Capítulo 2.
—Dios, tú que eres tan divino y misericordioso, tú quién amas a tus hijos y a todo aquél que entone felizmente tu nombre en una oración. Te agradezco, Dios mío, por está tan preciada lluvia. — Exclamó aquél hombre, quien vestido con un atuendo negro, adornado con un alzacuellos blanco, levantaba sus manos hacia el cielo, comenzando a notar así las pequeñas gotas de llovizna que comenzaban a caer sobre sus viejas palmas. — Oh, señor mío. Procura por favor que esta lluvia no se vuelva un diluvio que arrase con nuestra tierra, y permite que aquél que tenga que llegar a destino, lo haga con seguridad. — Dijo por último, mientras observaba el cielo cada vez más oscuro.
Los truenos comenzaron a hacerse presentes luego de aquellas palabras, recitadas por el viejo sacerdote que allí estaba. El hombre, al notar como el clima comenzaba a ponerse levemente más intenso, sonrió una vez más y se encaminó hasta los adentros de aquella pequeña, pero reconfortante capilla a la cual pertenecía.
No por mucho, pues su tiempo allí estaba a días de acabar. Pronto, el lugar sería bendecido con un rostro nuevo, quien daría los cuidados al acogedor templo católico, mientras continuaba con sus labores sacerdotales con los hijos de aquél pequeño pueblo.
—Que hermosa lluvia nos ha enviado el señor, ¿No es así, padre?. — Dijo una voz varonil, jovial para ser exactos. Era el monaguillo, un joven de apenas unos once años de edad, con una mirada cargada de dulzura e inocencia.
—Claro que si, pequeño Dylan. — Respondió el hombre, sonriendo gentilmente al niño. — Dios sabe cuánto tiempo esperamos por esta lluvia. Él escucho nuestras plegarias y ahora nos brinda su bendición. — Comentó el hombre, tan alegre como solía ser.
Había sido una larga temporada de sequía para el condado, el fin de la primavera había traído consigo la larga sequía, que para el verano, era sin dudas un paisaje árido a la vista de los pueblerinos que allí vivían. Todos allí estaban deseosos por un poco de lluvia, pues el calor tan solo hacia destrozos por donde sea que se viera.
De repente, unos pasos apresurados se comenzaron a escuchar desde fuera. La lluvia había traído consigo a alguien que buscaba refugio de la misma.
—¡Buenos días, Padre!. — Exclamó una voz femenina, cargada de alegría. Una mujer estaba ingresando a la pequeña parroquia, mientras se cubría con sus brazos de aquél pequeño pero fuerte diluvio que comenzaba a ser cada vez más fuerte. — Uff, creo que nadie esperaba está bendición tan repentina. — Comentó sonriente. — He venido por mí niño, Padre. Espero no haya llegado en mal momento.
El hombre, ya anciano, sonrió al ver a la mujer. Siempre estaba feliz por ver a sus feligreses allí. Era verdad, si bien todos ansiaban que lloviese, no parecía haber indicios de precipitaciones alguna, sin embargo, tampoco era detestable la llegada de aquél aguacero.
—¡Alana!. Buenos días, hija mía. — Respondió el sacerdote, quien se acercó a ella con gentileza y paso calmado. — Veo que has tenido que correr, la lluvia te alcanzó. — Comentó con cierta preocupación. — ¿Gustas de algo caliente?. Quizás un té. — Consultó rápidamente.
—No, Padre. — Respondió Alana, entregando una sonrisa. — Se lo agradezco, simplemente he querido venir a ver si necesitaba ayuda. Antes de que llegué el nuevo párroco a esté lugar. Me sirve así, para luego acompañar a mí pequeño Dylan y que no llegue solo a casa. — Explicó la mujer, poniéndose un poco más erguida, enseñando así las facciones de su sutil y envejecido rostro femenino.
El anciano, viendo aquél gesto de la mujer, sonrió gustoso. Era un hombre sencillo y sobre todo, agradecido con todo aquel que esté a disposición de todos. Quien le extienda su mano al prójimo, quien dé sin esperar a cambio algún beneficio, quien tenga el alma pura y se entregue a Dios, profesando y amando su fé, para el padre Richard era algo digno de admirar.
