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Capítulo 8.

Lejos de allí, en lo recóndito del vasto territorio, dos sacerdotes avanzaban por un sendero apenas perceptible, oculto tras la densa espesura de un bosque antiguo. El aire fresco y el susurro de las hojas creaban una atmósfera casi mística.

Habían iniciado este peculiar recorrido que Richard, con un brillo de expectación en sus ojos, había decidido mostrar a Gabriel. Una sorpresa aguardaba al joven sacerdote, quien, sin sospechar lo que le esperaba, asumía que solo sería una caminata más.

— ¿Todo bien allí atrás?. — Preguntó Gabriel, su voz suave y resonante, mientras se adelantaba, dejando a su compañero unos pasos detrás.

Richard, algo rezagado y apoyado en un largo bastón de madera, avanzaba con dificultad por el sendero accidentado. Cada paso parecía exigirle un esfuerzo considerable, pero no era en vano.

— ¡Sí!. — Contestó Richard, con la respiración entrecortada por el esfuerzo y los años. — No te preocupes por mí, solo… solo necesito un momento. Sigue, yo te alcanzo. — Insistió el anciano, deteniéndose un instante para recuperar el aliento y observar el entorno.

— ¿Necesitas ayuda? — Preguntó Gabriel con evidente preocupación, deteniendo su avance y girándose hacia Richard. — Creo que seguir no sería lo mejor, Richard. — Comentó, observando la dificultad que la caminata generaba en su compañero.

— ¡Tonterías! — Exclamó Richard con una gentil sonrisa, su voz cargada de una determinación inquebrantable. — Nada me es difícil, simplemente ya no tengo veintitantos años como tú. — Añadió, con un toque de humor y sabiduría en sus palabras.

Gabriel rió levemente ante el comentario del anciano párroco, apreciando la sinceridad y el buen ánimo de su amigo. La compañía de Richard era invaluable para él, un faro de sabiduría y experiencia en su vida.

El joven sacerdote, decidido a esperar a que Richard recuperara el aliento, se apoyó contra un robusto árbol cercano, brindándole al anciano el espacio y el tiempo necesarios para sentirse cómodo.

— Treinta y uno. — Exclamó Gabriel, sonriendo mientras sus ojos se dirigían al suelo, sacando un cigarrillo de su cajetilla y encendiéndolo con destreza. — Tengo treinta y uno.

Richard, observando a su compañero, sonrió ante la respuesta. Poco a poco, acomodó su postura, respirando más profundamente mientras contemplaba los movimientos del joven. No lograba entender cómo podía seguir con aquel vicio infernal y mantener el aliento, pese a la cantidad de cigarrillos que le veía consumir diariamente.

— Creo que eso es una buena noticia. — Comentó el cura, con la mirada fija en Gabriel. — Eso quiere decir que, si dejas de fumar, podrás subir y bajar este camino empinado hasta llegar a mi edad. — Concluyó, soltando un suspiro seguido de una risa contagiosa.

—  ¿Cuántos años tienes? — Inquirió Gabriel, curioso, mientras exhalaba el humo lentamente, formando figuras etéreas en el aire.

— Que mi rostro joven y mi cabellera castaña no te engañen, te doblo en edad. — Respondió Richard con una chispa de gracia en sus ojos. — Tengo sesenta y nueve años, muchacho. — El anciano lanzó una cálida mirada a su joven acompañante, sus palabras llenas de un afecto paternal.

Gabriel rió ante la declaración de Richard. Ciertamente, el humor y la evidente felicidad del anciano eran algo a lo que no estaba acostumbrado. Para el joven, el cálido encanto del cura era increíblemente reconfortante. Sentir admiración por alguien tan puro y amable curaba los recovecos más oscuros del alma de Gabriel.

— Es bueno sentirse joven aún estando ya entrado en años, Richard. — Comentó el jovial hombre, quien cálidamente se acercaba a él. — Mientras mantengas el alma y espíritu de un veinteañero, la carne no es impedimento para sentirse jovial y vivo. — Exclamó, mientras ponía una mano en el hombro de su anciano acompañante. 

