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El juicio de Kornrak

Sin embargo, la victoria tuvo un precio devastador. El inmenso poder desatado por los dioses había arrasado vastas regiones de Tálwer, transformando fértiles campos en desiertos y hundiendo ciudades enteras bajo mares embravecidos. Montañas se desplomaron, ríos cambiaron su curso, y lo que alguna vez fue un mundo lleno de vida quedó convertido en un paisaje desolador. Las consecuencias del conflicto no solo afectaron a los mortales, sino también a la esencia misma de la creación.

Kornrak, el Señor de la Tierra, contempló con furia lo que sus hermanos habían hecho. La destrucción causada por su intervención directa era, en su opinión, una traición al propósito original de los dioses: proteger y guiar, no devastar. «Esto no es una victoria», declaró con una voz que resonó como un terremoto.

En un intento por dar un cierre definitivo al conflicto, Proudon, con el corazón lleno de rabia y desesperación, rogó a Kórnrak que usara su poder supremo para exterminar a los demonios de una vez por todas. «¡Elimínalos, hermano! —clamó—. No deben tener un lugar en este mundo ni en ninguno. Sus vidas son una amenaza constante para todo lo que hemos construido». Pero Kórnrak, en lugar de atender a la súplica, estalló de ira. «¿Acaso no comprendes, Proudon? —bramó el Señor de la Tierra—. No somos jueces de la vida ni de la muerte. No repetiré el error que cometiste al desobedecerme. ¡No arriesgaré nuevamente el equilibrio de Tálwer por tus impulsos temerarios!»

Antes de que el silencio pudiera llenar el vacío que dejó la furia de Kórnrak, Núrddab, la Señora de las Plantas, alzó su voz. «Kórnrak, no puedes ignorar lo que hemos visto —dijo con firmeza, aunque con un tono cargado de dolor—. Esos monstruos no respetan la vida que juramos proteger. Si no hacemos algo ahora, el sacrificio de los mortales será en vano». Úwel, el Señor de la Roca, se unió a su hermana. «Proudon tiene razón —afirmó con voz grave—. No estamos pidiendo que intervengas en cada detalle del destino, sino que cumplas con tu responsabilidad como el primero entre nosotros. Esta guerra no puede continuar».

Pero las palabras de los dos dioses no lograron calmar a Kórnrak. Al contrario, su ira se intensificó. «¡Silencio! —tronó—. ¿Cómo os atrevéis a cuestionar mi juicio? ¡No toleraré más desobediencia! Si tan poco confiáis en mi visión, entonces sois tan culpables como Proudon».

La tensión alcanzó su punto culminante cuando Proudon, incapaz de soportar las acusaciones de Kórnrak, lo atacó. El choque de sus poderes fue tan catastrófico que provocó una fisura en una de las prisiones arcanas, liberando a uno de los demonios. Cansado de la desobediencia, el caos y la amenaza creciente, Kornrak no vaciló. Envolvió tanto a los dioses rebeldes como a los dos demonios encerrados en un aura imponente y los desintegró para siempre, destruyendo tanto sus formas como sus esencias en un acto definitivo de juicio divino.

El poder de Kornrak era inigualable entre los inmortales, no solo porque era el primero de los dioses, sino porque su esencia había sido moldeada directamente a partir del fragmento más grande de Piedra Radnital jamás encontrado en las Montañas Primigenias. Esa misma piedra que los morsen descubrieron en el vacío primordial le otorgó una fuerza imposible de igualar, capaz de someter incluso a otros dioses. Por eso, Kornrak era el único capaz de acabar con sus hermanos inmortales, un hecho que los demás siempre habían aceptado con temor reverencial, pero que nunca imaginaron ver en acción.

Aislado por su ira y su dolor, Kornrak regresó a la Atalaya Celestial. Pero antes de que pudiera rendirse por completo a su soledad, los morsen, las antiguas criaturas de roca que lo habían moldeado, lo convocaron. Desde las profundidades de las Montañas Primigenias, los morsen alzaron su llamado, uno que resonó como un eco profundo y solemne en la esencia misma de Kornrak. Le pidieron que acudiera y se llevara el último fragmento de Piedra Radnital que quedaba en su hogar ancestral.

Kornrak acudió al llamado, llevando consigo la culpa y el deber que siempre lo habían definido.

Este fragmento, al que consideraba la fuente de todo equilibrio, era para él un recordatorio tanto de su propósito como de la responsabilidad que los morsen le habían confiado. Pero incapaz de distinguir el bien del mal tras la traición y el caos que había presenciado, su juicio finalmente se quebró. Cuando sus otros hermanos intentaron razonar con él desde la distancia, Kornrak los desintegró sin piedad, declarando que su tiempo como guías del mundo había terminado.


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