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6. El desafío

—¡Señor! No podemos pagar más. Nos vamos a morir de hambre —señaló un campesino junto con su familia: Su mujer de pelo castaño rizado y su hija con el cabello rubio recogido en dos coletas. Los tres vestían prendas sencillas.

La gente se había reunido alrededor de él de manera que, Leofric, mi esposo, y yo, nos sentíamos acorralados sin saber adónde ir.

Se les veía indignados. Los hombres llevaban sus herramientas de trabajo para hacer más presión. Las expresiones de sus rostros lo decían todo.

Estábamos situados en un pequeño pueblo. Cada vez parecía que había menos habitantes y estos se habían concentrado en el discurso del Conde.

El tiempo tampoco acompañaba. Había un aire frío en todo esto. Se acercaba una tormenta, las nubes grises y oscuras lo acontecían.

Me daba la sensación de que estaba siendo observada. Sabía quién podía ser: Daniel, los cuervos o La persona de la túnica negra, pero si tenía que encontrármelo, iba a pasar de todas maneras. Así, que decidí seguir estando atenta para lo que pudiera averiguar de esta vida y quizás pistas hacia la verdad.

—¡Tonterías! ¿Quién es el conde? —el pueblo se quedó en silencio—. ¡Exacto! ¡Yo! ¡Y voy a subir los impuestos! —se le veía serio, pero pude percibir una media sonrisa.

—Amor. Deberías bajarles los impuestos. No pueden más —le sugerí, pero lo ignoró.

Los siervos del pueblo se quejaron ante las palabras del Conde, lo que solo hicieron encender más su indignación y furia. Los niños que observaban la escena, la miraban con miedo en el rostro y se protegían tras el escudo de sus madres.

—¡Señor! Va afectar a nuestros trabajos —un herrero de ojos claros medio escupió las palabras del Conde. Los demás asintieron conforme con lo que había dicho el siervo.

La mirada del Conde y de la gente del pueblo se encontraron. Los pájaros dejaron de mostrar su dulce melodía.

—Ese no es mi problema —contestó con sinceridad, sonriendo mientras que colocaba sus manos entrelazadas en la espalda. Lo miré con severidad y piedad.

La tormenta se acercaba al lugar. Las nubes parecían carbonizadas y una bandada de Cuervos buscaban un lugar seguro, uno de ellos, se paró a contemplar la escena unos segundos. Los rayos eléctricos de color amatista comenzaban a aparecer en el fondo, pero era pronto para escucharlos.

Me acordé de que antes de descubrir a La persona encapuchada, durante los últimos sueños, aparecía la tormenta que había en El Castillo de Morfeo y a estas enigmáticas aves les llamaba la atención.

No era una coincidencia que estuviera empezando a pasar, poco a poco. Desde algún rincón, Daniel me tenía localizada y estaba al día de todos mis movimientos.

—Amor. Baja los impuestos. No puedo ver que estén así —le pedí con compasión, pero ignoró de nuevo el comentario.

—¡Eso es todo! ¡Volver a vuestra rutina! —se despidió el Conde con frialdad.

Antes de que me diera cuenta, los siervos habían vuelto a sus deberes y la puerta del palacio se abrió de golpe. Mi marido entró sin pensar en lo que les sucedería una vez se aplicara; debía pararlo.

Se oyó el crujido de las puertas cerrarse.

Me encontré con un largo pasillo llena de velas colgadas de la pared, cuadros de retratos y paisajes. En el suelo, había una gran alfombra roja de rayas amarillas. En el fondo, pude percibir una escalera reluciente.

—Amor. No bajes los impuestos, por favor —lo obligué a mirarme a los ojos.

—Bien, querida —suspiró vencido ante mis súplicas—. sí tanto te compadeces de nuestros vasallos, debes hacer algo por ellos —se quedó pensando—. Si tú te paseas desnuda por nuestras tierras, yo bajaré los impuestos —me sonrió con maldad.

Empecé a caminar con paso decidido hacia la puerta para encontrarme con los siervos. En cuanto abrí la puerta, mi marido me preguntó:

—¿Adónde vas?

—A decir lo que voy a hacer para que bajes los impuestos, pero les avisaré que lo haré con una condición —contesté sin girarme antes de cerrar la puerta dejándole atrás.

El aire se había levantado algo más violento que cuando estábamos los dos. Los rayos aún caían a lo lejos y no se les escuchaba, pero el cielo se había transformado en una gran nube de tinta.

Mi sensación de sentirme observada aumentó y, por un momento, parecí diferenciar el cabello alborotado rubio de Daniel entre los siervos que trabajaban. Había más gente con el pelo así. ¿Por qué debía ser él? Lo más probable era que fueran imaginaciones mías.

Ahora que lo pensaba, antes de estar en esta vida, me lo había encontrado en la boca de luz afirmando que tenía la principal culpa. ¿De qué? ¿Qué era según él lo que había hecho?