— La edad es solo un número, querido Gabriel. — Respondió Richard, apoyándose en su bast aliento, sintiendo la brisa fresca en su rostro. — He aprendido que mantener el espíritu alegre. Esa es la clave para disfrutar plenamente de la vida, sin importar cuántos años llevemos a cuestas.

Gabriel asintió, reflexionando sobre las palabras del anciano. La calma del bosque, el canto de los pájaros y el crujir de las hojas bajo sus pies parecían intensificar el sentimiento de paz que se extendía entre ellos.

— ¿Cómo logras mantener esa actitud tan positiva? — Preguntó Gabriel, genuinamente interesado, mientras dejaba que el humo del cigarrillo se disolviera en el aire. — Con tanta herejía en el mundo, a veces creo que enmascarar la amargura con una sonrisa se vuelve un ancla.

Richard no se esperaba tal punto de vista de Gabriel. Aunque tenía cierta razón, el mundo estaba lleno de desgracia, maldad y podredumbre por culpa del ser humano. Constantemente la creación del señor se iba marchitando, pero el anciano siempre trataba de buscsrle un poco de color a un cuadro gris simplista. No gustaba de quedarse con lo que ya existía.

— Es sencillo, Gabriel. — Richard hizo una pausa, sus ojos brillando con sabiduría. — He visto y vivido mucho. La clave está en encontrar alegría en las pequeñas cosas, en ser agradecido por cada día, y en compartir esa alegría con quienes nos rodean.

El viejo sacerdote lo miraba con una alegre sonrisa, iluminando su mirada con tanto cariño, que a Gabriel se le hacía difícil creer que ese hombre sentiría agonia en su alma . Algo no tan distinto a él, no solo hablando espiritualmente. Sino que aquello que ocultaba y de lo que no gustaba de hablar hacían del joven hombre una personalidad algo llamativa y misteriosa. Sea lo que sea, con el tiempo que llevaba siendo sacerdote solo quedaba ser positivo y confiar en los caminos y decisiones que según él, Dios le había mandado.

Los dos continuaron su camino, el sendero ante ellos se abría como una promesa de descubrimiento y amistad. Las palabras de Richard resonaban en la mente de Gabriel, inspirándolo a ver la vida con una nueva perspectiva, apreciando la bondad y la sencillez que su compañero le había enseñado a valorar.

En cierta forma, para Richard, la manera en la que Gabriel se dirigía a él y como se desenvolvía era, para Richard, estar observándose a un espejo que lo llevaba ciertamente a su pasado. Cuando apenas había llegado a ese pueblo, solo y con las mismas preguntas sin respuestas a las que Gabriel estaba siendo torturado por su mente. 

— Ven, sigamos. — Insistió. — Me siento mejor. — Comentó Richard. — Ya falta poco, se que este lugar te va a ayudar cuando lo necesites. 

Ambos hombres retomaron el camino, uno junto al otro. Gabriel había preferido acompañar al mayor de ambos para asegurarse de que no se descompensara de repente. 

— Disculpa la pregunta Richard, pero desde que salimos de la iglesia esto me trae curiosidad. — Exclamó Gabriel, mirándolo con intriga y extendiendo una sonrisa ligeramente ladeada. — ¿Por qué llevas ese palo?. — Preguntó Gabriel, quien durante gran parte del recorrido había visto a Richard cargando con él, sin siquiera comentarle el porqué. 

— Ya lo verás. — Respondió el anciano, manteniendo fija su mirada en el camino que aún les quedaba.

Para su suerte, lo poco que resto de camino fue tranquilo. El cantar melodioso de las aves, una que otra rata corriendo para ocultarse en la maleza, insectos volando en los aires, hojas tambaleando y cayendo suavemente al compas de una dulce brisa que atravesaba la inmensidad de aquel bosque.

A escasos metros, aquella masa de árboles que a simple vista parecía no tener fin, ya estaba por terminar.

Gabriel miró con curiosidad, al parecer nunca había visto algo parecido antes. Richard, al contemplar la mirada de su compañero sonrió con cierta satisfacción. Realmente esperaba encontrarse con esa reacción de su parte. 

— Bien, ya llegamos. — Exclamó Richard, entregando una gentil mirada a su compañero. — Aquí vengo cuando necesito estar un momento lejos de mí realidad, cuando las paredes de la iglesia ya no son suficientemente acogedoras es el lugar perfecto para poder respirar un momento y meditar si así lo requiero. 