—Muchas gracias, hija. — Comentó el padre, sonriendo para ella. — En realidad, está todo en orden aquí, me iba a predisponer a arreglar la habitación para tenerla lista. Quiero que el Padre Gabriel encuentre todo, lo mejor posible para su estadía aquí. Más tarde se hará la misa para presentarles a él, así podré retirarme de aquí lo más feliz posible. — Dijo el hombre, esbozando una sonrisa.
—No tardará en llegar, espero que la lluvia no haga el viaje muy tempestuoso para él. — Comentó la mujer, un poco preocupada.
Un fuerte ventarrón comenzó a azotar al condado. La lluvia golpeaba con más enojo los vitrales de el sagrado templo. Aquello parecía no tener mejoría alguna, no al menos en ese momento.
— Un poco de lluvia no lo detendrá, esto es obra de nuestro señor. — Exclamó el sacerdote, mirando hacía la puerta abierta de la parroquia.
La lluvia comenzaba a ser un poco más brusca que al principio, pero nada de eso iba a perturbar la calma del Padre Richard.
Apenas el reloj de la iglesia daba las diez y media de la mañana. El Padre Richard sabía que no iba a tomarle más de una hora el viaje que su predecesor llegara. Nunca antes había estado tan ansioso de que un nuevo cura fuese a reemplazarlo, menos luego de tantos años profesando su fe para todos los que allí vivían.
Más no le quedaba de otra, pues su salud ya no era la misma de antes.
Para no preocupar a su rebaño, decidió guardar en silenció aquello que lo mortificaba. Tratando así de aparentar que nada malo estaba ocurriendo.
—Padre Richard, ¿Por qué nos va a dejar?. — Preguntó Dylan, quien aún llevaba puesta sus vestiduras de monaguillo.
El hombre, quien estaba concentrado en nada más que la llegada de su compañero, despertó rápidamente y miro al muchacho. Este, lo estaba observando al lado de su madre, quien tenía una de sus manos apoyada en el hombro del niño.
Richard rápidamente dibujo una sonrisa en su rostro, pues se había puesto serio y pensativo durante unos minutos.
—Creo que es momento de darle lugar a un nuevo sacerdote, hijo. — Respondió el hombre, con voz un tanto acongojada. — Ya he hecho mí trabajo aquí y se muy bien que el Padre Gabriel será de mucha más ayuda, es un hombre joven y audaz. Creo que le vendría maravilloso a este lugar un poco de fe jovial. — Dijo el Padre Richard, mientras se acercaba lentamente hasta sus hijos.
—Va a ser raro no verlo aquí, Padre. — Exclamó Alana, un poco triste.
—No te preocupes, Alana. — Respondió Richard, mientras apoyaba su mano en el hombro de la mujer. — Todo estará bien, vendré a visitarlos. — Comentó, mientras entregaba una suave sonrisa a madre e hijo.
—¿Sabe algo de él, Padre?. — Preguntó Alana.
La lluvia comenzaba a ceder un poco, era el momento de que la mujer y el niño se fueran de allí, antes de que el clima volviera a tornarse feroz.
—Se lo que me han dicho de él, Alana. Es joven, nuevo en esto. Así que nada mejor que empezar su trabajo en un lugar como este. — Dijo Richard. — Creo que es momento de que se marchen. No vaya a ser que la lluvia los alcance en el camino. — Comentó sonriente. — El horario de la misa se las haré saber pronto, veremos cómo sigue este clima primero.
—Está bien, Padre. — Respondieron al unísono Dylan y Alana.
—Ven Dy, te ayudaré a quitarte eso y nos iremos rápido. — Insistió la mujer.
El niño asintió rápidamente, y ambos se desvanecieron hacia el pequeño baño que se encontraba dentro de la capilla.
El sacerdote miró de lejos, como ambos se retiraban. Pronto, su mirada se dirigió hacia la vista de la gran cruz que se encontraba detrás del presbiterio, adornado con una figura de María a un lado y José del otro, acompañando a Jesús crucificado en medio de esa enorme cruz que decoraba la iglesia.
Allí, y en silencio, Richard comenzó a recitar dentro suyo una pequeña plegaria a Dios.
—‘ Señor, se que tienes en tus manos el poder que conlleva mi vida en este mundo, te ruego por mí salud, por la salud de todos tus hijos y porque cuides muy bien de todos en mí ausencia. Por favor, dale las fuerzas y bendiciones a tu hijo Gabriel, quien en su corta experiencia vendrá a seguir con mí trabajo aquí. Te imploro, señor mío, que no dejes que nada malo pase y que Gabriel llegue sano y salvo de su largo viaje hasta aquí. ’ —
Rápidamente, se persigno al escuchar unos cuantos pasos moviéndose desde el otro lado de la capilla.
