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Capítulo 10 (Sabor a libertad)

Día 30, Periodo del Viento, año 1314.

Continuamos recorriendo la espesa arboleda, avanzando entre los rayos de luz que se filtraban por las copas de los árboles. Caminábamos a paso ligero, en un incómodo silencio, cuando de pronto, recordé el verdadero motivo de mi salida.

—¡Devuélvemelos! —grité, agarrándola del brazo y tirándola hacia atrás con brusquedad.

Naizy se detuvo de golpe, sorprendida por mi reacción.

—¿Qué crees que estás haciendo? —exclamó, con los ojos encendidos de furia—. ¡Me haces daño, imbécil!

—Dame ahora mismo lo que desenterraste en aquellos matorrales, maldita embustera.

Intentó zafarse, pero apreté con más fuerza.

—¡Solo eran un puñado de joyas! —protestó—. Mi vida es mil veces más valiosa que esas reliquias. El tipo al que se estaban comiendo me atacó, y como bien comprenderás, no era momento de recuperarlas.

—Me importan una mierda esas joyas. Sabes perfectamente a qué me estoy refiriendo.

Sus ojos se entrecerraron y trató de dar un tirón para liberarse, pero no la solté.

—¿Qué has hecho con los restos de mi abuelo? —pregunté, sin tapujos.

Por un instante, pareció quedarse sin palabras. Luego su rostro se transformó en una mezcla de incredulidad y enfado.

—¿Perdona? Sabía que no eras muy listo, pero no pensé que llegarías a tanto —Se soltó de un tirón y me lanzó una mirada cargada de desprecio—. Te quité los tesoros que enterraste, eso es cierto, pero no me he llevado nada más de aquel asqueroso barrizal.

Sus palabras me dejaron completamente desconcertado.

—¿Para qué iba yo a querer los restos de un anciano? —continuó, con un tono lleno de sarcasmo—. ¿Acaso has perdido la cabeza? —Me empujó violentamente, haciéndome caer al suelo—. ¡No te rías de mí!

—Entonces... ¿dónde están? —pregunté, sintiendo cómo la incertidumbre me carcomía—. ¿Quién se los ha llevado?

—¡Ni lo sé, ni me importa! —exclamó mientras avanzaba, sin siquiera girarse a mirarme—. Yo excavé en el lugar donde guardaste el zurrón. Ni siquiera me percaté de que había una tumba.

Me levanté, con la rabia latiendo en mis sienes.

—Los marginados tenemos prohibido enterrar a nuestros familiares fallecidos —le expliqué con voz tensa—. Por eso no estaba bien señalizado.

Naizy se detuvo en seco, suspiró profundamente y se giró hacia mí con gesto exasperado.

—Oye, Éliar, me caes bien, por eso estoy contestando todas tus ridículas preguntas. No gano nada mintiéndote —dijo, llevándose las manos a la cintura—. Escúchame bien: bajo la tierra de esos matorrales no había nada más que las joyas que enterraste.

Su tono cortante me dejó exhausto. Tragué saliva con dificultad. Las palabras de Naizy habían plantado una inquietud aún mayor en mi mente.

—¿Pero entonces...? —balbuceé, sintiendo que las preguntas se acumulaban en mi cabeza—. ¿Alguien se los ha llevado sin que yo me diera cuenta? ¿O... es que los huesos de mi abuelo nunca estuvieron allí?

Naizy soltó un bufido y retomó el paso con determinación. Me apresuré para no quedarme atrás, pero mis pensamientos seguían girando como un torbellino.

—Te lo diré por última vez —repitió, sin mirarme—. ¡Ni lo sé, ni me importa!

Mi cabeza estaba llena de incógnitas. Cada nueva pregunta parecía abrir la puerta a un misterio aún mayor.

—Maldita sea... He salido de mi pueblo para recuperar los restos de mi abuelo —confesé, dejando que la frustración se desbordara en mi voz—. ¿Qué haré ahora?

—Yo no voy a volver hacia atrás —respondió Naizy con firmeza, sin siquiera mirarme—. Si quieres puedes venir conmigo, pero tendrás que dejar de decir estupideces.

Aceleró el paso, y durante un buen tramo, tuve que esforzarme para no quedarme atrás. Su andar era tan ligero que parecía flotar entre las sombras del bosque.

—Oye, Naizy —la llamé, tratando de recuperar el aliento—. ¿Qué hacías tú en Ástbur?

—Es una historia muy larga de contar —respondió evasiva, sin detenerse.

Fatigado, logré alcanzarla y sujeté el borde de su vestido.

—Por favor, cuéntamelo.

Suspiró y frenó un instante.

—Seguía el rastro de tres encapuchados.

