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Heliakar

La lluvia no cesaba. Gotas y más gotas caían del cielo en un infinito conteo que parecía no tener fin. Eran como lágrimas derramadas por titanes, entristecidos al ver como el tiempo los iba olvidando a todos. La arena de la playa no tardó en quedar mojada, llegando incluso a formarse inmensos charcos. A lo lejos, el mar rugía embravecido.

Inmensas olas surcaban el inmenso remanso de agua. Iban de un lado a otro, agitadas por las aullantes bocanadas de aire, conformando remolinos que parecían dispuesto a tragarse a quien osara acercarse. Otras se elevaban en el aire, como si tuvieran vida propia y descendían conformando ángulos imposibles de concebir para la propia psique humana. El sonido de la marea avanzando y retirándose de la playa, acompañaba aquel agitado vaivén, junto con el silbido del viento y los poderosos truenos.

El cielo estaba oscurecido por inmensas formaciones de nubes grises. Eran brumas de gas húmedo que parecían tener vida propia y se movían fluctuando de un lado a otro, superponiéndose entre ellas y chocando como si luchasen por su propio sitio. Entre ellas, podían verse serpenteando largos y finos rayos. Algunos eran rectos, otros iban en zigzag, pero la mayoría tenían una forma arqueada. Tan solo se podían ver en un momento determinado. En un mero pestañeo, desaparecían.

Eso era todo lo que se podía ver desde aquella playa, donde me encontraba sentado.

El barco en el que viajaba fue arrastrado por las olas en dirección de vuelta a la costa. Por más que el capitán intentó cambiar la dirección, al final, acabó estrellándose contra las rocas que bordeaban la bahía y no tardó en hundirse. Lograron evacuar a casi todos, pero el fuerte oleaje tiró la mayor parte de los botes. Yo caí por la borda y, por suerte, acabé arrastrado por la corriente hasta la playa. Todo lo demás, fue engullido por el mar.

Mis ojos observaban la salvaje vorágine que representaba el mar. Parecía una bestia furiosa, recién despertada para causar el caos y la destrucción. Se veía grande, indómito, poderoso. Me hacía sentir pequeño e insignificante, desconocedor de la gran inmensidad que abarcaba y de los oscuros secretos que ocultaba en su interior. Recordaba en eso momentos lo que mi anciano padre siempre me dijo: "Hijo, el mar es engañoso. Puede que parezca estar a nuestro completo servicio, pero una vez entramos en él, se convierte en dueño y señor de nuestro destino. No lo conocemos tan bien como creemos". Sus palabras no podrían ser más acertadas que en ese momento.

Seguía sentado sobre aquella arena, notando lo mojada y pegajosa que estaba por culpa de la lluvia. Mi cuerpo estaba entumecido. El helor se extendía por todas partes, de los pies hasta la cabeza. Notaba la nariz, las orejas y las puntas de los dedos frías, como si estuvieran a punto de congelarse. Las gotas se clavaban en la piel como pequeñas dagas y caían por ella como si tuvieran vida propia. La ropa estaba húmeda y se pegaba como si tratara de devorarme. Todas aquellas sensaciones me alteraban de una manera antinatural. Era la sensación habitual que uno notaría al estar bajo una tormenta, pero ahora era impostada, como alguien quisiera que sintiese aquel gélido efecto. Fue entonces cuando sucedió.

Mi vista se alzó hacia el horizonte y quedé petrificado cuando empezó todo. Entre la vorágine de olas que no cesaban surgió un gran montículo de un negro más oscuro que la mismísima noche. Estuvo allí por un momento hasta que no tardó en volver a sumergirse. Por un instante, creí que podría ser algunas de las pronunciadas grandes rocas que conformaban la abrupta geología de la bahía y contra la que, desafortunadamente, el barco en el que viajaba pudo chocar. Quizás las caóticas corrientes lo dejaban a la vista por un momento. Sin embargo, tuve que cambiar mi opinión cuando vi el misterioso risco alzándose decenas de metros más adelante. Aquello no era un objeto inanimado. Estaba vivo.

