El pacto maldito
Sabía que lo vigilaban.
Llevaba horas caminando por el bosque mientras recogía algunos frutos comestibles y madera. Conocía cada árbol vetusto, cada roca sobresaliente y cada sonido amortiguado; por eso había sido consciente de que alguien lo seguía, a pesar de que quien lo hacía, habría podido pasar desapercibido para cualquiera que no conociera el bosque tan bien como él. El tenue chasquido de una rama rota, el sutil roce de las hojas secas y el súbito enmudecimiento del canto de las aves, lo habían alertado.
Desde que era un niño solía escaparse de la aldea para merodear por la arboleda, sin atender a las advertencias de sus mayores. El ambiente sombrío y húmedo que revestía el lugar, siempre lo había atraído. La cúpula de ramas entrelazadas que cubría su cabeza apenas se internaba en el bosque y el musgo que trepaba por los viejos troncos, tapizándolos de un verde intenso, le provocaban la sensación de adentrarse en un santuario místico. Entonces, se detenía a escuchar cada sonido que el bosque emitía, y esperaba la aparición de alguno de esos fantásticos seres sobre los que siempre le advertían que debía huir y, por encima de todo, nunca mirarlos a los ojos.
Había crecido sin encontrarse con ninguno de ellos, pero el bosque casi se había convertido en su segundo hogar. Un hogar en el que, en ese momento, merodeaba un intruso.
Como era habitual en él, llevaba la daga en el cinto, a pesar de que nunca la usaba más que para despellejar animales; para el resto de los asuntos, si tenía que defenderse, lo hacía con sus propias manos. Sin embargo, no solía ser necesario, sus casi dos metros de altura, su espalda ancha y los abultados músculos que conformaban su cuerpo, componían una barrera disuasoria para cualquiera que deseara pelear.
Avanzó despacio, con el oído atento, hasta el claro que se abría más allá del triángulo de viejos robles. Allí, en medio de la frondosa hierba, parecía brotar del suelo un pequeño peñasco que él, en su imaginación infantil, había considerado el trono de un rey hada. Se acercó hasta él, y depositando en el suelo el morral con las avellanas y demás frutos que había recogido, se sentó y escudriñó con ojo atento la espesura. Un soplo repentino de aire frío revolvió su negro cabello, agitándolo como las crines de un caballo, y envió un escalofrío a su columna. Sus ojos grises se clavaron en el límite del bosque donde las sombras eran más profundas y la oscuridad parecía contener secretos inconfesables.
—Si has venido a matarme, hazlo de una vez y acabemos con esto —declaró con un tono profundo que se elevó hasta la verdusca bóveda que cubría el espacio, excepto por un pequeño círculo que permitía el paso de la mortecina luz invernal de la mañana—. Si no es así, entonces, muéstrate.
El velo mortuorio de un silencio sepulcral envolvió el bosque. El tiempo pareció dilatarse mientras escuchaba el rotundo golpeteo de su corazón contra el pecho, como el de un tambor que anunciara una batalla. El sonido de la hojarasca removida se volvió más nítido y una figura oscura se deslizó sutil entre las sombras más negras, hasta emerger de ellas.
Kaylen contuvo el aliento cuando vio avanzar a la enorme loba blanca cuyos ojos oscuros y penetrantes lo miraban fijamente. La misteriosa bruma que la acompañaba la rodeó, trepando por sus patas, hasta engullirla desfigurando su contorno. Con movimientos suaves y lentos tomó forma de nuevo en la figura de una mujer. Era hermosa, de largo cabello negro, piel blanca como el mármol y ojos oscuros y penetrantes: los ojos de la loba. Vestía una larga túnica dorada, ceñida con un cinturón, bajo la que asomaban sus pies descalzos que apenas rozaban la hierba mientras avanzaba.
«Una Tuatha Dé Danann», pensó Kaylen, tratando de contener el estremecimiento que sacudió su cuerpo.
La mujer se detuvo a pocos pasos de él y sus labios, suaves y rosados, se curvaron en una leve sonrisa, como si conociese el efecto que su presencia provocaba en él.
—¿Qué deseas, mujer? —la interrogó cuando se detuvo cerca—. ¿Por qué me has seguido?
—¿Sabes quién soy? —preguntó ella a su vez.