Mis ojos se abrieron como platos.

—¿Esos tipos de los que hablas llevaban pañuelos rojos atados al cuello?

La pregunta hizo que Naizy se girara bruscamente. Me agarró de la pechera con una fuerza sorprendente y su rostro se endureció.

—¿Acaso los conoces?

—No... —respondí, sorprendido por su reacción—. Pero fueron ellos a quienes robé las joyas que desenterraste.

Naizy me soltó de golpe, como si el contacto la quemara.

—¿Por qué los buscas? —pregunté, todavía desconcertado—. Son peligrosos. Vi cómo asesinaban a un hombre dentro de la taberna.

Sus facciones se suavizaron, pero la tristeza se reflejó en su mirada.

—Mi hermana desapareció hace cinco años —desveló con un hilo de voz. Su tono afligido me hizo sentir como si acabara de abrir una herida profunda—. Desde entonces no he parado de buscarla.

—¿Y crees que esos encapuchados tienen algo que ver? —cuestioné con cautela.

Naizy asintió lentamente, mientras sus dedos acariciaban un rubí que colgaba de su cuello.

—Sí, así es. Las últimas pistas que he recopilado así me lo indican —murmuró. Luego, sujetó la joya con fuerza y suspiró—. Esto es lo único que me queda de ella. Me lo dio justo antes de marcharse y me pidió que lo llevara siempre conmigo.

—Es un rubí precioso, hace juego con mi pendiente. —comenté, tratando de aliviar la tensión—. Debe significar mucho para ti.

Naizy se frotó los ojos rápidamente, como si intentara contenerlas lágrimas, y su voz se volvió más cortante.

—¡Vamos, idiota, avancemos! —exclamó, recuperando su tono habitual—. ¡Tengo hambre, démonos prisa!

—Si quieres puedo compartir algo de lo que llevo en la alforja.

Abrí el zurrón y le ofrecí un trozo de pan mohoso y una mazorca roñosa. Naizy miró lo que tenía en mis manos y puso cara de asco.

—¿Bromeas? ¿De verdad crees que voy a comerme esa basura? —preguntó, y antes de que pudiera responder, golpeó mi mano.

—¡Oye, es mi comida! —reclamé.

—¿Eso es lo que coméis los marginados? —cuestionó, con un tono tan despectivo que me hirió más que cualquier insulto—. ¡Qué repugnante!

Me incliné para recoger el pan, pero ella lo pateó con desprecio.

—Te daré comida de verdad cuando lleguemos a mi pueblo.

Sus palabras me dejaron una sensación extraña.

—¿Comida de verdad? —repetí en voz baja, incapaz de imaginar a qué se refería exactamente.

Seguimos avanzando por la arboleda, hasta que, por fin, alcanzamos el límite del bosque. La luz del día nos envolvió, y el aire fresco me golpeó el rostro con una suavidad que no conocía.

—¿Qué ocurre? —preguntó Naizy, al notar que me había quedado inmóvil—. Vamos, salgamos de aquí.

Una mezcla de miedo y felicidad se arremolinaba en mi interior, imposible de describir en palabras. Durante toda mi vida, había soñado con este momento, imaginando qué paisajes y secretos se esconderían más allá de los confines de mi villa. Pero ahora que estaba aquí, tan cerca de descubrirlo, la incertidumbre me envolvía, pesada y sofocante. Mis manos comenzaron a temblar, y un torrente de emociones ascendió desde lo más profundo de mi pecho.

—No te pasará nada, confía en mí —dijo Naizy, con una calidez que atravesó mi miedo, mientras tomaba mi mano.

El calor de su piel me dio la confianza que necesitaba. Respiré hondo y di un paso adelante.

—No tardaremos en llegar a Dárasen —me aseguró con una sonrisa tranquila.

Pestañeé varias veces, intentando asimilar lo que veía frente a mí. No podía creerlo.

—Es... Es precioso —murmuré, sintiendo cómo las palabras se me atragantaban.

El paisaje que se extendía ante mis ojos era tan hermoso que el nudo en mi garganta finalmente se rompió, y las lágrimas fluyeron sin contención. Praderas verdes se extendían hasta donde alcanzaba la vista, ondulándose como un mar de esmeralda. Conejos brincaban libremente entre las hierbas altas, ajenos al mundo que yo acababa de dejar atrás.

—Esos animales son libres —susurré, casi para mí mismo—. Pueden ir donde quieran y cuando quieran.

Naizy me apretó la mano con fuerza, devolviéndome al presente, y me dedicó una sonrisa.

—¿Ves aquel campo de girasoles? —preguntó, señalando con el dedo hacia un punto en el horizonte—. Detrás de ellos está el lugar al que nos dirigimos.

