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Dante

Alicia era diferente. Lo supe desde el momento en que me pidió bailar, como si en ese instante se abriera un mundo nuevo ante mis ojos.

No sé si alguna vez te ha pasado: ves a alguien y, sin conocerlo, sientes que podrían convertirse en grandes amigos. Sin embargo, eso no fue lo que me ocurrió con la señorita Blanco.
Cuando la vi acercarse, lo primero que pensé fue “buena delantera”. Lo segundo fue desear que se diera la vuelta para ver su trasero. No voy a mentir al respecto; la atracción es a veces innegable.

Podría decir que me perdí en sus ojos, tan verdes como el propio bosque, pero eso sonaría demasiado a cliché de novela romántica adolescente. La verdad es que no me apetece tergiversar los hechos más de lo necesario. La honestidad tiene su peso, aunque a veces resulte más fácil ocultarse tras una mentira.  Soy un mentiroso cuando me lo propongo, no puedo negarlo.

Al acercarse y preguntarme si estaba esperando a alguien, le dije la primera mentira. Y para colmo, fue una egoísta: podría haberle dicho que esperaba a mi novia o a una cita, tal vez así podría haber cortado el mal de raíz, evitando los recuerdos que se aferran como sombras. Pero lo que solté mientras le sonreía estuvo relacionado con un hermano que había muerto hace algunos años.  Desde aquel instante, no hubo día en que no me preguntara si su interés era por lástima. 

—Hola, desconocido —dijo ella, apoyándose en la barra y inclinándose lo suficiente para que mis ojos se desviaran hacia el canalillo de su blusa de tirantes—. Nunca te había visto por aquí. ¿Has venido solo?

  Tal vez esa forma atrevida de meterse conmigo me hizo pensar en algo más oscuro: ¿cobraba por servicios especiales? Si sabes a qué me refiero.  No me justifico, pero hay algo en estar tranquilo con una cerveza en un bar de carretera cuando una joven con tanta seguridad se acerca a ti: lo primero que uno piensa es en el beneficio económico de los forasteros.

Sin embargo, Alicia tenía una mirada desafiante, como si nada ni nadie pudiera hacerle daño; era evidente que sabía defenderse.  Eso fue lo que realmente me encantó de ella.  Sí, porque no puedo seguir sin mencionar las cosas buenas; eso es muy especial.  Al darme cuenta de esa templanza brillante en sus ojos, me sentí mejor… aunque no del todo. Un grupo de motociclistas no dejaba de lanzarle miradas furtivas. 

—Normalmente estaría con mi hermano —respondí por decir algo mientras tomaba tiempo para evitar miradas indiscretas—, pero Santiago murió en un accidente de trabajo; vine a brindar por su memoria.

  Vaya tontería se me ocurrió cuando empecé a hablar sin pensar. Tenía un hermano llamado Santiago, sí, pero estaba a millas de distancia celebrando la Navidad con su novia. Jamás había pasado por esta taberna de mala muerte ni le importaba en sus planes universitarios.   El muy tonto decidió escaparse de casa a los diecisiete años en un arranque de libertad; no quería hacerse cargo del negocio familiar aunque nuestro padre había puesto esfuerzo y dedicación para enseñarnos a ser los mejores. Había una bronca entre ellos por ese motivo: mi hermano buscaba la normalidad mientras papá deseaba que permaneciésemos unidos.

—A Santi le gustaba este lugar —asentí, dándole un largo sorbo a la cerveza—. Decía que tenía buenos precios y una compañía interesante —Alicia me observaba embelesada—. Seguramente hablaba de ti.

—Lo siento por su muerte —compadeció ruborizándose—. Imagino que fue muy duro perderlo. Yo soy hija única pero sé lo que se siente perder a alguien querido; mi padre falleció hace un par de meses. 

De pronto sentí náuseas; iba a darle el pésame pero temía abrir la boca y vomitarle la cara. Lo único que pude hacer fue asentir con tristeza mientras le daba un ligero roce en el hombro para recalcar un apoyo del cual sabía que no iba a necesitar. Los términos sociales son un misterio para mí; igual cumplo la mayoría para que nadie sospeche de un muchacho de veinticinco años perdido en sus propias mentiras. 

Decidí abandonar pronto la cerveza, sintiendo cómo el líquido dorado se desvanecía en mi interior, dejando solo un rastro de burbujas que se perdían en la confusión de mis pensamientos. Tenía que conducir hasta el motel donde me quedaba por unos días; la última cosa que necesitaba era buscarme problemas en una noche como esta.

—¿Quieres bailar? —preguntó Alicia de pronto, su voz suave y cargada de esperanza, mientras sus pupilas brillaban como estrellas en un cielo despejado.

Me sorprendió su interés. Realmente creí que estaba aburrida en aquel sitio sombrío, rodeada de luces parpadeantes y risas ahogadas. ¿Cómo podía gustarle alguien como yo?

Soy atractivo, lo sé. Mi cabello castaño cae desordenado sobre mi frente, mis ojos, un enigma entre el verde y el marrón, parecen contar historias que no estoy listo para revelar. Mis labios, a menudo subestimados, son adorables y prometen más de lo que cualquier palabra podría expresar. Pero cuando estoy atrapado en ese modo depresivo, la imagen que veo en el espejo se distorsiona; no reconozco al chico que todos parecen admirar.

Lo ideal sería que todos pudieran ver por fuera lo que siento por dentro. Tal vez así evitarían acercarse cuando solo quiero estar solo.

—Lo dejaremos para la siguiente ocasión —prometí con sequedad, como si esas palabras pudieran sellar el momento.

—¿Cómo sabes que estaré disponible? —su voz traicionó su decepción. Me encogí de hombros, intentando restarle importancia a lo que estaba en juego. Ella resopló, buscando desesperadamente una solución rápida para calmar sus deseos—. Al menos, ¿puedo darte un beso para recordarte?

—Has tocado una fibra sensible —reí con ironía mientras me levantaba de mi asiento, sintiendo cómo la tensión crecía entre nosotros—. Besar lo tengo prohibido.

—Espera, no te vayas…

—Lo siento, pero no puedo quedarme sabiendo que corres peligro.

Salí del bar con su mirada clavada en mi espalda como un tatuaje indeleble. Estaba convencido de que sería la última vez que la vería; sin embargo, estaba a punto de descubrir lo equivocado que estaba.

Seguro piensas que lo peor que podía hacer era dejarla sola con esa banda de moteros ruidosos y peligrosos. Pero créeme cuando digo que no puedes juzgarme sin conocer mi historia.

Todavía no.

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