Gabriel miró a su compañero y rápidamente volvió a dirigir la vista hasta la clara bienvenida que la vista le estaba proporcionando. 

Más de cerca, al adentrarse allí y dejar los arboles que proporcionaba cierta oscuridad al lugar, divisó una verde y vivaz pradera que, para gracia divina, era como un pequeño paraíso. 

Pequeñas flores de color amarillo pintaban el terreno verde que parecía no tener fin. A lo lejos, una pequeña montaña  daba el clímax de una vista estupenda. 

Los pájaros volaban con libertad, decorando el bioma con sus cánticos dulces, serenando a todo aquél los escuchará.

— Es… — Gabriel había quedado enmudecido por unos momentos. Nunca antes había conocido un paraíso como el que tenía en frente. 

— Es precioso. — Respondió Richard, mientras se acercaba detrás de él. — Es uno de mis lugares preferidos, está un poco alejado, pero el recorrido hasta llegar aquí lo vale. — Explicó el hombre. — Todo esto es propiedad de la iglesia, fue donado hace años por un buen hombre. 

Gabriel no presto demasiada atención a lo que Richard decía, pues se había perdido por completo en la inmensidad de aquella majestuosa vista. 

De pronto, a lo lejos se comenzó a escuchar los ladridos de un perro, el cual feliz corría hasta donde ellos se encontraban. 

Gabriel lo oyó, llevando su mirada hasta donde provenía aquél ruido. 

Un hermoso can de colores blancos, grises y cafés se apresuraba al encuentro del anciano sacerdote, quien lo esperaba con una enorme sonrisa en su rostro.

— ¡Mateus! — Exclamó felizmente Richard. — Ven aquí, pequeño bribón.

Gabriel, observando desde unos pasos atrás, apreciaba la escena. El anciano sacerdote jugaba con cariño y ternura con el animal.

Desde el mismo lugar de donde había salido Mateus, se acercaba un hombre sonriente. Vestía ropa campesina y llevaba una correa que conectaba con su mascota. Era un hombre de cierta edad, al igual que Richard. Su barba canosa y piel curtida por los años lo delataban.

— Buenos días, Padre Richard. — Saludó el hombre con una sonrisa amplia. — Qué gusto verlo.

— Buenos días, Walter. — Respondió Richard, devolviendo la gentileza con un firme apretón de manos.

El perro correteaba y ladraba con gran emoción, mostrando un afecto evidente por Richard, detalle que no pasó desapercibido por Gabriel.

— Veo que hoy han madrugado. — Comentó Richard, mientras acariciaba a Mateus y reía por su juguetona actitud.

— Solo vinimos a revisar que los animales tengan suficiente agua para aguantar este calor. — Explicó Walter, con un acento pueblerino marcado. — Veo que no vino solo, Padre. — Añadió con cierta sorpresa al ver a Gabriel parado un poco más lejos.

— Oh, creo que no te has enterado aún. — Dijo Richard, mientras miraba a Gabriel. — Él es el Padre Gabriel. Pronto tomará mi lugar en la capilla, así que decidí traerlo aquí para que conozca a mis animales y, sobre todo, a quien los cuida por mí, antes de retirarme. — Explicó, mientras se acercaba a Gabriel.

El hombre, comprendiendo la situación, asintió varias veces. Ambos se dirigieron hacia donde estaba el joven sacerdote, quien se había quedado en silencio, observando la escena.

— Si, mi esposa me había dicho algo. — Respondió Walter, mientras se quitaba su sombrero y a raíz raíz eso rascaba su nuca. — Sabía que llegaría el momento. Mucho gusto, Padre Gabriel. — Exclamó Walter, mientras se acercaba a él y le extendía su mano en señal de saludo. 

Gabriel, aún en silencio, no comprendía muy bien lo que pasaba. Más no rechazo el apretón de manos, mirando al hombre le entrego una sonrisa y asintió levemente. 

— Mucho gusto. — Dijo Gabriel, sin gesticular otra palabra. 

— Veo que no es de por aquí. — Comentó el hombre, levantando sutilmente una ceja. 