Miré con total atención lo que se estaba desarrollando en el mar, pues sabía que algo increíble sucedería de un momento. Sin embargo, no era para nada consciente de la realidad, porque lo que iba a aparecer era la cosa más horrible que mis ojos jamás contemplarían. En ese momento no tenía ni idea y el impacto que sufriría a raíz de ello sería imborrable

Sin que pudiera preverlo, el misterioso promontorio comenzó a elevarse. Las olas lo azotaban con violencia, como si estuvieran tratando de evitar que emergiera, pero de nada serví. Yo observaba con el corazón encogido, incapaz de asimilar lo que estaba sucediendo. Poco a poco, aquel risco empezó a hacerse más grande, ganando altura y revelando por fin lo que realmente era. Cuando al final lo contemplé por completo, el horror hizo presa de mi alma.

Allí delante, había una horrible criatura de gran tamaño como jamás pude imaginar ver. Sostenida sobre dos enormes patas y en una evidente postura erguida, aquel ser debía ser tan alto como una montaña, si no más. Su cabeza era alargada, poseedora de una cresta triangular proyectada hacia atrás, y sus mandíbulas se prolongaban hacia delante, estrechas y acabadas en punta. Sus dos ojos, uno a cada lado, tenían forma triangular, orientados hacia abajo, y eran de un intenso color azul. Su piel estaba compuesta de duras placas negras que se conformaban en diversas grandes piezas segmentadas, como si fueran una armadura. Se asemejaban al caparazón de una tortuga, pero divididas en varias partes. Poseía dos grandes y alargados brazos, acabados en tres dedos provistos de curvadas garras. Recorriendo el abdomen, colgaban varias aletas largas y acabadas en punta. No se veía bien, pero en la parte de atrás se notaba que oscilaba una sinuosa cola de reptil. Era la visión más grotesca que jamás había presenciado en mi vida.

No sabía que creer. ¿Era real? ¿De verdad esa monstruosidad había surgido de las entrañas del mismísimo mar? ¿No sería producto de mi enajenada imaginación, alimentada por el horrible incidente que acababa de ocurrir? Para mi infortunio, no.

Los centelleantes rayos iluminaban su coriácea piel con su potente brillo. Sus ojos relampagueaban como si tuviera vida propia. Las ráfagas de viento movían sus aletas de un lado a otro, como si fueran cometas que unos niños quisieran alzar al cielo. La bestia de inmenso tamaño permanecía allí parada, como si desease que la tormenta la bendijese con la intensa lluvia que dejaba caer. La veía detenida y por un momento, se me antojó que se había transformado en una mera estatua, un ser sin vida que parecía haber sido olvidado por el tiempo. En realidad, así era. Aquella criatura no parecía pertenecer a este periodo y, ni mucho menos, a este mundo. Lo sospechaba y, en el fondo de mi ser, sabía era así. Fue entonces, cuando se movió.

Al inicio, no lo percibí. Pensé que era solo cosa del viento, pero entonces, si como su brazo tomaba vida propia e iba ascendiendo. El otro no tardó en imitarlo, pero este, se dirigía hacia abajo. Luego la cabeza inicio un suave movimiento de lado a lado y para cuando quise darme cuenta, todo su cuerpo se comenzó a menear. Parecía estar reanimando, como si hasta ahora no hubiera existido vida dentro de él. Los truenos sonaban estruendosos. Parecía acompañar cada movimiento que el primitivo ser hacía, una macabra comparsa que se asemejaba a la música que guiase una tenue danza. Siguió así hasta que abrió su boca. Entonces, pudo contemplar sus afilados y largos dientes, además de su oscuro e infinito interior. De ahí, surgió el sonido más horrendo que jamás podré escuchar.

