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Azren observaba el rostro adormilado de Eos, sus ojos entrecerrados por la embriaguez y las promesas que pronunciaba con voz suave. Con una sonrisa indulgente, lo cargó en brazos con una facilidad sorprendente y lo llevó hacia sus aposentos. Allí, el joven príncipe se durmió profundamente, mientras Azren lo cubría con una manta ligera antes de salir en silencio.
El viaje al reino de Ignis comenzó al amanecer. Eos despertó con la suave brisa que se filtraba por las cortinas del carruaje, sintiendo el suave traqueteo de las ruedas sobre el camino. Mientras el paisaje cambiaba, se dio cuenta de que el aire se hacía más cálido y el cielo se tornaba en un tono anaranjado, anunciando la cercanía de las tierras del fuego.
Cuando finalmente llegaron a la frontera del reino de Ignis, Eos se quedó sin aliento. A lo lejos, el imponente castillo de Azren se alzaba sobre un volcán activo, sus torres negras y afiladas parecían perforar el cielo. A su alrededor, un río de lava serpenteaba como un dragón en reposo, brillando con un fulgor intenso que iluminaba las rocas circundantes.
—Es... impresionante —murmuró Eos, apenas capaz de procesar la magnitud de lo que veía.
Azren, sentado a su lado en el carruaje, sonrió con orgullo.
—Bienvenido a Ignis, mi querido Eos. Este será tu hogar ahora.
Mientras el carruaje avanzaba por un puente de obsidiana que atravesaba el río de lava, Eos sintió una mezcla de emoción y nerviosismo. Había escuchado historias sobre el reino de los demonios, pero ninguna había logrado capturar la majestuosa realidad de lo que tenía ante sus ojos. Las llamas que brotaban de las entrañas de la tierra no solo no lo intimidaban, sino que lo atraían de una manera extraña y fascinante.
Una vez que llegaron a la gran puerta de hierro del castillo, Eos bajó del carruaje, su mirada aún fija en las imponentes estructuras que lo rodeaban. Los demonios del reino se inclinaron respetuosamente al paso de Azren y lo miraron a él con curiosidad. Aunque el ambiente era oscuro y el calor sofocante, no sentía miedo, sino una profunda curiosidad.
Azren lo tomó de la mano, guiándolo por los pasillos del castillo, que estaban decorados con piedras preciosas que parecían arder con luz propia. Al final del recorrido, llegaron a una gran sala con enormes ventanales que daban vista directa al volcán. El rugido constante de la lava bullendo era casi hipnótico.
—Este es nuestro hogar, Eos —dijo Azren, rodeándolo con un brazo—. Aquí, estaremos juntos, y cumpliré mi promesa de cuidar de ti.
Eos, aún asombrado por la grandeza del lugar, lo miró a los ojos y asintió con una mezcla de confianza y determinación. Sabía que, aunque el camino por delante estaría lleno de desafíos, no lo recorrería solo.
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