Nadie más que Dios y él, quien esperaba que escuchará su plegaria, fueron los únicos que escucharon aquello. El hombre hizo la señal de la cruz luego de haber dicho esas palabras y un momento después, Alana y el joven monaguillo habían salido rápidamente, ya listos para irse a su hogar.
—Espero que todo salga bien, Padre Richard. — Comentó la mujer, ya cerca del sacerdote.
—Todo saldrá bien siempre y cuando su fé y nuestro señor nos acompañe. — Comentó Richard, sonriendo.
—Nos vemos más tarde, Padre. — Dijo Dylan, sonriendo alegremente como cualquier niño de su edad debería hacerlo.
—Los esperaré, las puertas de este templo estarán abiertas siempre. — Exclamó el hombre. — Vayan con Dios, hijos míos.
Madre e hijo asintieron a la par y con amplias sonrisas salieron de allí, tomados de la mano.
La lluvia había cedido un poco, gracias al cielo. Aún así, este estaba teñido de un oscuro color gris. No parecía que iba a alejarse la tormenta tan rápidamente. Pero de igual forma, bastaba con que todos allí estuvieran en sus casas y no en la calle, empapándose.
El Padre Richard, una vez ya en su soledad, decidió hacerse con los últimos arreglos que faltaban para la llegada de Gabriel. Aún quedaba bastante por hacer, sobre todo en la habitación. Así que decidió no perder más tiempo y acercarse de una vez al lugar.
Había decidido esperar un tiempo antes de partir. Quería asegurarse de que Gabriel estuviera cómodo y en paz con su nuevo hogar. No le era problema, después de todo, él siempre ayudaría a quienes lo necesiten y sabía que su sucesor no era como cualquiera. No estaba en él hablar sobre Gabriel con los demás, pero sabía perfectamente el peso del apellido que ese joven hombre traía consigo.
Aún quedaban prendas que empacar, rosarios que organizar y libros que acomodar dentro de su maleta. Su pequeño ropero no era extravagante, ni tenía demasiadas cosas dentro. Solo lo necesario para estar a gusto. Zapatos, túnicas y algunas prendas más. Cada cosa las fue sacando, una por una, para así luego ser organizadas con calma.
La habitación tenía la suficiente comodidad para que ambos la compartieran, solo quedaba desempolvar viejos recuerdos y arreglar todo para que el nuevo sacerdote se sintiera en casa.
Durante el trabajo, Richard había comenzado a tararear algunas canciones que solían ser escuchadas durante cada misa. Cuando, de repente, una pequeña foto había caído al suelo en el momento que había sacado un par de camisas de aquél mueble.
Aquello llamo su atención rápidamente, y al mirar, se percató de quién se trataba.
Lentamente se agachó para tomar aquella foto y observarla con cuidado. Allí estaba estampada la imagen de una mujer joven en blanco y negro. La imagen lo mejor detallada posible de una perfecta cabellera risada que en su memoria sabia que era del tono de los rayos del sol en el día más cálido y perfecto en el que podría haber estado, una sonrisa igual de radiante estaba dibujada en aquella estampa, con un moño decorando el peinado de la joven y un delicado vestido floreado que terminaba por enmarcar aquél hermoso retrato que el hombre llevaba en su mano.
Sus ojos golpearon rápidamente en la mente de Richard, unos ojos miel hicieron agitar rápidamente su corazón. De pronto, tragó con fuerza, pues un nudo se había formado en su garganta.
Era demasiado evidente aquellos sentimientos que comenzaban a aflorar en el hombre. Aquella imagen era del amor imposible que nunca pudo concretarse. El amor que alguna vez había sentido, pero que aunque fuese tan fuerte, iba totalmente en contra de lo que alguna vez había decido como el camino que seguiría hasta el día de su muerte.
Un fuerte suspiro, casi silencioso, se disperso en la habitación. Una lágrima escurridiza cayó sobre la fotografía. El recuerdo parecía tan vivido en la mente de aquél sacerdote y el silencio con el que se llevaría todo aquello perdurará hasta el día de su muerte.