Me soné la nariz con la manga de mi chaqueta, todavía procesando la inmensidad del momento, y asentí.

—¡Vamos, Éliar, aprovecha y respira con todas tus fuerzas!

Antes de que pudiera responder, Naizy echó a correr entre carcajadas. Sus risas llenaban el aire con una alegría que era contagiosa. Yo me quedé unos segundos en el mismo lugar, pensando en mi familia y amigos.

—Cómo me gustaría que pudierais estar aquí para verlo con vuestros propios ojos —murmuré para mis adentros.

Inspiré profundamente, llenando mis pulmones con el aire fresco y limpio, y avancé tras Naizy. El verde de las praderas, el aroma de las flores y el sonido del viento me envolvieron mientras corría. Por un instante, me sentí como los conejos que había visto saltar libres: sin cadenas, sin limitaciones.

El mundo que siempre había anhelado estaba justo frente a mí.

Después de cruzar el campo de girasoles, vislumbré el pueblo. Estaba situado en la parte baja de un altozano cubierto de abetos.

—Evita cualquier tipo de conflicto y todo irá bien —me recalcó Naizy mientras nos acercábamos al lugar.

La sensación de gozo que había llenado mi pecho al salir del bosque comenzó a desvanecerse a medida que nos aproximábamos a Dárasen. La incertidumbre me invadió, y sin darme cuenta, me junté más a Naizy, como si ella pudiera protegerme de cualquier peligro que acechara.

—Actúa con naturalidad, idiota —me susurró al oído, con una sonrisa burlona que no alcanzaba a calmarme.

La villa era tan distinta a Ástbur que parecía pertenecer a otro mundo. Los niños corrían despreocupados por las costanillas, riendo y jugando. Las espléndidas y anchas calles de gravilla clara reflejaban la luz del sol, y los habitantes paseaban tranquilamente, cantando mientras cargaban cestas llenas de fruta y flores. No había bandidos al acecho tras las esquinas, ni gatos enfermos husmeando en busca de comida.

Sentí una punzada de envidia al ver tanta tranquilidad y orden, un contraste abrumador con la miseria de mi hogar.

—¡Vamos, no te quedes ahí parado! —exclamó Naizy, interrumpiendo mis pensamientos—. Tenemos que asearnos y cambiarnos de ropa.

Tenía razón, nuestro aspecto desaliñado llamaba demasiado la atención, y la última cosa que quería era destacar en un lugar como este.

—¡Aprovechad la oportunidad! —gritó un hombre a lo lejos, atrayendo mi atención—. ¡Todo a mitad de precio!

Giré la cabeza hacia la bocacalle a mi izquierda y me quedé embobado al ver una avenida repleta de puestos que ofrecían alimentos.

—Es el mercado del pueblo —dijo Naizy—. Iremos cuando nos hayamos cambiado de ropa.

Pero mi curiosidad fue más fuerte, y antes de que pudiera detenerme, ya me había acercado a uno de los puestos.

—¡Si me ignoras no podré protegerte! —me advirtió, frunciendo el ceño—. Daremos un vistazo rápido y nos marcharemos. No se te ocurra coger nada sin mi permiso.

Demasiado tarde. Mis manos ya habían alcanzado un racimo de uvas antes de que ella terminara la frase. Nunca había visto fruta tan perfecta: sin manchas, sin gusanos, simplemente brillante. Era imposible resistirse.

—¡Oye, muchacho! —gritó el dueño del puesto, señalándome con enojo—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—¿Qué ocurre? —pregunté inocentemente, mientras Naizy me lanzaba una mirada de advertencia.

El comerciante salió de su tenderete y se plantó frente a mí con los brazos cruzados.

—¿Acaso no piensas pagar lo que has cogido? —dijo con un tono amenazante.

—¿Pagar? —respondí, tragándome las bayas que ya había comido—. ¿Qué quieres decir?

El hombre me agarró de la pechera justo cuando Naizy se acercó rápidamente y le entregó unas pequeñas chapas redondas.

—Disculpe a mi amigo —dijo con voz calmada—. Quédese con las vueltas.

El comerciante me soltó de mala gana, pero antes de alejarse, me señaló con un dedo.

—Si te vuelvo a ver cerca de mi puesto, llamaré a los guardias —me advirtió. Luego, se giró hacia Naizy con desdén—. ¡Y tú, maldita ramera, tampoco quiero verte por aquí!

Naizy me agarró del brazo y me sacó del mercado con rapidez. En cuanto estuvimos lejos, me dio un pellizco.

—¡Ay! —me quejé, frotándome el brazo—. ¡Me haces daño!

—No volveré a salvarte el culo —gruñó, visiblemente molesta.




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