Kaylen la observó con atención y negó con la cabeza.
—Sé lo que eres, pero no quién eres.
—Y sin embargo —señaló la mujer—, eres capaz de mirarme a los ojos.
Él sintió la tentación de cerrarlos en ese momento. Tantas veces le habían advertido del inmenso poder que ostentaban aquellas criaturas mágicas que habitaban los bosques, de cómo con una mirada podían penetrar en tu alma y dominarla arrebatándote la voluntad, y cuando por fin se hallaba ante una de ellas, olvidaba las enseñanzas de generaciones de sus antepasados.
—Todavía no me has dicho tu nombre ni qué es lo que quieres —se atrevió a replicar mientras le sostenía la mirada.
La mujer dejó escapar una carcajada cristalina, como el sonido dulce de una flauta, que, no obstante, le heló la sangre en las venas. Sus músculos se tensaron en respuesta.
—Retira la mano de la daga —le ordenó ella—, he venido en son de paz. Mi nombre es Morrigan, diosa de la guerra, de los Tuatha Dé Danann, y he venido a hacer un pacto contigo, herrero.
Kaylen no se sorprendió de que conociese su ocupación, si en verdad era una diosa, pero ¿qué podía querer una poderosa Tuatha de un mortal como él?
—¿Qué clase de pacto? —inquirió con manifiesta desconfianza.
Ella arqueó una altiva ceja ante la sequedad de su tono y apretó los labios con desprecio; luego, con un elegante gesto, hizo aparecer en su mano derecha una flecha.
—Quiero que fundas esta flecha de plata y forjes una daga para mí.
El joven sacudió la cabeza confundido.
—La habilidad de tu pueblo y de sus maestros herreros para fabricar armas es legendaria. ¿Por qué querrías que yo te hiciese una?
Los ojos de ella adquirieron un peligroso brillo rojizo y su voz se tornó bronca como el ulular del viento del norte y el tronar del relámpago.
—¡No te toca a ti, mortal, cuestionar a una diosa!
Kaylen se cubrió los oídos ante el estruendo, hasta que la calma y el sosiego volvieron a la naturaleza y a su corazón. Posó una mirada torva sobre la mujer. Vio que tenía una mano extendida hacia él y sostenía un pequeño saco.
—Es el pago por tu trabajo —señaló con una calma fría—. Tómalo.
Frunció el ceño, no le gustaba acatar órdenes de nadie. Sin embargo, se lo pensó mejor y, con un encogimiento de hombros, lo cogió evitando rozar su mano. Notó su peso sobre la palma, aunque en ese momento poco le importaban unas pocas monedas. Miraba a aquella mujer de piel tersa y rostro luminoso, y esperaba. La diosa dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia el bosque mientras la bruma comenzaba a condensarse bajo sus pies.
—¿Y cuál es el pacto? —preguntó a la figura que ya se desvanecía en la neblina.
—Lo conocerás a su tiempo. Tienes una semana, herrero.
La voz resonó como un eco lejano, al tiempo que un ave de negro plumaje elevaba el vuelo desde los últimos jirones de niebla. Kaylen observó el vuelo del cuervo con los ojos entrecerrados. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, aposentándose en su alma como un mal presagio.
***
Una semana después, el bosque que tan familiar le había resultado siempre, le parecía una bestia oscura y enorme que exhalase sobre él su aliento mortífero. Sacudió la cabeza para alejar los sombríos pensamientos y se concentró en el camino.
La daga que portaba envuelta en un paño era una obra maestra. Por alguna razón desconocida, se había convertido en una obsesión, y había trabajado día y noche hasta culminar la obra. Casi se sentía renuente a separarse de ella, como si formase parte de su alma. Sin embargo, la entregaría gustoso, porque ya no deseaba tener tratos con la hermosa diosa. Aunque carecía de parientes vivos en la aldea, sí contaba con amigos, a los que había dejado de lado esos días enfebrecido por el deseo de crear algo hermoso en cuanto había tocado la flecha plateada. Seguramente contenía alguna magia antigua. La inquietud que se había apoderado de él en aquel instante persistía todavía, arrastrándose tras él como un perro hambriento. Odiaba esa sensación.