No me fijé que era estridente el ruido que hacía la puerta cuando se cerraba, hasta que vi que los habitantes del pueblo me miraban con atención. Me sentí ligeramente avergonzada, y más por lo que les iba a decir.

—¡Escuchadme todos! Tengo una gran noticia que compartir —notaba su interés por mis palabras mientras que con cada una me sentía más incómoda—. El Conde ha accedido a bajar los impuestos si me paseo desnuda por las tierras —algunas miradas expresaban picardía mientras que otras estaban llenas de vergüenza—. Lo haré con una condición: Todos tenéis que estar en vuestras casas con puertas, ventanas y tejados cerrados —asintieron en silencio mientras asimilaban la información.

Durante un rato no se oyó nada.

—¡Viva nuestra señora! ¡Siempre tan bondadosa con nosotros! —gritaron levantando sus herramientas los hombres. Las mujeres abrazaron a sus hijos y los levantaron llenas de euforia.

Me alejé de la multitud en busca de mi fiel yegua Drix. Me encantaba su vivez y el tacto de su suave piel cuando recorría los caminos. Me gustó desde la primera vez que la vi: Llena de alegría. Su blancura me describía a la perfección.

Una vez llegué, un sirviente con la cabeza baja me esperaba junto con el caballo y la montadura ya colocada.

A espaldas de él, me quité mi vestido fino carmesí y le extendí la mano para que lo cogiera sin vernos. En cuánto se lo di, se dio la vuelta y mirando al suelo, me hizo una reverencia. Se fue con la misma posición de los ojos y enrojecimiento en las mejillas.

Me puse el largo cabello oscuro y liso delante de mi cuerpo para pasar la menor vergüenza posible. Agaché la cabeza para no ver nada mientras cumplía el desafío.

—No pasa nada. Todo va a ir bien —tranquilicé a Drix que estaba algo inquieta.

Drix empezó con paso ligero hacia el pueblo. Eché una breve mirada a alrededor y no vi a nadie. Todo estaba cerrado. Eso me hizo estar más calmada. Los habitantes habían cumplido su palabra.

Poco a poco, fuimos dejando atrás al pueblo y nos encaminamos hacía las tierras y producciones. Todo estaba desierto. Los árboles parecían esconderse ante la vergüenza de lo que veían.

El cielo cubierto por la nube de tinta se había hecho más oscura si podía caber. La tormenta eléctrica se acercó tímidamente.

De vuelta al pueblo, me sentí observada, y eso, me hizo sentir más vergüenza de mí misma. Tardé un poco en descubrir al mirón: Tom, el sastre. Me miraba desde un pequeño agujero.

—¡Tom! ¡No debías mirar! —le grité en una mezcla de enfado y rubor.

Al momento, pude oír cómo se quejaba de horror con los ojos cerrados y los abrió intentando ver a la persona que le hablaba sin éxito. Se escondió del momento incómodo que acababa de pasar.

Drix caminó con paso ligero y elegante hasta el establo. Al llegar se la veía feliz. La abracé eufórica y ella bajó la cabeza para mirarme a los ojos.

De repente, oí que alguien se acercaba por detrás.

—No te veía capaz de aguantar todo el camino. Bien. Cumpliré mi parte: Bajaré los impuestos —el Conde cruzó los brazos por la espalda.

Sus pasos se alejaron de mí, pero aun así pude escuchar la conversación que tuvo con el pueblo:

—Mi querida ha cumplido con el desafío. Así que bajare los impuestos —su voz era pasiva.

Los hombres alzaron sus herramientas con alegría, mientras las mujeres abrazaban a sus hijos.

—Sin embargo, alguien incumplió la condición que impuso mi mujer —se hizo un silencio—. ¡Tom, el sastre! —noté que ahogaba una exclamación—. ¡Todo el mundo te conocerá por Tom, el mirón! —sentenció—. Además de eso, ya tienes tu castigo.

La multitud de gente empezó a cuchichear entre ellos.

—¿Cuál? —preguntó una niña escondida detrás de su madre.

—No podré mirar más —confesó el propio Tom señalándose los ojos cristalinos.

Sentí una presencia cerca de mí una vez acabó la conversación y ya estaba vestida.

—Cada acción tiene su consecuencia —se oyó una voz masculina y joven entre las sombras. La reconocería en cualquier lugar.

—Sé que estás ahí, Daniel —di de beber a Drix.

Daniel salió de su escondite durante un breve instante riéndose de mis palabras. En cuánto nos vimos, me hizo una reverencia sonriente.

—¿Quién es quién? —me lanzó con diversión y formando una sonrisa amplia.

Acto seguido, desapareció como si el mismo aire se lo hubiera llevado. La tormenta se alejó, igual que los cuervos.

Algo me cogió del tobillo y me llevo con él sumergiéndome en la oscuridad.

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