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Capítulo 4.

El joven sacerdote tomó una bocanada ligera de aire, cerrando unos segundos sus ojos azulados y soltando aquél aire que sus pulmones inundaban.

Asintió ante las palabras que Richard le había dicho y, acomodando su ajustada camisa, la cual se había arrugado un poco mientras permanecía sentado en la misa, se dispuso a atravesar la pequeña puerta que daba hacía las afueras del despacho.

— No sientas miedo, nadie te comerá. — Dijo Richard, mientras acompañaba a Gabriel tomándolo del hombro y compartiendo cierto afecto amistoso con él, tratando de calmar sus nervios.

Gabriel sonrió agradecido por la compañía que le estaba brindando, entendiendo por esto que él notaba su preocupación.

Rápidamente, sin perder más tiempo, ambos se encontraban caminando hacia el pequeño tumulto de personas que esperaban por delante de los portales que la iglesia.

— ¡Padre Richard!. — Exclamó una anciana, quien se había percatado de la cercanía de ambos religiosos. — La misa de esta tarde fue magnífica.

Richard sonrió a la señora, quien lo miraba con admiración y carisma. Él anciano comprendió que su lugar estaba allí, permitiéndole a Gabriel el paso a hablar con la juventud que había estado a la espera de volver a verlo después de la misa.

Gabriel, sin experiencia alguna, se acercó mostrando cierta seriedad. Sus manos grandes se escondían por detrás de su espalda. Acomodando una postura tan elegantemente erguida, aparentando demostrar una cierta seguridad, aunque por dentro sintiese miedo.

Un par de muchachas jóvenes, de no más de unos veinticinco años, se acercaron rápidamente hacia su encuentro. Riendo y susurrando barbaridades que, aunque ellas creyeran no ser oídas, para Gabriel era inapropiado en su totalidad.

— Mucho gusto, Padre… — Una de ellas se había acercado demostrando no sentir miedo ante su monumental presencia, aquél alzacuellos decorando el ajustado cuello de aquella esbelta camisa negra podría generar hasta el más mínimo sentimiento de temor y respeto.

— Gabriel. — Respondió este, comprendiendo que aquella joven no recordaba muy bien su nombre. Este sonrió levemente, mostrando que no era un sujeto a quien tenerle miedo. Pero sentir todas aquellos ojos observando de pies a cabeza a su persona lo ponían ligeramente tenso. — Mucho gusto, señoritas.

Algunas allí presentes comenzaron a soltar sonrisas nerviosas, sobre todo una que no paraba de mirarlo con soberbia y cierta curiosidad.
Gabriel podía jurar que sus ojos le estaban quemando el alma con tan solo tenerla en frente. Aquello le resultaba totalmente desagradable a simple vista.

No era quien para juzgar el aspecto de las personas, pero si de algo no podía mentir, siendo eso también pecado, era que aquella muchacha de ojos intensos no sorprendía para nada al hombre.

El solo hecho de verla con ropa costosa, lo hacía creer que está quería aparentar el porte de una malcriada. Tampoco la ayudaba su mirada lasciva, está terminaba por cerrar su conclusión. En pocas palabras, tenía en frente a un demonio en persona. La muchacha llevaba consigo el pecado de la avaricia como si de un perfume se tratara, el cuál podías detectar a kilómetros de distancia sin problema alguno.

Rápidamente, detrás de ella, una mujer de vestiduras exóticas, sombrero y tacones brillantes se acercó. Sonriendo de oreja a oreja, tomando de los hombros a la joven que parecía ser, por los mismos rasgos, su hija.

— ¡Padre Gabriel!. — Exclamó la señora. — Que gusto me da poder verlo al fin. Es una verdadera alegría para este pueblo gris, el tener en presencia a tal autoridad bien ávida entre nosotros.

Una voz coqueta, teñida de lúgubres intenciones despertaba en aquél hombre cierta curiosidad. Presentía haber escuchado palabras similares alguna vez en su vida.

