda ahí?

La voz ronca de una mujer me sobresaltó.

—Mamá, soy yo, Naizy.

—¿Dónde te habías metido? Hace días que no pasabas por aquí —replicó, tambaleándose ligeramente. Me di cuenta de inmediato de que estaba borracha—. ¿Me has traído bebida?

Naizy negó con la cabeza y pasó de largo.

—Oye, tú —me dijo la mujer al notar mi presencia—. ¿Puedes darme algo de beber?

Naizy me agarró del brazo y me llevó hasta su cuarto.

—¡Asquerosa niña malcriada! —gritó su madre, enloquecida—. ¡Yo te he parido!

Una vez dentro de la habitación, Naizy cerró el pestillo y escuchamos a la mujer golpear la puerta como una auténtica obsesa.

—Quizá deberíamos ayudarla —propuse, nervioso.

—No te preocupes, pronto se le pasará.

Tenía razón, su madre no tardó en romper a llorar y alejarse de la puerta.

—Desde que papá murió, su adicción al alcohol se volvió incontrolable —explicó Naizy, revolviendo en un armario.

—Vaya, lo siento mucho —dije, sin saber cómo consolarla.

—No te preocupes, estoy acostumbrada —contestó con un tono que intentaba sonar indiferente—. Además, desde que desapareció mi hermana, apenas piso esta casa.

Me quedé observándola, perdido en mis pensamientos, hasta que me armé de valor para preguntar lo que llevaba un rato carcomiéndome.

—Oye... ¿es cierto lo que han dicho esas personas?

Naizy se detuvo y me miró con curiosidad.

—¿A qué te refieres?

—A lo que decían de ti... que te acuestas con hombres a cambio de dinero.

La sonrisa de Naizy desapareció de inmediato. Sus ojos, antes alegres, se oscurecieron, y lentamente, se acercó a mí. Su dedo índice rozó mi cuello y bajó hasta mi cintura con un movimiento tan calculado como inquietante.

—¿Acaso quieres pasar un buen rato conmigo? Te advierto que no cobro poco, a no ser, claro, que se trate de otra mujer.

Sus palabras me dejaron literalmente con la boca abierta.

—Bájate los pantalones —me ordenó—. Sé que no tienes ni una moneda, pero soy toda tuya a cambio del pendiente que tienes en la oreja. Va a juego con el rubí de mi colgante, ¿recuerdas?

Se acercó lo suficiente como para soplarme los labios.

—¡Idiota! —exclamó, antes de darme un sopapo—. ¿Cómo puedes creer semejantes sandeces? Yo no me vendo por nada ni nadie. Les engaño y les emborracho para quedarme con su dinero. No es mi culpa que sean estúpidos e infieles por naturaleza.

Yo seguía callado, paralizado, incapaz de reaccionar.

—No tengo trabajo y no hago más que viajar de un sitio a otro para averiguar el paradero de mi hermana —continuó—. Necesito comer y pagar posadas para dormir, ¿entiendes?

Empezaba a comprender por qué Naizy era tan astuta y espabilada. La vida la había obligado a serlo.


—¿Nunca te han dicho que no debes juzgar a las personas sin conocerlas? —preguntó con el ceño fruncido.

Tenía razón, esa era una mala costumbre que debí haber eliminado hacía mucho tiempo.

—Escuché que se referían a ti como «Gatita Dorada». ¿Es ese tu apodo?

—Sí, así me llaman. Debe ser por el color de mi pelo.

Se dio media vuelta y comenzó a rebuscar en una cómoda medio rota.

—Esto te servirá —dijo, sacando un atuendo de color negro—. Pero primero tienes que asearte un poco.

Sin esperar respuesta, empapó un paño y comenzó a pasarme el trapo húmedo por el cuerpo.

—¿Qué te pasa? —preguntó al notar que sus movimientos me ponían tenso—. ¿Cuánto hace que no te toca una mujer?

—No te pases de lista, tengo más pericia de la que crees.

—Desde luego no sabes captar las bromas —murmuró entre dientes.

Cuando pasó por mi espalda, se quedó quieta unos instantes.

—Esta marca que llevas... —dijo en un tono más serio—. Es lo que te priva de la libertad que poseemos todos los que vivimos fuera de tu pueblo. Da igual si somos mejores o peores personas, sigue siendo terriblemente injusto.

—Lo es.

Tocó el estigma con sus dedos, analizándolo con detenimiento.

—Qué curioso... parece que te la hubieran hecho con un fierro quemador defectuoso. El círculo que rodea el triángulo, el símbolo de los tres líderes de la antigua rebelión, es irregular. Incluso los engendros del bosque tenían marcas más precisas.

—Eres muy observadora.

Me rasqué la parte frontal de la cabeza y suspiré.

—Oye, ¿la gente de tu pueblo odia a los marginados?

—No necesariamente —respondió, mientras terminaba de limpiar mi espalda—. Pero existe una ley que debemos cumplir.