No tendría palabras exactas para poder describir como fue aquello, pues sería imposible, pero lo que sí sé a ciencia cierta es que fue lo más demencial que jamás oí. Nada más lo emitió, se clavó en mi cerebro como un clavo a una pared y no se soltó por mucho tiempo. Tapé mis oídos, pero de nada sirvió. Aquel lacerante sonido se introdujo dentro de mí y no pensaba abandonarme por más que intentara resistir. Para colmo, una serie de intensas vibraciones recorrieron mi cuerpo entero. No me dolía, pero noté como si algo lo revolviese todo, como si una fuerza desconocida pretendiera rebuscar mi cuerpo y tratara de sacar todo el interior hacia fuera. Cada órgano, musculo, hueso, célula. Mis entrañas parecían querer salirse y que mi esqueleto recubriera ahora todo mi exterior, mentiras que mi piel quedara dentro, enrollada con mi sangre y mis vísceras. Esa era la imagen que se proyectó en mi mente mientras las ondas me atravesaban.

El sonido se intensificó y no solo me afectó a mí. A pesar de estar envuelto en esa locura, todavía me podía fijar en todo lo que ocurría a mí alrededor y era horrible. La lluvia se intensificaba, el viento soplaba con mayor fuerza, los rayos caían con más frecuencia, las olas se estrellaban contra la costa con una violencia inhumana, los truenos acompañaban en un soliloquio de fondo al devastador rugido y las nubes se tornaron más oscuras de lo que ya estaban. Ese ser, era quien controlaba la tormenta.

Por un momento, creí que mi fin iba a llegar. En cierto modo, así fue. Todo terminó por un instante. Luego, vino la calma.

Tan rápido ese sonido parecía a punto de hacer estallar mi cabeza, tan rápido se marchó. De hecho, cuando volví en mí, todo se calmó. La tormenta seguía, pero ahora las olas ya no estaban tan embravecidas, ni la lluvia caía con tanta violencia y la lluvia no se precipitaba como una oleada de balas acuosas. Ahora, reinaba la paz. Me sentí sereno, pero también muy desolado. Había visto al rey de los mares, a quien controlaba el imperio oceánico, al ser que probablemente decidió el destino del navío en el que viajaba. Y él fue quien había perdonado mi dichosa vida. Me notaba insignificante, pequeño, aunque la fortuna parecía sonreírme.

Me dejé caer hacia atrás, dejando que la pegajosa arena ensuciara mi cuerpo y que la lluvia lo siguiera empapando. Estaba feliz y no me importaba lo mas mínimo pillar una neumonía. No podía ser peor que lo que ya había pasado. Cerré mis ojos y dejé que el sonido de la tormenta calmada me relajase. En ese momento, escuché algo más.

Al principio, solo sentí algo chapoteando en el agua, pero no tardó en seguirle otro más, y luego, otro. De repente, escuché como algo parecía emerger de entre las olas y más que le seguían. El sonido de varios cuerpos arrastrándose por el chinorro del rompeolas fue lo que terminó de ponerme en alerta. Cuando abrí los ojos, los vi.

Reptaban con sus largos y sinuosos cuerpos, tiraban hacia delante con ayuda de sus fuertes brazos, aferrándose a la mojada arena con sus afiladas garras. Sus azulados y brillantes ojos me miraban con desagradable interés. Había cuatro y estaban a tan solo un metro de mí.

El pánico me invadió. Intenté levantarme, pero sus garras se clavaron en mis piernas. Sentí como cortaban mi carne, dejando que la caliente sangre saliera a borbotones. Uno no tardó en ponerse a mi altura y hundir sus mandíbulas en mi torso, comenzando a abrir mis entrañas y bebiendo del interior de mis tibias vísceras. Más se sumaron al festín y el olor a mar se mezcló con el de la hemoglobina.

Mi padre tenía razón. Que poco conocíamos el mar y a los seres que moran en él. Como al dios al que aforan y que marca el destino de quienes osan invadir sus dominios. Su nombre todavía resuena en mi cabeza mientras muero, dicha por los siervos que están dándose un pantagruélico festín con mi cuerpo.

Heliakar.

Heliakar.

Heliakar.

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