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I: El tercero.

En una ciudad al norte de Venecia una mujer corría bajo la lluvia, con el rostro escondido entre la capucha de una capa, cargando en sus brazos a un pequeño niño de meses de nacido, envuelto en una manta.

Ella avanzaba por debajo de la lluvia, que cada vez era más fuerte, seguía avanzando sin aminorar el paso, incluso entre la multitud que al igual que ella huían de la tormenta.

Entre aquella prisa por abrirse paso entre las personas a su alrededor y al mismo tiempo de cuidar a la criatura indefensa que llevaba, su hombro izquierdo chocó con el de alguien más. El golpe no fue muy fuerte, pero si lo suficiente para hacer que aquella mujer retrocediera un par de pasos. La persona con la que había chocado, la sostuvo del brazo.

—  Scusa, vai bene? (Lo siento, ¿estás bien?)

La voz de una chica joven pronunció aquellas palabras, con un poco de preocupación, la mujer que se estaba incorporando lentamente, levanto su rostro dejando ver una bella cabellera rubia y unos hermosos ojos azules para dar un vistazo a quien le hablaba.

Una chica de cabello castaño, de ojos marrones y piel ligeramente morena, la miraba mientras que sostenía con su mano derecha un paraguas, transparente; de esos que pocas veces se veían por ahí, aquella mujer rubia asintió levemente con la cabeza y de nuevo se puso erguida para seguir su camino, dejando detrás suyo a aquella extranjera, de vestimenta poco adecuada en ese época del año.








— Solo un poco más—  Susurraba la mujer al pequeño que se encontraba entre sus brazos. — Sólo un poco más—  Repitió esta vez más para sí misma que para el pequeño. Siguió a paso firme hasta detenerse en un edificio viejo, que tenía en la puerta un placa un tanto antigua que decía con letras desgastadas, "orfanotrofio".*

Se detuvo, frente a la puerta, y bajo la lluvia observando aquella placa, como si estuviera dudando de su decisión. Pero finalmente estrechó a la criatura contra su pecho,con toda la delicadeza que pudo, lo miró una última vez y con una sonrisa lo besó en la frente. Lo depositó frente a la entrada de aquel edificio, con una mano en el pecho y la mirada en el suelo mientras algunas lágrimas amargas y un par de sollozos se escapaban de sus labios, retrocedió, volviendo a quedar bajo la lluvia para dar la media vuelta y corres a toda velocidad por la avenida, sin mirar atrás.

Desde el otro lado de la calle, un paraguas transparente se podía ver, la persona que lo sostenía cruzó y sin pensarlo dos veces tomó al recién nacido entre sus brazos y le sonrió.

— Bienvenido, dulce y pequeño heredero.— La voz de la chica, se puedo escuchar con claridad por toda la calle vacía, hasta que dos personas salieron de entre las sombras de los edificios y uno más detrás de ella.

— Creí que le había dicho claramente al imbécil de Karou que lo quería fuera de mi camino.

Hubo silencio unos segundos mientras ella, se incorporaba y ponía al bebé bajo la seguridad de aquel paraguas.

— Lo sentimos mucho Arodace pero, ésta vez es por orden del Vaticano—  Le respondió uno de los hombre que habían salido de entre las sombras mientras caminaba hacia ella.

— A mí no me vengas con esas tonterías, esto no es orden del Vaticano. Por mucho que ellos me odien no se atreven a interferir de esta manera—  Replicó.

— Arodace déjate de dramas y entreganos de una vez a ese niño—  Arodace hizo una mueca de disgusto y miró al niño.

— Pequeño,solo espera un minuto mientras me deshago de estos tipos molestos—  El niño abrió los ojos, unos ojos de un brillante color azul en los cuales Arodace se perdió por unos instante; dejó caer al suelo el paraguas que sostenía y abrió su cazadora con la mano que tenía libre para sacar una pequeña daga.

— Pueden irse ahora y ahorrarse la dolorosa paliza que les voy a dar o pueden irse de aquí en una plancha—  Dijo apuntándole al hombre que antes había hablado con ella.

Aquel sujeto la miró con un poco de frustración. — Las cosas nunca pueden ser fáciles, si se trata de ti. ¿Cierto?—  Arodace le sonrió de lado mientras negaba con la cabeza.

— Solo, vayan por ella y el niño —  Murmuró el hombre al que le apuntaban a los otros dos hombres que lo acompañaban.

Uno de ellos, el más alto y de cabello negro que estaba delante de ella, avanzo primero mostrando un bastón de color negro, mientras que el otro, que estaba atrás, se preparaba para tomarla. Arodace dio un paso al frente y sin dudarlo lanzó un corte de izquierda a derecha a aquel hombre delante suyo, el hombre retrocedió, intentando evitar el filo de aquella hoja de metal, Arodace aprovechó ese instante en el que se perdió el equilibrio que la suela de su bota impactara contra el estómago del sujeto y obligarlo a retroceder unos paso; usó aquel impulso para clavar la daga que tenía en la mano a quien estaba detrás suyo, justo en el mentón, el sujeto cayó al suelo, de rodillas mientras Arodace saca el arma del cuerpo que desfallecía.

El primer hombre se incorporó y sin pensarlo se lanzó de vuelta, un golpe tras otro mientras Arodace los esquivaba con algunos pasos hacia atrás hasta que lo tuvo lo suficientemente cerca como para tomar aquel beston con su mano derecha y jalar de él, atrayendo a aquel hombre hacía ella; soltó el bastón y aprovechó aquellos instantes para lanzar un nuevo corte, esta vez certero, de arriba hacia abajo contra el tipo del bastón quien se desplomó sobre ella.

Arodace lo sostuvo por unos instantes, para luego dejarlo caer a su lado derecho. — Esta es tu última oportunidad, vete ahora y no terminaras como ellos —  Le dijo al último de los hombres que quedaba de pie.

— Sabes que no puedo hacer eso, Arodace, si yo me voy de aquí será contigo y con ese niño, si no tendré que hacerlo como ellos —  Le dijo con una media sonrisa aquel hombre a Arodace mientras desenfundaba su arma. ella sólo suspiró y puso la palma de su mano en el cañón del arma. —En ese caso tendrás que irte de aquí como ellos.

El sonido del disparo se escuchó de inmediato mientras que el hombre caía al suelo y Arodace sostenía el arma.

Ella se acercó al cuerpo del último hombre y cerrándole los ojos murmuró — Para el perdón de mis pecados, Dios Omnipotente te entrego esta alma, Innomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.

Y se alejó, dejando tres cuerpos tumbados en la acera, mientras que caminaba esperando que a unas cuadras del lugar una capilla encendía la novena vela de su altar y un sacerdote logrará preparar todo para un nuevo bautizo. Y no para uno cualquiera, si no para el último de los linajes que había llegado a la Tierra. Para el nuevo descendiente de Juan.

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