Me quedé atento mientras ella volvía a empapar el paño.

—Tenemos la obligación de informar de cualquier sospecha sobre la fuga de un marginado.

—¿Y si no lo hacéis?

Naizy me miró directamente.

—Nos condenan a muerte.

Su respuesta me dejó sin palabras.

—¡No te preocupes, idiota! No tengo intenciones de delatarte —dijo entre risas—. Yo no estoy de acuerdo con las políticas de los Núndior.

—¿Qué quieres decir?

—Digamos que tienen la mano demasiado dura, y eso va contra mis principios.

Me explicó que, desde que Álklanor derrotó al demonio y a sus huestes hace quinientos años, no había vuelto a haber guerras. Sin embargo, el Reino de Félandan seguía marcado por ejecuciones constantes. Los calabozos eran casi inexistentes, apenas un par en todo el territorio, ya que la mayoría de los delitos se castigaban directamente con pena de muerte.

—Es cierto que los robos y los asesinatos han disminuido con los años —reconoció—, pero esta inflexibilidad ha costado muchas vidas inocentes.

El semblante de Naizy se endureció al hablar del rey y sus lacayos.

—Además, ha habido varios acontecimientos a lo largo de la historia que, al menos para mí, cuestionan el humanitarismo de los Núndior.

—¿Qué quieres decir? ¿Los nobles también pueden llevarse esclavos fuera de mi villa?

Naizy negó con la cabeza.

—No, si eso ocurriese, ya nos habríamos sublevado —respondió—. Me refiero a genocidios ocurridos años atrás, como «la persecución a los infieles», «la tragedia de Quinnata» o su posterior infanticidio, conocido como «la matanza del ochenta y nueve».

Al escucharla, le recordé que, al vivir confinado en Ástbur, no tenía acceso a ningún tipo de información sobre el mundo exterior.

—Perdona, se me olvida que allí no sabéis nada de esto —dijo, mientras terminaba de asear mi espalda y comenzaba a frotarme la parte delantera del torso—. Desde que Álklanor instauró el Reino de Félandan, no ha dejado de perseguir a los miembros de las cuatro antiguas monarquías. Imagino que no sabrás absolutamente nada sobre la historia del mundo ni del territorio en el que vivimos.

—Mi abuelo me habló de ello cuando era pequeño, pero reconozco que no me acuerdo de casi nada —confesé.

Naizy suspiró.

—Dejémoslo entonces. Es demasiado complejo como para explicártelo ahora.

Hice memoria y algo llamó mi atención.

—Ahora que lo pienso, recuerdo uno de los nombres que has mencionado.

—¿Quinnata?

Asentí con la cabeza.

—Es el pueblo donde, hace veinticinco años, ocurrió una terrible catástrofe de la que aún hoy existen muchas dudas e incógnitas —explicó, con un tono más serio—. Un repentino incendio arrasó toda la villa y a sus habitantes. Dicen que nadie salió con vida. Las llamas se propagaron tan rápido que los que lo vieron desde lejos aseguraron haber presenciado el mismísimo infierno.

—¿Qué lo provocó?

—Es un misterio —respondió con gesto sombrío—. Pero corre el rumor de que una mujer asegura haber sobrevivido a la tragedia. Según ella, el rey y su ejército fueron los causantes del desastre. Han intentado capturarla muchas veces, pero nunca han logrado arrestarla.

—¿Podría esa mujer tener algo que ver con la forastera que estuvo en Ástbur el otro día?

Naizy asintió lentamente y terminó de asearme.

—Cámbiate también de pantalón y ponte estas alpargatas —me indicó, entregándome la ropa—. Es una suerte que aún conserve algo del armario de mi padre.

Mientras me vestía, otra pregunta me carcomía la mente.

—¿Y la matanza del ochenta y nueve? —cuestioné intrigado.

Naizy suspiró profundamente antes de responder.

—Ambos sucesos ocurrieron casi al mismo tiempo. Poco después del incendio, el ejército asesinó a cientos de bebés, justificando que tenían indicios de que el demonio se había reencarnado en uno de ellos. Nunca dieron más explicaciones, simplemente culparon al supuesto «bebé demonio» de ser el causante de la tragedia.

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.

—Yo nací en el mil doscientos ochenta y nueve, pero jamás había oído hablar de semejante atrocidad.

—El ejército no inspeccionó el pueblo de los marginados.

Su respuesta fue contundente y, a la vez, inquietante.

—¿Cómo es que sabes tanto sobre la historia de nuestro mundo? —pregunté, sorprendido por su conocimiento.

Naizy me dedicó una sonrisa fugaz.

—He heredado la pasión de mi difunto padre —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero basta ya de tanta charla angustiosa, es tu turno.

Naizy se desnudó de cintura para arriba y me entregó el paño.

—¿Qué pasa, Éliar? —preguntó entre risas, al notar mi expresión paralizada—. ¿Nunca has visto unas tetas?


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