Vio el triángulo de viejos robles y respiró en profundidad. El aire que penetró con profusión en sus pulmones, cargado del aroma que desprendían las coníferas, no lo alivió. Con su pecho transformado en una improvisada fragua, su corazón comenzó a martillear con fuerza cuando avanzó hacia la piedra del claro. En esta ocasión no se sentó, sino que permaneció de pie, con las piernas separadas, como un guerrero que aguarda a entrar en combate.
El graznido del cuervo no lo sobresaltó; sin embargo, no se acostumbraba aún al cambio de figura que se operaba en el animal tras la desaparición de la niebla.
Morrigan se aproximó a él con una sonrisa en los labios tentadores. No se asemejaba a una diosa de la guerra con aquellas curvas abrazadas por la túnica carmesí que ceñía su joven cuerpo, pero Kaylen sabía que se la conocía como la diosa de las mil formas. Observando su belleza, se preguntó cuál sería su forma verdadera.
—¿La has traído?
Como respuesta, sacó del morral el objeto y desenvolvió el paño para mostrarle la daga de plata, que destelló con un brillo incandescente cuando la tibia luz del sol que atravesaba el ramaje incidió sobre la hoja bruñida. Notó la fascinación con la que la Tuatha contemplaba la empuñadura finamente labrada con los motivos celtas que adornaban tantas jambas en las puertas de las casas de su aldea.
—Aquí la tienes —señaló al tiempo que se la ofrecía.
Ella negó con la cabeza y clavó en él sus ojos oscuros.
—Sostenla sobre tus manos —le ordenó con tono perentorio—. Necesito grabar en ella las runas.
—¿Qué runas? —le preguntó, asaltado por un súbito recelo.
En un instante, la daga había escapado de sus manos y volado hasta apretarse de modo peligroso contra su cuello sin que mediase fuerza humana. Con el cuerpo sometido a una tensión contenida, clavó su mirada grisácea y tormentosa en la mujer.
—O tienes mucho valor, herrero, o simplemente eres un necio —declaró ella con desdén mientras efectuaba lentos círculos a su alrededor—. Vosotros, los humanos, venís revestidos de mortalidad desde vuestro nacimiento, y vuestro corazón rebosa podredumbre, cargado de ambiciones y traición. Sois débiles, como demostráis ante esa absurda emoción que llamáis amor. Sois en todo inferiores a nosotros. Nunca cuestiones los actos ni las palabras de una Tuatha Dé Danann o morirás por ello.
Kaylen apretó la mandíbula para contener su ira y las palabras que amenazaban con salir de su boca. No se consideraba un cobarde, pero tampoco un necio como para no saber que se hallaba en desventaja frente a la diosa. Asintió en silencio y esperó.
Cuando la daga se posó de nuevo sobre sus manos desnudas, sintió el peso y la frialdad del metal, y supo en ese mismo instante que se arrepentiría de aquello toda su vida.
Con tono melódico y rítmico, Morrigan inició un antiguo cántico ritual. Una sinfonía que flotó en aquel espacio místico creando un ambiente mágico, casi sacro, mientras una mano invisible grababa los arcanos símbolos del lenguaje de los Tuatha sobre la plateada hoja.
El canto se fue extinguiendo poco a poco hasta desvanecerse en un quedo murmullo. Kaylen notaba en las palmas de la mano la energía que desprendía la daga, una sutil vibración que se extendía por los poderosos músculos de sus antebrazos y que hacía que su corazón latiese con más fuerza. La contempló fascinado, como si el poder oscuro y antiguo que contenía lo hipnotizase.
No tuvo tiempo de reaccionar. Con un movimiento veloz, incapaz de ser percibido por el ojo de un mortal, la afilada hoja rasgó la carne tierna de su muñeca derecha mientras la sangre que manaba era absorbida por la daga de plata, tiñendo los surcos de las runas como el agua de la lluvia regaba los surcos de los campos.
Kaylen retiró la mano al tiempo que cubría la herida y apretaba los dientes para no dejar escapar su dolor y su rabia. Su mirada turbulenta se dirigió hacia la traicionera mujer, que sostenía en su mano la daga.
—Has sellado el pacto con tu sangre, herrero —le dijo. Una sonrisa triunfal asomó a sus labios—. Ahora tienes que cumplirlo.