—Ojalá pudiera saber dónde estás y así, al menos, poder verte sonreír una vez más. — Susurró el hombre, apretando aquél viejo papel entintado contra su pecho.
Quién pudiera decir que, al final de todo, el amor no pudo vencer más allá de todo. Para Richard, aquél fugaz romance había sido más que eso, pero su llamado a cumplir con su deber era lo que debía hacer, sin dejarle de alguna otra forma la oportunidad de amar a esa mujer durante todos los años que habían seguido.
Un poco resignado, decidió guardar aquella fotografía con mucho cuidado. Una vez listo todo, solo quedaba esperar.
El tiempo pasaba, cada vez la tormenta parecía más fuerte. Sin dudas, aquello comenzaba a preocupar al anciano.
Pocos segundos después, logro escuchar un ruido fuera de la iglesia. Pensando que quizás se trataba del sacerdote que esperaba, apresuró sus pasos y se dirigió hasta allí.
Un coche había aparcado frente a la iglesia. El conductor, quien estaba en búsqueda de aquél sacro lugar no había tardado demasiado tiempo en encontrar la pequeña capilla donde residiría desde ese día.
No estaba tan alejada del pueblo, pero tampoco centralizada en él. A varios metros de allí, la vista era espectacular. El edificio constaba de unas paredes blancas, decoradas con una cruz en una estructura sobresaliente del techo. Allí se resguardaba a la vista de todos, la enorme campana que daba el llamado de todos los católicos de la zona, para presentarse a la tan ansiada misa que se solían dar habitualmente.
Un enrejado adornado con enredaderas que, pese a la sequia que azotaba la zona, alli se presentaban con gran vida, hermosas flores amarillas que hacían lucir perfectamente los rosales que se encontraban en cada esquina del santuario.
Al ver aquello, no dudo un minuto en aparcar su coche frente a su destino. Apagó el motor y lentamente salió del resguardo de su vehículo, para así apreciar un instante el olor a tierra mojada que antes no había captado.
Recordó que no llevaba consigo su llamativo alzacuellos, lo que hizo que fuera hasta la parte trasera del auto y allí buscar su pequeño equipaje, para tomar aquella cinta blanquecina y así colocarla debajo del cuello de su camisa antes de ingresar al templo sacro.
Una vez ya más calmado, tomó un pequeño portafolios de cuero lustrado y brillante, la valija con sus pocas pertenencias estaba en su otra mano. Con un poco de esfuerzo, cerró su auto y comenzó a dar pasos hasta llegar a la entrada de ese lugar de donde ahora sería parte.
La lluvia había cedido nuevamente, aunque las nubes grises no se iban, era un pequeño respiro al cuerpo mojado de aquél hombre vestido de negro. Quién ahora, imponente estaba plantado al frente del pequeño escalón que le estaba dando la bienvenida.
Miró un instante hacia dentro de la iglesia, las luces encendidas acompañaban con claridad a los ventanales coloridos que yacían cerrados. Los bancos desgastados por los años y las figuras religiosas que daban el recibimiento a quien estuviera allí presente.
Sin pensarlo y como siempre solía hacerse, el hombre se agachó ligeramente e hizo la señal de la cruz mientras observaba aquél Jesús crucificado frente suya. Demostrando fé y respeto ante él y su santuario sagrado.
De repente, unos pasos apurados se hicieron escuchar. El Padre Richard había visto al hombre en el ingreso y no quería hacerlo esperar más tiempo.
—¡Bendito sea el señor!. — Exclamó el Padre Richard, tan alegre y solemne como solía ser. — Gabriel, por fin has llegado. — Dijo el hombre, quien poco a poco fue deteniendo sus pasos. Al verlo detenidamente, Richard se había percatado de su apariencia poco arreglada. Estaba mojado, sus vestiduras embarradas y su cabellera húmeda lo habían tomado por sorpresa. — ¿Ocurrió algo en tu viaje hasta llegar aquí? ¡Estás empapado!.
Gabriel se había olvidado de su apariencia desprolija por unos instantes. Inclinó su cabeza para verse a si mismo, notando así la suciedad que sus zapatos y pantalones estaban cargando consigo.
Sonrió unos instantes, era evidente que su gesto caballeroso lo había dejado así y poco le importo. Al final, su deber era ayudar al prójimo, pese a que su intención no había sido bien recibida.