— ¿Por qué lo dices?. — Preguntó Richard, un tanto curioso. 

— Su acento no parece pueblerino, es bastante serio por lo que veo. — Respondió Walter, sin dejar de sonreír. 

— Aún no me acostumbro al aire de este pueblo. — Contestó Gabriel, un poco apenado. — Lo siento si parecí un poco antipático.

— Ya tendrá tiempo para acostumbrarse a las maravillas de este lugar. — Aseguró Walter, riendo sutilmente. 

— Me alegra que se hayan conocido. — Dijo Richard, quien observaba con cuidado a ambos. — Walter es, aparte de ti, el único que conoce de este lugar, Gabriel. — Explicó. — Desde hace unos años es quien me ayuda con el pequeño ganado que tenemos. — Comentó. — ¿Por qué no llevas a Gabriel a conocer a los corderos?. — Preguntó el hombre, quién extendía la vara que llevaba a Walter. — Yo me quedaré con este amiguito un momento, aún necesito recobrar el aire.

— Si, bueno. — Contentó Walter, quien tomaba el palo con cuidado. — Venga, sígame. — Dijo, mientras se regresaba por donde había venido. 

Gabriel, un poco extrañado, accedió a seguir al hombre. Aún no estaba seguro de lo que Richard tenía planeado aquí. Pero la curiosidad lo llevaba a confiar en sus palabras y acompañar a Walter hasta donde lo guiaba. 

Un poco más lejos de allí, oculto dentro de una arboleda del bosque, se encontraba un corral construido entre los mismos troncos. 

Gabriel, fascinado por aquello, sonrió gratamente. Amaba los animales, había crecido entre ellos y no había otra cosa en el mundo que lo hiciera más feliz que cuidarlos.

— No sabía que Richard tenía animales. — Exclamó Gabriel, soltando una sonrisa enorme. 

El hombre se detuvo a echarle un vistazo al pequeño rebaño de tres corderos y sus respectivas ovejas, entre ellas una pequeña cria de lana negra se había hecho visible, llevándose por completo la atención de Gabriel. 

Así es. — Contestó Walter, con su acento característico del sur de Arkansas. — Fueron un obsequio de una pareja de ancianos hace unos años. Al principio solo teníamos dos, pero con el tiempo fueron sumándose crías. — Explicó mientras miraba a Gabriel. — El Padre Richard las ha cuidado con mucho esmero. A veces tomamos uno del rebaño pa' las fiestas que organiza la iglesia, pero procuramos mantener siempre un margen de no más de seis animales. — Comentó.

— Ya veo. — Exclamó Gabriel, con admiración en su voz. — Son preciosas. Sobre todo esa pequeña de color negro. — Dijo Gabriel, observando con detalle una oveja blanca acompañada por su cría negra.

El párroco miraba al pequeño animal con ternura. Recordaba con nostalgia los tiempos en que dedicaba tiempo a los animales en los campos de sus padres. Aunque a menudo era percibido como un hombre serio y reservado, la pasión que sentía por la naturaleza revelaba un lado suyo más cálido y angelical.

— Espere a que las demás ovejas paren, entonces. — Comentó Walter, señalando los animales. — Las dos que ve ahí también están preñadas, dentro de poco habrá más recién nacidos acompañando a esa pequeña escurridiza. — Dijo, indicando con un gesto a las ovejas. — Creo que sería mejor soltarlas a pastar. — Siguió Walter. — El sol aún no está tan fuerte, pero seguro lo estará más tarde. Mejor no hacerlas pasar tanto calor, con su permiso.

Gabriel asintió, apreciando el cuidado y la atención que Walter dedicaba a los animales. Sentía una conexión profunda con ellos, una alegría genuina al verlos pastar tranquilamente. El sonido del viento y el susurro de las hojas añadían una capa de serenidad al momento, haciéndolo sentir en paz.

Walter observó a Gabriel con una mezcla de simpatía y respeto. Al ver la mirada llena de nostalgia del joven sacerdote, sintió una conexión tácita con él. Walter podía ver que, a pesar de su porte urbano y su procedencia, Gabriel poseía una sensibilidad y una conexión genuina con la naturaleza y los seres vivos.