—Me has engañado —siseó con furia.
Morrigan se encogió de hombros con displicencia.
—Eso no importa. El pacto ha sido sellado con la sangre, es sagrado.
—¿El pacto? —escupió con rabia mientras avanzaba hasta situarse a pocos centímetros del rostro de la mujer—. Ni siquiera conozco los términos de tu pacto. Yo ya cumplí mi parte forjando la daga. No haré nada más.
Ella alzó la cabeza y clavó su mirada en la bruma gris y tormentosa de los ojos del herrero. Le gustaba su mezcla de valentía e insensatez. Seguramente sería un amante apasionado, pensó, en otras circunstancias, en otro tiempo.
—La forja de la daga era solo un encargo. Este es mi pacto, herrero: buscarás al único descendiente de un hombre llamado Cú Chulainn, en la región del Ulster. Cuando lo encuentres, tú mismo empuñarás la daga para clavársela en el corazón.
—No haré tal cosa. No obedeceré los caprichos de una diosa malcriada —repuso, sin importarle cuánto pudieran enfurecer sus palabras a la mujer. Quizá por eso le sorprendió aún más la risa clara que escapó de la garganta femenina.
—No puedes negarte, herrero —declaró cuando solo una sonrisa bailaba ya en sus labios—. Es tu geis, tu obligación. Si no cumples tu parte del pacto de sangre, la maldición se cumplirá.
—¿Qué maldición?
El rostro de la diosa se tornó serio y sus ojos oscuros lanzaron un brillo de triunfo.
—La muerte de todos los de tu aldea —sentenció—. Desataré una guerra como nunca has visto antes, y toda tu gente morirá.
El rugido gutural que brotó de la garganta de Kaylen estremeció la bóveda arbórea que los cubría. Las aves levantaron el vuelo asustadas.
Con un rápido movimiento le arrebató la daga y trató de hundirla en su corazón. Sin embargo, la hoja ni siquiera llegó a rozarla, como si una pared invisible se lo impidiera. Morrigan meneó la cabeza divertida.
—Esa daga ha sido forjada para un solo corazón. Tu destino y el de tu aldea están grabados en sus runas. Haz pronto tu trabajo, herrero, y vivirás feliz. —Su rostro se endureció entonces y su voz se volvió tan afilada como la espada que le mostró—. No trates de engañarme, mortal, porque la espada de Nuada puede encontrar a un enemigo sin importar el lugar donde se oculte.
Kaylen intentó controlar su respiración agitada y el odio amargo que le roía las entrañas.
—Si mato a ese hombre, ¿cómo sabré que cumplirás tu palabra y que mi gente estará a salvo? Ya me has mentido una vez.
—Las runas que sellan tu destino desaparecerán.
***
Angus, sentado sobre la rama de un árbol, contemplaba con interés al joven que se paseaba inquieto junto a la orilla del lago. Poseía la complexión de un guerrero y un rostro atractivo. Sonrió para sí al pensar que podía ser una víctima perfecta de sus hechizos de amor. Sin embargo, su rostro se ensombreció cuando escuchó sus palabras y lamentos.
—¡Por la sagrada sangre de los druidas, no puedo hacerlo!
Kaylen se dejó caer sobre el blando suelo y sostuvo la cabeza entre sus manos sofocado por al desesperación. Había encontrado al descendiente de Cú Chulainn, pero no se trataba de un hombre, sino de una mujer. Su preciosa Alanna, la de los cabellos de miel y los suaves labios como pétalos de rosa. La mujer de la que se había enamorado.
Si bien la gente de su aldea se hallaba a kilómetros de distancia, pervivía anclada con firmeza en su corazón. ¿Cómo podía elegir entre la vida de ellos y la de Alanna?
Un cosquilleo en la nuca le advirtió de que ya no se hallaba solo. Alzó la cabeza y observó al hombre que se acercaba. Con prudencia, el joven se detuvo a unos pasos de él.
—¿Qué quieres, Tuatha? —le espetó con desprecio mientras se ponía lentamente de pie sin retirar la vista del hombre. Era apuesto, de facciones delicadas y cabello rubio. Sus ojos azules habían perdido el brillo risueño y lo miraban en ese momento con asombro y curiosidad.