—Me alegra mucho volver a verlo, Richard. — Respondió Gabriel, extendiendo una de sus manos para saludarlo cordialmente. — No ha pasado nada, simplemente intente ayudar a una jovencita que había visto por el camino, estaba caminando bajo la lluvia y llevaba un par de bolsas algo pesadas. — Comentó con gentileza.
Richard sonrió ampliamente al escuchar aquellas palabras de su sucesor. Le calmaba saber que él era tan servicial con quién lo necesite. El Padre respondió al apretón de manos y pactaron la llegada del joven cura de esa forma.
—Es un gusto poder oír eso, Gabriel. — Comentó Richard. — Ven, pasa. Prepararé algo caliente para que tomemos, te daré una toalla. — Insistió. — Ponte cómodo.
Ambos hombres se dirigieron hasta la pequeña cocina que se encontraba allí, en total silencio. Parecía que ambos guardaban la charla para un momento más cómodo. Si bien, la alegría era obvia, Gabriel no quería precipitarse a nada. Solo quería descansar un momento de aquél largo viaje que había dado.
En otro lugar de ese pequeño condado, una joven llegaba con prisa hasta una enorme estancia que allí había.
Un portón de lustrosa madera de roble daba la bienvenida al lugar. Detrás de si, un pequeño sendero decorado piedras de todos los colores, ocultando así gran parte del terreno que formaba el camino. A su alrededor, había hectáreas de césped delicadamente verde y bien cuidadas daban a relucir el lugar.
No parecía haberle afectado tan escasa lluvia que por un largo tiempo no había aparecido. A unos cuantos metros, el camino hacia su final, terminando el recorrido en una casona de grandes paredes blancas, techo de tejas rojas y ventanales limpios.
Una escalera daba lugar a, escasos cinco escalones, un porche. El cuál escondía, por debajo del techo, una enorme puerta de caoba lustrada, pequeños maceteros con flores de todos los colores y un gran y descarado león de piedra que hacía de guardián en ese lugar.
A comparación de las demás casas en el poblado, aquella lucía proveniente de una familia de gran alcurnia. Destellando un aire de superioridad y con deseos de restregarles en la cara a aquellos que pisarán ese suelo, la cantidad de dinero que los dueños podían tener.
Dentro de la casa, más precisamente en la parte trasera, la joven que antes había tenido el pequeño percance bajo la lluvia ahora estaba luchando por limpiar cada uno de los productos que se habían ensuciado con lodo.
Aún empapada y sucia, no se dio el tiempo de cambiarse.
Simplemente quería asegurarse de que todo estuviera en su lugar antes de que la dueña de aquella casona lujosa llegase.
Lustro cada frustra y verdura que llevaba, los comestibles sellados y todo aquello que tuviera marca alguna de tierra mojada. Fue colocando cada cosa en su lugar, hasta que pronto, unos pasos de tacón muy sonoros se hicieron presentes desde la otra punta de la casona.
La muchacha, afligida, se apresuró a tener todo organizado antes de que la mujer dueña de esos pasos llegara a ver la pequeña algarabía que se hacía escuchar en la cocina. Pero fue demasiado tarde.
—¿Qué demonios haces, Emma?. — Gritó la mujer, preguntándose al ver todo el desastre que había ocasionado las pisadas sucias de la joven. — Tendría que hacerte dormir en la porqueriza con los cerdos, ¡Esto es un maldito chiquero, niña!.
La joven, asustada, se giro rápidamente en busca de la voz que la había espantado. Sosteniéndose sobre el lavatorio de la cocina, ella trataba de calmar su respiración.
—S-señora Brown, discúlpeme. — Exclamó con miedo la muchacha. Su acento extranjero escapó de sus labios, logrando así molestar aun más a la ya enfadada mujer.— Es que afuera está lloviendo, solo quería entrar las cosas cuanto antes y luego limpiaría todo.
—Eres una mugrosa estúpida. — Exclamó la mujer, en total cólera. — ¡Se que está lloviendo fuera!. ¿Me crees ciega?. — Consultó con descaro la señora. — Limpia todo este mugrerío que has hecho, y cámbiate esos trapos sucios antes de que te mandé a dormir al granero. — Respondió con gran molestia la mujer.