La joven no se inmutó ante la presencia de la que parecía ser su madre, en ningún momento había apartado su cruel mirada de los ojos de ese joven párroco.

— El gusto es mío, señora. — Respondió Gabriel, quien tomo una de las manos de ella, para luego depositar un suave beso.

Al verlo, la señora sonrió satisfecha. El poderío que sentía, brotaba cada vez más en su interior. Le encantaba sentirse superior y que la atendieran como tal.

— Berenice Brown. — Respondió la mujer, volviendo su mano al hombro de la jovencita. — Y ella es mí dulce hija, Lucía Brown.

— Es un gusto conocerlas a ambas. — Concluyó, haciendo una pequeña inclinando su postura hacia adelante.  — ¿Hay algún señor Brown por aquí presente?. — Consultó cortésmente. — No creo que haya dejado salir solas a dos mujeres tan bellas.

Gabriel había dejado salir sus encantos engatusados, propios de un Don Juan. Se había dejado llevar un momento, quería ser gentil, pero en su diccionario personal la gentileza tenía un significado diferente.
Alli no había nada que le llamase gratamente la atención en cuanto a atractivo. Se había vuelto fiel a su castidad y al respeto que merecían todos. Aunque a veces eso le costará un poco, la excepción no existiría en ese momento.

— Oh, Padre, me sonroja. — Contestó la mujer, haciendo cierto alarde coqueto y llevándose una de sus manos a su rostro, gesticulando pena forzada ante el hombre. — Mí esposo, el señor John Brown tuvo unos pequeños asuntos que atender en nuestra finca. Pero con gusto le diré que preguntó por él. — Dijo, mientras extendía aún más la sonrisa macabra que está llevaba consigo. — Es más, ¿Por qué no nos acompañan a cenar el Padre Richard y usted una de estas noches?. No vendría nada mal tener a dos sacerdotes llenando de bendiciones y alegría las paredes de mí humilde morada.

Gabriel sintió su piel erizarse al escuchar aquél ofrecimiento. No era costumbre alguna el que alguien fuese tan gentil en ofrecerle una cena. Aunque, dentro suyo no sentía regocijo alguno por la propuesta, le parecía de mal gusto el negarse a tan cortés invitación.

— Claro, déjeme hablarlo con el Padre Richard y con gusto le haré llegar la respuesta, ante tan amable oferta. — Contestó Gabriel, intentando ocultar la pequeña incomodidad que estaba sintiendo en ese momento.

Berenice, sintiéndose triunfante, libero un poco más la tensión de sus labios, ladrando ligeramente aquella curva cargada de perversión.

— Procure avisar con antelación, Padre. — Respondió la señora. — No quisiera que mí criada cometa errores por andar a las prisas teniendo todo listo para su visita.

Gabriel simplemente asintió, retornando su camino hasta donde se encontraba Richard. Tratando de escapar de la vista de la mirada cargada de malicia de esas dos mujeres.
Ellas, por su parte, vieron como este se retiraba sin decir más. Ambas con la misma expresión en sus rostros.

— ¿Crees que él caerá?. — Preguntó Lucia, un poco incrédula.

— Es carne fresca, querida. — Comentó su madre. — Puedo oler a leguas que su fé y su alma son tan frágiles, como una simple hostia insípida deshaciéndose en la lengua de cualquier pecador. — Dijo, mientras daba un suave golpe en el hombro de la joven. — Ahora vamos, no quiero dejar tanto tiempo solo a tu padre con esa puta de criada que tenemos. — Concluyó, tomando camino hasta donde su chófer había aparcado el auto.

Madre e hija subieron a un lujoso auto negro, mientras que este se puso en movimiento y emprendió su viaje hasta la casona a la que pertenecían.

Por otro lados, las personas que antes estaban frente a la iglesia ya se habían retirado del lugar. Dejando totalmente a solas a los sacerdotes, quienes compartían alegremente una charla antes de cenar.