—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó.
—Conozco a los de tu raza —repuso con amargura—, su perfidia y su traición.
—No somos todos iguales, como tampoco lo sois los mortales —respondió con tono sereno—. Si alguno entre los de mi pueblo ha hecho algo, tal vez yo pueda ayudarte.
Kaylen respiró profundamente y se pasó la mano por el rostro con gesto cansado.
—¿Quién eres tú? ¿Por qué habrías de ayudarme?
—Mi nombre es Angus. Entre los Tuatha soy conocido como el dios del amor, y digamos que no soporto ver... —se interrumpió, contemplando con mirada torva la runa que aún cicatrizaba sobre la piel de la muñeca de Kalen—. Es el símbolo de Morrigan. ¿Qué te ha hecho?
—¿Puedes tú deshacer un pacto maldito? —le preguntó él a su vez.
Angus observó fijamente al herrero. ¿Sabría lo que la diosa le había hecho? Probablemente no.
—Cuéntamelo todo —le pidió.
Sin omitir ningún detalle, Kaylen le explicó lo que había sucedido desde que la mujer le había salido al encuentro.
—...no puedo acabar con la vida de Alanna, y si no lo hago, mi gente morirá —concluyó.
Angus negó con la cabeza.
—Morrigan no puede desencadenar una guerra, herrero. Te mintió —admitió, aunque con renuencia—. Dagda, el soberano de los Tuatha, le prohibió matar a ningún mortal, solo puede infundirles valor o terror durante una batalla, pero no tocarlos. Hace tiempo, Morrigan se enamoró de un mortal...
—Cú Chulainn —adivinó Kaylen.
El joven dios asintió.
—...pero el guerrero la rechazó, a pesar de su belleza, porque su corazón pertenecía a otra mujer. Como venganza hacia él, mientras guerreaba en una batalla, Morrigan se interpuso con su magia hasta conseguir que lo hiriesen y muriera —le explicó—. Dagda la castigó por ello.
—Por eso quería que yo matase a Alanna, porque ella misma no puede hacerlo —reflexionó en voz alta con tono esperanzado—, ni tampoco dañar a mi aldea.
Una carcajada liberadora brotó de la garganta de Kaylen y sus ojos adquirieron un matiz brillante, confiriéndoles el aspecto de la plata bruñida.
—Contén tu entusiasmo, herrero —lo amonestó Angus con tono serio.
Kaylen frunció el ceño.
—¿Por qué? Has dicho que ella no puede matarnos.
—Morrigan buscará venganza cuando sepa que no has cumplido tu misión. Recuerda que tú has sellado con ella un pacto de sangre. La magia que corre por sus venas y la sangre que corre por las tuyas, se ha mezclado —señaló—. Mientras exista ese vínculo, pervivirá el pacto.
—¿Hay alguna forma de romperlo?
Angus no respondió. Se limitó a retirar de sus hombros la capa que llevaba y a ofrecérsela a Kaylen.
—Este manto te otorgará el don de la invisibilidad, úsalo cuando viajes. Llévate lejos a Alanna y empezad una vida juntos.
Él tomó la capa. A pesar de su aspecto tosco y de su longitud, era liviana. Pesaba menos que la pena que horadaba su alma al pensar en abandonar su tierra irlandesa, el hogar que lo vio nacer. Asintió despacio.
—Morrigan tiene la espada de Nuada —le advirtió.
El atractivo rostro de Angus se endureció y Kaylen vislumbró los primeros vestigios de un dios en él. La ira que contenía su mirada lo llevó, inconscientemente, a dar un paso atrás.
—Yo me ocuparé de eso —replicó con un tono que no admitía duda—. Ella no usará la espada hasta que no se cumpla el tiempo; después, herrero, todo quedará en tus manos.
—¿Qué quieres decir?
—Lo sabrás en su momento.
Kaylen rechinó los dientes.
—Odio la costumbre que tenéis los dioses de hablar a medias.
Angus esbozó una sonrisa socarrona antes de dar media vuelta y comenzar a alejarse.
—Nos volveremos a ver, herrero.
Contempló la figura del dios hasta que se perdió entre las sombras, luego se giró y su mirada se perdió en el espejo de las aguas del lago, que el sol poniente teñía de un tono anaranjado.