La joven, al notar aquella reacción de la señora, no tuvo más remedio que buscar el estropajo y comenzar a limpiar el desastre que estaba en el suelo. Pero, por accidente, en un sutil movimiento con el mismo, había golpeado una pequeña canasta repleta de huevos, haciendo que unos cuantos cayeran al piso, ensuciando aún más el lugar.
Al ver aquello, la señora Brown exhalo de frustración. Sentía que en cualquier momento su furia estallaría. La joven, al notar eso. Rápidamente tomo un trapo y comenzó a juntar los destrozos de aquellos huevos. Tratando así de limpiar con mayor facilidad las claras y yemas que se habían esparcido.
Consiguiente a ello, la anciana se acerco a ella con paso fuerte, lentamente. Hasta llegar frente a ella, quien se encontraba arrodillada limpiando.
Lentamente se fue agachando, hasta estar a la altura de su joven mujer de la limpieza, tomando con descargo y fuerza el cuello de ella, para plantar así el rostro de la joven en el suelo aún lleno de huevo y tierra, restregando este con ira.
Luego, soltó a la muchacha, poniéndose de pie nuevamente mientras observaba como ella sollozaba atemorizada por lo que había hecho.
— Sigo sin entender porque mí marido insistió tanto en que trabajarás aquí, eres una inútil. — Comentó la mujer, totalmente resignada. — Todos los de tu tipo deberían estar muertos.
Al verla, sin conocerla, cualquiera pensaría que la señora Brown era una dama de carácter sumiso. Claro, eso cuando su marido estaba presente. Pero cuando esté no se encontraba a su lado y nadie estaba mirando, tenía en ella un aire de superioridad que la hacían tan malvada como el mismísimo lucifer. Detestaba mostrarse débil ante los pobres y la servidumbre y no dudaba ni un segundo en aplastarlos con su austera personalidad. Sobre todo a su joven dama de limpieza.
— Saldré a hacer unas cosas, más tarde habrá misa. Al parecer, el viejo sacerdote decidió dejar este asqueroso pueblo y pasarle su lugar a uno más joven. — Siguió hablando, ignorando totalmente la situación que había pasado hacía unos momentos. — Quiero que tengas la ropa de mí esposo, de Lucía y la mía lo mejor posible, antes de las cinco de la tarde. — Escupió sin reparos, para luego sacudir sus manos y salir de allí como si nada hubiera pasado.
Emma, aún en el suelo, sollozaba débilmente con esperanzas de que nadie la escuchará. No quería ocasionar más problemas, suficiente tenía ya con la vida que llevaba allí mismo. Al escuchar cada palabra de la mujer y por fin verla retirarse de allí, levantó su cabeza y entre un fuerte nudo en su garganta, se levantó para dirigirse a limpiar su rostro.
Una vez lustrada toda la cocina y percibiendo que en esa casa nadie iba a almorzar ese día, la joven se dio un momento para poder ducharse. El peso de la ropa fría y mojada la estaba agotando. Sus labios cada vez parecían más morados, mientras que su cuerpo temblaba cual hoja de sauce con la brisa fresca que había llegado junto con la tormenta.
Aún con la lluvia gorgoteando de las nubes oscurecidas, enojadas resonando con fuerza. Destellando truenos y rayos cual tormenta eléctrica. La joven salió de aquél recinto repleto de cosas obscenamente caras, para dirigirse hasta la parte trasera de aquél edificio enorme.
Al fondo, a unos cuantos metros lejanos, se encontraba una pequeña cabaña maltrecha. Con las maderas que la conformaban un tanto mohosas, despintadas y alguna que otra resquebrajada.
Consigo un par de ventanales despintados, mismo que anteriormente parecía ser un rojo escarlata y ahora era tan solo un triste color desgastado. Para ese momento, estaban decoradas de manera rústica con retazos de telas, las cuales simulaban ser las cortinas.
A un costado, una puerta algo desprendida del marco. Puesta sin mostrar demasiada seguridad en la misma. En ella, un par de vidrios la decoraban. Algunos rostros por el tiempo que llevaba hecha la estructura, aquello en el invierno era un pesado calvario. Pero nada que un par de cartones puestos sobre las franjas quebradas no solucionarán.
El techo, ¿Qué podría decir?. El material del cual estaba hecho no hacía más que oxidarse con cada día que pasaba. Crujía fuertemente con los vientos y algunas goteras dispersas siempre terminaban por arruinar lo poco que Emma tenía dentro.