— ¿Cómo te sientes después de tanto alboroto?. — Preguntó Richard, notando que su compañero se hallaba en silencio detrás suya.

Gabriel, por su parte, tenía sus manos entrelazadas sobre la mesa, perdido en ninguna parte y con la mirada simplemente relajada.

—¿Gabriel?. — Consultó él anciano, extrañado por no escuchar respuesta alguna.

— Lo siento, estoy algo distraído. — Respondió el jovial hombre, quien un poco avergonzado le entrego una mirada.

— ¿Te pasa algo?. — Insistió Richard, denotando cierta preocupación por su joven compañero.

— Viejos recuerdos, nada más. — Contestó Gabriel, simulando una tenue sonrisa. — Ver a muchas familias reunidas escuchándolo, me trajo cierta nostalgia y a la vez un poco de tristeza, ¿Sabes?.

Aunque el anciano no lo notó, era evidente que Gabriel omitía ciertas cosas. No quería traer temas que lo perseguían hace años, a una charla dónde debería reinar la paz del presente.
Richard, al comprender la situación que él le decía, dejo un momento lo que estaba haciendo en la cocina, para acercarse hasta donde él estaba.

— ¿Quieres hablar conmigo?. — Preguntó.

— Estoy bien, Richard. De verdad. — Insistió Gabriel. — Es solo que… Luego de haber pasado tanto tiempo lejos de mí familia, es difícil. — Comentó. — A veces extraño el calor de un hogar de sangre, el pastel de zanahorias que mí madre preparaba y las melodías que mí padre solía dedicarnos con el dulce vaivén de un delgado arco de madera sobre las rígidas cuerdas de su violín.

Aquellas palabras iban cargadas de fuerte melancolía. Richard estaba al tanto de la vida de aquel joven sacerdote y el saberlo, solo le hacía más difícil el poder tener las palabras correctas que lo ayudasen.

— Eres un muchacho lleno de sentimientos. — Comentó Richard, sonriendo con la mirada baja. — No está mal volver unos momentos al pasado, y recordar con añoranza aquello que nos baña de recuerdos. — Dijo, mientras apagaba la hornalla de la cocina. — ¿Te sientes solo?. — Consultó, mientras volvía a la mesa con dos vasos de agua.

Gabriel acepto uno de esos vasos, acercándolo a él para beber un poco de aquél líquido cristalino y así aclarar un poco más su garganta reseca.

— A veces siento que, más allá de tener a Dios a mí lado y a personas que acompañan, por más que lo intente, mí destino siempre será terminar en el mismo lugar de siempre. — Gabriel hizo una pequeña pausa, mirando el recipiente que llevaba en sus manos a medio tomar.

— ¿De alguna manera te has arrepentido del camino que tomaste?. — Volvió a preguntar Richard.

— No, nunca me arrepentiré del camino que elegí. — Insistió el hombre. — Sabía que iba a ser difícil, pero mí fé es mí mayor compañera y todas las noches, aunque estuviera en silencio recostado en soledad, es la única que me arropa y me permite dormir en paz.

Richard escuchaba muy atentamente las palabras de Gabriel, sin omitir ninguna. Solo asentía con su cabeza varias veces y permitía que este se sienta libre de hablar.

— Se que mí deber es este, que todo lo que deseo es cumplir con el cometido que me ha sido entregado. — Continúo Gabriel. Su voz se había tornado suave y sensible, algo que no todos tenían el gusto de conocer. — Pero, a veces la soledad no deja de existir, por más que uno intente dejarla de lado.

— Esta bien sentirnos solos de vez en cuando, Gabriel. — Respondió Richard. — Recuerda que somos hombre, seres humanos también. No te martiries, solo fluye. — Dijo el hombre, extendiendo una sonrisa. — Ahora, vamos a comer algo. Necesitas descansar.

Ambos sacerdotes se dispusieron a empezar su cena, sin darle entrada a cualquier otra cosa que pudiese pasar.
La tormenta había cedido milagrosamente, aunque por intervalos de tiempo llovía con ligereza.

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