— Veo que le gustan los animales, Padre. — Comentó Walter, con una sonrisa cálida y un tono comprensivo.

— Así es. — Respondió Gabriel, sin apartar la vista de las ovejas. — He crecido rodeado de ellos y siempre he sentido una profunda conexión con la naturaleza. Es algo que me trae mucha paz.

— Aquí encontrará mucha de esa paz, Padre. — Aseguró Walter. — La vida en el campo puede ser sencilla, pero está llena de momentos como estos, que valen su peso en oro.

Gabriel asintió, sintiendo que con cada momento que pasaba en ese entorno, se acercaba más a comprender la verdadera esencia de la vida en el campo. Los animales, la tierra y la gente formaban un todo armonioso que comenzaba a resonar en su propio corazón. Observando a los animales, Gabriel se perdió en sus pensamientos, reflexionando sobre la simplicidad y la belleza de la vida rural. Cada criatura tenía su propio ritmo y carácter, y él se sentía afortunado de ser parte de este pequeño pero significativo universo.

Walter, viendo la expresión absorta de Gabriel, se sintió complacido. Podía ver el efecto transformador que el entorno rural estaba teniendo en el joven sacerdote. La conexión de Gabriel con la naturaleza y los animales no solo lo hacía más accesible, sino que también revelaba una faceta de él que era profundamente humana y auténtica. Para Walter, era evidente que Gabriel estaba empezando a encontrar su lugar en este nuevo entorno, lejos del bullicio y la complejidad de la vida urbana.

Walter, viendo la mirada determinada de Gabriel, sonrió con aprobación. El viejo pueblerino sabía que el joven sacerdote estaba en el camino correcto para descubrir las verdaderas riquezas de la vida en el campo, una experiencia que, sin duda, lo marcaría para siempre.

En silencio, Walter le extendió la vara que llevaba consigo al sacerdote, quien la había tomado por inercia, sin quitarle la vista a los animales. Luego, el pueblerino se acercó hasta el corral y con cuidado comenzó a desarmar un par de alambres, haciendo que estos caigan al suelo y dándoles el paso para que salieran, pero ningún animal se movió. 

— ¿Ocurre algo?. — Pregunto Gabriel, un tanto confundido por la reacción del ganado. — No quieren salir de allí. 

Walter río un momento por ello, acercándose a Gabriel lentamente hasta llegar a su lado. Por otra parte, el joven sacerdote no comprendía muy bien la simpatía que irradiaba el pueblerino. Pensaba que quizás los animales sentían la presencia de algún depredador y por ende no querían salir, pero el que ese hombre lo tomara tan tranquilamente lo confundía bastante.

— Acompáñeme. — Invitó Walter, mientras se encaminaba hasta donde habían dejado a Richard. 

Gabriel, aún sin entender nada, hizo lo que él le había pedido. Comenzaron a caminar a la par, haciendo que de nuevo aquella vara comenzará a hacer sonar el pequeño cencerro que llevaba encima. 

Poco a poco el ganado comenzó a salir del corral, haciendo un pequeño camino detrás de ellos. En una hilera, los animales seguían en paso de Gabriel, sin detenerse. 

— Esa vara que usted tiene en su mano, es la que les dan aviso para que puedan salir de allí. — Comentó Walter. — Las ovejas reconocen el cayado de su pastor. Donde sea que vaya, los animales lo seguirán. 

Gabriel, sorprendido ante aquello, miro hacía atrás de él, percatándose de la veracidad de las palabras que Walter. 

A pocos metros de allí, Richard se encontraba acariciando a Mateus, quien fiel a su amo se encontraba sentado disfrutando de aquellas muestras de afecto.

Al verlos de lejos, Richard río. Había notado la expresión de sorpresa de Gabriel, quien aún no se podía creer lo fácil que había sido el llevar a las ovejas detrás suya. 

Por un instante, Gabriel se sentía algo tonto por no haberse percatado de algo tan obvio. No era una simple vara como él pensaba, por un instante se había olvidado el significado que esté tenía, sintiéndose apenado por su falta de atención.

— Veo que aún sigues aprendiendo, Gabriel. — Exclamó Richard riendo.

— Uno jamás deja de aprender. — Respondió el joven sacerdote, enmarcando una sonrisa. 

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