El corazón de la casa, una pequeña chimenea que pareciera querer derrumbarse en cualquier momento. Para ella, la única fuente de calor que le ayudaba a sobrevivir los voraces fríos en la temporada invernal.
A la vista de cualquiera, aquello no se diferenciaría de un lugar donde las personas ricas guardarían herramientas y demás materiales. Pero esa era su casa, su pequeño palacio que más que en las ruinas, para ella era reconfortante.
Rápidamente, ella se adentro en su hogar. Temblando de frío, rogando porque la pequeña pero reconfortante chimenea la ayudara esta vez, recogió un par de troncos que tenía a un lado de la misma, y uno en uno fue colocándolos, para luego encenderla.
¿Quién diría que en pleno verano, una chimenea sería fenomenal?. En ese momento, para Emma era verdaderamente perfecta.
Las llamas comenzaron a crecer, Emma rápidamente colocó su cuerpo en frente, buscando que el calor le ayudará a recomponer su temperatura corporal.
Coloco sus manos frente a las pequeñas llamas, y frotándolas entre si, suspiro de alivio.
Luego de unos minutos allí, se dispuso a buscar la cubeta que siempre llenaba con agua al despertarse. Siendo precavido ante situaciones como está. Se acercó hasta la estufa y acomodando una pequeña olla de hierro fundido, fue vertiendo aquél cristalino líquido. Un pequeño siseo se escuchó, aquél oscuro recipiente estaba tomando calor del fuego y no tomaría más que unos minutos tener el agua lista para darse un pequeño baño.
Por mientras, se encaminó hasta donde se hallaba su cama, a los pies de aquél casi completamente oxidado mueble, se encontraba lo único que tenía consigo de su anterior vida. Un baúl bastante grande, algo desgastado con el tiempo, que dentro llevaba la ropa que ella consideraba para momentos especiales. Aunque nunca la usaba, allí estaban a la espera del momento indicado donde las llevaría puestas.
Por otro lado, un par de fotos añejadas por el pasar de los años, un viejo oso de peluche al cual le faltaba uno de sus ojos y algo de relleno en su interior, unos zapatos de tacón color blanco envueltos en unas telas y otro par negro, un viejo uniforme de soldado, una pequeña cajita de madera y por último, pero no menos importante, una de sus reliquias más añoradas; un hermoso collar con la cadena de oro puro y una pieza única, una piedra preciosa de color morado que en forma de corazón, custodiaba celosamente las siglas de su nombre.
“ E. A. K.”
Al verlo, allí entre sus manos, apretó aquél preciado collar contra su pecho. Respiró profundo y un par de escurridizas gotas comenzaron a deslizarse desde sus ojos hasta el final de su jovial rostro.
Un leve sollozo comenzó a ser audible. Le partía el alma en pedazos la soledad con la que apañaba sus días. No tenía a nadie, ya no había familia que estuviera consigo. Era ella contra el mundo y para su desgracia, el mundo era más fuerte que ella.
Emma sentía que su pecho quemaba de manera atroz, la desolación que estaba sintiendo hacia que su débil esperanza de algún día ser feliz, se esfumara con cada suspiro que regalaba al viento.
Extrañaba tanto sus tierras, su familia, su vida.
Ya nada era como antes, y eso era lo que a ella le mataba por dentro.
Unos instantes después, comenzó a escuchar como el agua comenzaba a romper el hervor. Estaba lista para poder darse un cálido baño. Así que guardo aquello de nuevo en su lugar y corrió hasta la chimenea para poder tomar con cuidado la olla caliente.
Se dirigió hasta el pequeño baño que tenía en su pequeña casita, el cual agradecía que estuviese pegado a la misma y en una pequeña bañera vieja comenzó a verter el agua del recipiente de hierro, para luego buscar encender una pequeña canilla y dejar que se vertiera agua fría allí.
Esperó unos instantes, hasta que consiguió la temperatura justa para sentirse a gusto.
Una vez listo, poco a poco fue deshaciéndose de aquellas prendas viejas que cubrían su figura femenina.
Una a una fueron cayendo al suelo, dejando a la vista una piel blanquecina, pálida como la leche y aterciopelada como los pétalos de una rosa apenas florecida.
La edad no le jugaba en contra, para sus casi veintidós años, ella bailaba en la flor de su juventud.
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