—No lo creo —respondió a nadie en particular antes de colocarse la capa y dirigirse en busca de Alanna.
***
Sabía que lo vigilaba.
A pesar de todo, prefirió seguir removiendo su café mientras contemplaba la belleza de los Campos Elíseos. París lucía una estampa preciosa durante la primavera, y estaba decidido a gozar de ella. Llevaba más de dos mil años huyendo y el cansancio había hecho mella en su alma.
Aún recordaba con viveza la muerte de Alanna, y luego la de sus hijos. El sufrimiento casi lo había vuelto loco. Ellos se habían ido a un lugar mejor, dejándolo atrás, encerrado en un cuerpo inmortal. Angus había tenido razón. Se habían vuelto a ver el día en que él había sido consciente del verdadero significado del pacto maldito. El dios se lo había explicado todo. La runa grabada sobre su muñeca —y que ahora mantenía cubierta con una ancha banda de cuero, a modo de brazalete—, constituía el símbolo de su inmortalidad, cuyo pacto había sellado con su propia sangre sobre las runas de la daga. Morrigan lo había maldecido con ese don para asegurarse la venganza en caso de que él no cumpliera con su petición. A partir de ese día, le había dicho Angus, ella podría usar la espada de Nuada para encontrarlo y acabar con su vida.
Dos veces lo había intentado. En las dos ocasiones en que se habían encontrado, la lucha entre ellos había sido titánica, desencadenando dos guerras que casi habían acabado con la humanidad. Dagda, el padre de los dioses, había castigado severamente a la mujer por ello, y él había podido gozar así de unos pocos años de paz.
Sin embargo, le resultaba curioso que en esos años la hubiese echado de menos.
Aspiró profundamente el aire tibio de la mañana parisina y sonrió. Sí, tal vez era el momento de volver a su amada tierra, Irlanda.
Vestido con unos vaqueros, una ajustada camiseta gris y una liviana cazadora de cuero, ya no se asemejaba a aquel muchacho que había amado con intensidad a una joven celta miles de años atrás. El tiempo y las experiencias vividas habían dotado a su alma de una nueva conciencia, la de su propio poder, el poder de decidir.
Fue consciente del momento en el que ella se acercó. Morrigan, la diosa de la guerra, tan hermosa y tan mortífera como siempre. Con unos pantalones negros que moldeaban sus esbeltas piernas, un top blanco y una chaqueta negra, los hombres se volvían a mirarla. Su larga melena negra se mecía con la brisa suave. Sus labios esbozaron una sonrisa felina cuando su mirada oscura se cruzó con la de él.
—Esta vez ha sido demasiado fácil encontrarte —comentó al tiempo que se sentaba junto a él en la terraza de la cafetería.
Kaylen se encogió de hombros.
—Tal vez sea porque no me escondía.
Ella entrecerró los ojos y lo miró con desconfianza.
—Entonces, ¿has decidido morir, herrero?
Él le dedicó una sonrisa sesgada. Le gustaba que ella lo llamase así, era lo único que todavía lo unía a su pasado.
—Todavía no, mujer. Más bien, he decidido cambiar de táctica —declaró al tiempo que se inclinaba sobre ella. Apresó su barbilla entre los dedos y besó con suavidad sus labios—. Soy partidario del lema: «Haz el amor y no la guerra».
Sus grandes ojos oscuros, que contenían secretos inmemoriales, lo contemplaron confusos y un leve rubor cubrió sus mejillas. Angus no se había equivocado, por muy diosa que fuera Morrigan, en su interior latía un corazón de mujer.
Kaylen tomó su mano y entrelazó los dedos con los suyos.
—Volvamos a Irlanda y empecemos de nuevo —le pidió con una sonrisa—. Hemos pasado demasiado tiempo luchando el uno contra el otro.
Ella miró primero sus manos unidas y luego clavó la mirada en sus ojos grises, como si quisiera llegar a través de ellos hasta el fondo de su alma. Y tal vez lo consiguió, porque en ese momento sus labios se curvaron en una hermosa sonrisa de aceptación.
Sí, pensó Kaylen, tal vez el amor podía transformar aquel pacto maldito en una bendición.
Tenía una eternidad por delante para descubrirlo.
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